Tercer Premio (ex aequo) del III Concurso Litteratura de Relato
Durante
un tiempo viví obsesionado con el color de esta ciudad. Todos los
cuadros que hice en los primeros meses de mi estancia aquí tienen
ese color. Incluso los que no representan paisajes, donde no aparecen
casas, ni calles, ni el río: cuadros en los que sólo quise destacar
la mirada de una muchacha, la japonesa que vivía en la otra puerta y
que me esquivaba los ojos siempre que nos encontrábamos en el
pasillo; cuadros íntimos donde la ciudad no existía; hasta las
manzanas podridas que dispuse una tarde sobre la alacena con un rayo
de sol de otoño cayendo casi horizontal, todo me salía sin darme
cuenta con esa tonalidad que yo terminé por llamar color Camboria.
No podía desprenderme de esa sensación que era más que visual y
que aún hoy, de alguna manera, conservo. Sólo que ya no me obsesiona
porque he aprendido a ver los otros colores que esta ciudad esconde,
colores menos lujosos, menos exquisitos, los que sólo se descubren
con el tiempo de vivir en ella, de frecuentar lo bajo, la costra y
los despojos que el Camboria de postal oculta cada día a los
visitantes que vienen de todas partes.
El color de Camboria, el de mis primeros meses, no es fácil de describir. Creo que nunca supe cómo llegaba a él en mis pinturas, sólo sé que, en la mayoría de los casos, lo lograba. Era una mezcla de gris y plata mate con destellos de verde y naranja. El color anaranjado era especialmente importante en el efecto final que producía, desde el plata seco hasta un gris que daba la sensación de humo. De humo frío. Y los ojos negros de la japonesa quedaron con el tono camboria, lo mismo que las manzanas arrugadas bajo el pedazo de atardecer en el que las puse aquel día.
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Foto: James D. Morgan, Tormenta de polvo rojo, Sídney |
El color de Camboria, el de mis primeros meses, no es fácil de describir. Creo que nunca supe cómo llegaba a él en mis pinturas, sólo sé que, en la mayoría de los casos, lo lograba. Era una mezcla de gris y plata mate con destellos de verde y naranja. El color anaranjado era especialmente importante en el efecto final que producía, desde el plata seco hasta un gris que daba la sensación de humo. De humo frío. Y los ojos negros de la japonesa quedaron con el tono camboria, lo mismo que las manzanas arrugadas bajo el pedazo de atardecer en el que las puse aquel día.
Los
primeros meses, todo me impresionaba de Camboria. Yo llegué al
comienzo de un verano, o mejor, al final de una primavera, porque
todavía hacía frío y llovía a todas horas. Por las calles del
centro, las multitudes marchaban a toda prisa bajo paraguas de todos
los motivos. Desde el clásico y tradicional negro que casi siempre
llevaban las personas mayores, hasta los de colores vivos, de franjas
combinadas, floreados, a rayas. Los que no tenían paraguas se
desplazaban más rápido, pegados a las paredes, dando saltos,
empujones, esquivando obstáculos hasta encontrar la marquesina de
alguna tienda bajo la que guarecerse unos minutos.
Desde
el comienzo, descubrí el placer de sentarme junto a las vidrieras de
los cafés, y dedicarme a contemplar desde adentro lo que pasaba por
la calle. Era como una película muda en la que sólo se ven las
imágenes, y los sonidos, los ruidos del establecimiento no tienen
nada que ver con la escena de la pantalla. Pues bien, el primer día
me senté en un cafecito del sector de San Lorenzo a ver pasar
gabardinas y paraguas, uno que otro abrigo tardío, un señor que se
cubría con el periódico, gente corriendo, atravesando a destiempo
la gran avenida que cruza el sector, pasando entre los carros
desesperados por un tráfico pesado, y el pavimento mojado haciendo
de base oscura a todo aquel movimiento multicolor. Toda la mañana
transcurrió así. Al mediodía salió el sol y fue cuando lo vi por
primera vez. Era el efecto de la luz de esa hora sobre la piedra ocre
de las casas de la acera de enfrente, y el humo azul que se levantaba
del pavimento por lo templado de la temperatura, más las estelas que
dejaban los carros que avanzaban ahora más veloces. Era el tono de
la evaporación sobre la piedra. Como una claridad turbada. Como un
color viejo presentándose con apariencia de joven. Pensando que
podía ser el efecto de los vidrios empañados por la temperatura
húmeda del local en que me hallaba, salí a la calle con la
intención de aproximarme más a ese color. Estaba encantado. El
edificio alto de vidrios oscuros que se alza en una de las avenidas
perpendiculares a la de San Lorenzo se había vuelto de un plata
subido, con visos brillantes de dorado y marrón, que son los que
producen ese extraño tono de naranja oscuro que tanto me alteraba.
Esa noche, cuando regresé a mi hotel, estuve tratando de esbozar
unas figuras geométricas a lápiz.
En
ese color estaba Camboria, la ciudad misma. Yo lo iría descubriendo
con los días: el gran río que la cruza de un extremo a otro, los
puentes, las torres, las iglesias de esa ciudad de siglos. Camboria
llena de gente, de jardines, y de las terrazas de las cervecerías
colmadas de gente con la llegada del verano. ¡Cuánto me conmovieron
las formas y el diseño de las plazas, como estrellas nacientes
abriéndose en aristas!
Pero
eso fue al principio. Ahora han pasado casi dos años y la ciudad ha
ido cambiando conmigo. Ya no vivo en la calle Muffy, donde seguramente
sigue aquella muchacha japonesa que no se atrevía a mirar de frente.
Ahora voy poco por los lados de
San Lorenzo, sólo por casualidad, cuando el recorrido de algún bus
me lleva por esos lugares. Cuando eso pasa, me quedo mirando la
vidriera de aquel café desde donde tantas veces me puse a soñar los
colores del día, de esa hora de la mañana o el atardecer, y el
reflejo luminoso del primer verano.
Tuve
que mudarme a los bajos de Camboria. Empaqué los caballetes, las
telas y los tarros de pintura. Me vine con todas mis cosas, una
mañana en la que el color de la ciudad decidió perderse en sólo una
mancha gris oscura. Era un día de bruma. Desde entonces, mis cuadros
aparecen como envueltos por un velo de viento de arena visto desde
lejos. Fue lo que me dijo alguien una vez. La frase me gustó, por
eso la recuerdo. La nueva casa era oscura, de paredes sucias, igual
que la calle. Una callecita tortuosa y empinada que ahora no me canso
de pintar. Desde que estoy aquí, sé que Camboria tiene otros
colores. Que hay que venir a mi barrio para saber de la tonalidad que
produce la mugre bajo la luz rojiza de este bar en el que ahora me
tomo una cerveza y escribo, porque aquí no hay vidrieras a la calle,
y el color se queda adentro como agolpado, como ahogado, contenido.
No encuentro las palabras para definirlo, pero cuando quiero llegar a
ese color en una tela, me pongo a sentir algo azul e invisible que
permanece flotando. Lo veo en las basuras de las calles, a la entrada
de las tiendas de mala muerte, en las mesas manchadas de los cafés,
y en la mirada que se acaban de cruzar esos dos hombres. Lenguaje
para entendidos, porque aquí las palabras suelen ser peligrosas.
Estoy
enamorado de mi calle, y de mi casa y de este barrio bajo de
Camboria, al punto de que ya no he vuelto a pintar con el otro color,
el espectro gélido suspendido en la atmósfera de la otra parte de
la ciudad. Y algún día, tal vez, cuando me vaya con mis caballetes
y mis telas a otra parte, entonces tal vez logre aproximar aquél que
yo llamaba color camboria con este tono sucio y escarlata velo de
arena mirado a la distancia que alguien me dijo una vez.
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Amira Armenta |
* Nacida en Colombia, es una
bloguera y escritora independiente, trabajo que combina
con la traducción y la edición de textos. Para
ella, la
escritura era un hobby que con el tiempo ha terminado convirtiéndose
en un modo de vida. Desde comienzos de 2016 reside en Berlín. Aunque en los últimos treinta años ha vivido en
diferentes países y ha tenido la oportunidad de aprender sus idiomas
(francés, inglés y neerlandés), la única lengua con la que se
siente confortable escribiendo es su lengua materna. Ha publicado
dos novelas: Los
gatos pardos de la noche
(2013) y Cantata
profana
(2015); y tres libros de ensayo: Een niewe tong (Una nueva lengua, 2001), en holandés, En
el patio de atrás
(2008) y Miguel-Ángel
Cardenas: Imágenes de un video-artista (2017).
La puedes seguir en su blog: https://amiraarmenta.com/. Tercer Premio (ex aequo) del III
Concurso Litteratura de Relato.
Exquisita narrativa... Un cuadro platicado... Un abrazo...
ResponderEliminarÉsa es una gran definición del relato: "Un (o varios) cuadro(s) platicado(s)", que casi se pueden ver. Muchas gracias de parte de la autora, Seductores!!!
EliminarUn fuerte abrazo
Hola Amira, me encanta como escribes. Sabes, me gustaría leer tu novela Las Calles de Berlín, tal vez me la puedas enviar y yo te pagaré el importe. Escríbeme a Marissa, mit@famu.nl.
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