domingo, 4 de agosto de 2019

Comme il faut......Agustín García Aguado*

Finalista del III Concurso Litteratura de Relato

Foto: Friedrich Wilhelm Murnau, Nosferatu
Nadie podía juzgarme, nadie, por la sencilla razón de que no existo. Esa idea me atenazaba cuando, arrodillado como un espectro galante, buscaba por debajo de la cama los zapatos extraviados de Laura, después del último apagón. En medio de tanta oscuridad me surgieron dudas más que razonables, pero esas cuestiones menores era mejor dejárselas al género humano. Nada tenía que ver con mi naturaleza de alma contrita y burlona que acababa de cumplir cuatrocientos siete años como si tal cosa. Debería estar reptando por la casona, asustando a los gemelos, abriendo y cerrando puertas, pero no, toda mi actividad se limitaba a complacer a la señorita Méndez. Resumiendo, me pasaba el día con una sonrisa meliflua de parietal a parietal como un idiota con acné. Intentaba, incluso, repeinarme ante el espejo del lavabo o del tocador sabiendo que, en el fondo, la única proyección posible de mi imagen consistía en un rostro descarnado y sin mirada. Cuando Laura salía al jardín en verano, yo la espiaba. Si se ausentaba para asistir a sus clases de Arte, me empezaba a entrar una comezón que terminaba hundiéndome en un hipido de ánima ociosa. Y es que estaba enamorado, lo confieso. Más de cuatrocientos años hurtando la paz y el descanso a aquella estirpe tronada de los Méndez Galván, con ocho generaciones a las que yo mismo me había encargado de amortajar para que ahora, por una simple finta del destino, viniera una niñata, con ojos relampagueantes de diosa, eso sí, y me diera calabazas. A mí, que en 1587 supe conquistar una a una a todas las novicias del convento de San Martín. Ellas sí que entraron con buena doctrina en mí, y yo entré en ellas, como buen doctor de la Iglesia, transparente y seductor entre vísperas y maitines. Pero el pasado, pasado está, pensaba con un exceso de humildad. 
       Por las noches, la cosa resultaba desesperante. Entraba primero ella en el dormitorio, desabrochándose la falda y la blusa sin recato y, después, era yo quien traspasaba los umbrales del paraíso como una ráfaga de aire fresco. Pero juro que nunca miraba. Me mantenía en un rincón, alejado de ella, con mis metacarpianos sobre el hueso frontal de mi cabeza, y esperaba angustiado a que terminara de ponerse el maldito pijama de raso. Mi imaginación era como una jauría de lebreles persiguiendo a su presa en un territorio de nadie. Al final, terminaba refrenando el instinto con golpes sobre la pared y con mil plegarias. Ya dormida, le daba un beso de buenas noches y comenzaba a aullar por toda la casa. Subía y bajaba escaleras como Sísifo persiguiendo sin ton ni son su dichosa piedrecita, con la sola idea de rebajar mi calentura. A veces, entraba en la habitación de los gemelos y revolvía entre sus cosa para pasar el rato. Pero no podía olvidarme de Laura. Todas las noches, desde hacía más de tres años lo que es un soplo imperceptible en mi mapa del tiempo, me liberaba de las cadenas para ahuecar un silencio reverencial, y me limitaba a pasear por las habitaciones de la casa tratando de descubrir, por los olores, el rastro sensitivo de mi amada. Pero solo lograba dormirme a ratos y, para colmo, terminaba siempre pisándome los faldones deshilachados de mi lienzo, lo que suponía un drama para la autoestima. Concluía mi ronda, amante insensato, estribado en la cabecera de su cama como un angelote trompetero con mil aprensiones, vigilando, en todo caso, la tetera hirviente de su respiración. Por la mañana, Laura era quien hacía mutis, y entonces ya comenzaba otra vez la opera bufa con los gemelos. Me situaba a su lado, tironeaba de sus baberos o les volcaba el tarro de la papilla con mi buen hacer de prestidigitador ultamundano. Así intentaba imponerme en aquel ambiente hostil, como un demonio lacerado que huyera por cobardía de sus sueños de grandeza. En cualquier caso, necesitaba ocupar mi tiempo en algo para no volverme loco. Llevaba tiempo sospechando de un jovencito con cara de bobo ilustre, que se dejaba caer de vez en cuando a la hora de la merienda. Era una tortura observar sus fauces de hiena, mientras devoraba con sus ojos el exagerado escote en triángulo isósceles que le regalaba Laura desde su inocente trono de princesa miope y despistada. Encelado, comencé a maquinar venganzas. No me quedaba otra alternativa. Era él o yo, así de simple. No estaba dispuesto a perderla, ni a compartirla con nadie. La necesitaba junto a mí para hacer más llevadero el paso errante de mi tránsito a la eternidad.
Nunca se me había ocurrido curiosear en sus asuntos, lo juro, pero aquel diecisiete de marzo la tentación me vino servida como un té arábigo en su porcelana inglesa. La niña se casaba. Dios Santo, qué desastre. Aquella tarjeta con filigranas doradas y anillos entrelazados y palomitas prestándose el pico para representar una escena casi pornográfica, era lo que tenía que ser: el final de un idilio. La había visto nacer y trepar con el tiempo como un rosal hermoso a la luz de mis desvelos. Y ahora llegaba ese crápula enmascarado con veleidades de dios griego para arrebatármela. No pude encajar el golpe. Mis huesos iniciaron un concierto de chasquidos y hasta mi calavera comenzó a dar pena viendo humedecerse los lacrimales. Recuerdo que había pasado casi toda la mañana atendiendo a los gemelos, procurando bajarles la fiebre con mis triacas de fantasma veterano. Lo que hice después, ahora me parece quincalla del infierno, pero al ver aquellos rescoldos en la chimenea...
Ya hace sólo siete años del incendio. Ahora yazgo como una estantigua sin voluntad en un palacete soberbio, a orillas del Loira. Estos franceses son muy raros, pero la joven de la inmobiliaria acaba de vender toda la finca, con caballerizas y todo, a un joven matrimonio inglés. Vienen con una preciosa niñita de seis años y con grandes ilusiones para echar raíces, comme il faut, comme il faut.


Agustín García Aguado
* Nació en Madrid en 1961 y estudió Filología en la Universidad Complutense. En 1994 ganó el Premio Pluma de Oro de cuentos (Alcorcón), pero por cuestiones laborales estuvo más de 20 años sin escribir, y ha retomado la tarea hace tres años. En 2017 obtuvo el segundo premio en el Concurso Literario Marina Capriz (Argentina), y 2018 fue su año: publicó su primer libro de relatos, titulado La ternura de las bestias (ACEN Editorial), y ganó otros tres concursos literarios, a los que hay que sumar el prestigioso XX Certamen de Relatos Cortos Tierra de Monegros, que obtuvo por su cuento Ballenas en el Manzanares. Lo podéis seguir en su blog laternuradelasbestias.wordpress.com. Finalista del III Concurso Litteratura de Relato.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...