martes, 23 de octubre de 2018

El espectro de la ciudad......Amira Armenta*

Finalista del III Concurso Litteratura de Relato

Foto: James D. Morgan, Tormenta de polvo rojo, Sídney
Durante un tiempo viví obsesionado con el color de esta ciudad. Todos los cuadros que hice en los primeros meses de mi estancia aquí tienen ese color. Incluso los que no representan paisajes, donde no aparecen casas, ni calles, ni el río: cuadros en los que sólo quise destacar la mirada de una muchacha, la japonesa que vivía en la otra puerta y que me esquivaba los ojos siempre que nos encontrábamos en el pasillo; cuadros íntimos donde la ciudad no existía; hasta las manzanas podridas que dispuse una tarde sobre la alacena con un rayo de sol de otoño cayendo casi horizontal, todo me salía sin darme cuenta con esa tonalidad que yo terminé por llamar color Camboria. No podía desprenderme de esa sensación que era más que visual y que aún hoy, de alguna manera, conservo. Sólo que ya no me obsesiona porque he aprendido a ver los otros colores que esta ciudad esconde, colores menos lujosos, menos exquisitos, los que sólo se descubren con el tiempo de vivir en ella, de frecuentar lo bajo, la costra y los despojos que el Camboria de postal oculta cada día a los visitantes que vienen de todas partes.
         El color de Camboria, el de mis primeros meses, no es fácil de describir. Creo que nunca supe cómo llegaba a él en mis pinturas, sólo sé que, en la mayoría de los casos, lo lograba. Era una mezcla de gris y plata mate con destellos de verde y naranja. El color anaranjado era especialmente importante en el efecto final que producía, desde el plata seco hasta un gris que daba la sensación de humo. De humo frío. Y los ojos negros de la japonesa quedaron con el tono camboria, lo mismo que las manzanas arrugadas bajo el pedazo de atardecer en el que las puse aquel día.
         Los primeros meses, todo me impresionaba de Camboria. Yo llegué al comienzo de un verano, o mejor, al final de una primavera, porque todavía hacía frío y llovía a todas horas. Por las calles del centro, las multitudes marchaban a toda prisa bajo paraguas de todos los motivos. Desde el clásico y tradicional negro que casi siempre llevaban las personas mayores, hasta los de colores vivos, de franjas combinadas, floreados, a rayas. Los que no tenían paraguas se desplazaban más rápido, pegados a las paredes, dando saltos, empujones, esquivando obstáculos hasta encontrar la marquesina de alguna tienda bajo la que guarecerse unos minutos.
         Desde el comienzo, descubrí el placer de sentarme junto a las vidrieras de los cafés, y dedicarme a contemplar desde adentro lo que pasaba por la calle. Era como una película muda en la que sólo se ven las imágenes, y los sonidos, los ruidos del establecimiento no tienen nada que ver con la escena de la pantalla. Pues bien, el primer día me senté en un cafecito del sector de San Lorenzo a ver pasar gabardinas y paraguas, uno que otro abrigo tardío, un señor que se cubría con el periódico, gente corriendo, atravesando a destiempo la gran avenida que cruza el sector, pasando entre los carros desesperados por un tráfico pesado, y el pavimento mojado haciendo de base oscura a todo aquel movimiento multicolor. Toda la mañana transcurrió así. Al mediodía salió el sol y fue cuando lo vi por primera vez. Era el efecto de la luz de esa hora sobre la piedra ocre de las casas de la acera de enfrente, y el humo azul que se levantaba del pavimento por lo templado de la temperatura, más las estelas que dejaban los carros que avanzaban ahora más veloces. Era el tono de la evaporación sobre la piedra. Como una claridad turbada. Como un color viejo presentándose con apariencia de joven. Pensando que podía ser el efecto de los vidrios empañados por la temperatura húmeda del local en que me hallaba, salí a la calle con la intención de aproximarme más a ese color. Estaba encantado. El edificio alto de vidrios oscuros que se alza en una de las avenidas perpendiculares a la de San Lorenzo se había vuelto de un plata subido, con visos brillantes de dorado y marrón, que son los que producen ese extraño tono de naranja oscuro que tanto me alteraba. Esa noche, cuando regresé a mi hotel, estuve tratando de esbozar unas figuras geométricas a lápiz.
         En ese color estaba Camboria, la ciudad misma. Yo lo iría descubriendo con los días: el gran río que la cruza de un extremo a otro, los puentes, las torres, las iglesias de esa ciudad de siglos. Camboria llena de gente, de jardines, y de las terrazas de las cervecerías colmadas de gente con la llegada del verano. ¡Cuánto me conmovieron las formas y el diseño de las plazas, como estrellas nacientes abriéndose en aristas!
         Pero eso fue al principio. Ahora han pasado casi dos años y la ciudad ha ido cambiando conmigo. Ya no vivo en la calle Muffy, donde seguramente sigue aquella muchacha japonesa que no se atrevía a mirar de frente. Ahora voy poco por los lados de San Lorenzo, sólo por casualidad, cuando el recorrido de algún bus me lleva por esos lugares. Cuando eso pasa, me quedo mirando la vidriera de aquel café desde donde tantas veces me puse a soñar los colores del día, de esa hora de la mañana o el atardecer, y el reflejo luminoso del primer verano.
         Tuve que mudarme a los bajos de Camboria. Empaqué los caballetes, las telas y los tarros de pintura. Me vine con todas mis cosas, una mañana en la que el color de la ciudad decidió perderse en sólo una mancha gris oscura. Era un día de bruma. Desde entonces, mis cuadros aparecen como envueltos por un velo de viento de arena visto desde lejos. Fue lo que me dijo alguien una vez. La frase me gustó, por eso la recuerdo. La nueva casa era oscura, de paredes sucias, igual que la calle. Una callecita tortuosa y empinada que ahora no me canso de pintar. Desde que estoy aquí, sé que Camboria tiene otros colores. Que hay que venir a mi barrio para saber de la tonalidad que produce la mugre bajo la luz rojiza de este bar en el que ahora me tomo una cerveza y escribo, porque aquí no hay vidrieras a la calle, y el color se queda adentro como agolpado, como ahogado, contenido. No encuentro las palabras para definirlo, pero cuando quiero llegar a ese color en una tela, me pongo a sentir algo azul e invisible que permanece flotando. Lo veo en las basuras de las calles, a la entrada de las tiendas de mala muerte, en las mesas manchadas de los cafés, y en la mirada que se acaban de cruzar esos dos hombres. Lenguaje para entendidos, porque aquí las palabras suelen ser peligrosas.
         Estoy enamorado de mi calle, y de mi casa y de este barrio bajo de Camboria, al punto de que ya no he vuelto a pintar con el otro color, el espectro gélido suspendido en la atmósfera de la otra parte de la ciudad. Y algún día, tal vez, cuando me vaya con mis caballetes y mis telas a otra parte, entonces tal vez logre aproximar aquél que yo llamaba color camboria con este tono sucio y escarlata velo de arena mirado a la distancia que alguien me dijo una vez.


Amira Armenta
* Nacida en Colombia, es una bloguera y escritora independiente, trabajo que combina con la traducción y la edición de textos. Para ella, la escritura era un hobby que con el tiempo ha terminado convirtiéndose en un modo de vida. Desde comienzos de 2016 reside en Berlín. Aunque en los últimos treinta años ha vivido en diferentes países y ha tenido la oportunidad de aprender sus idiomas (francés, inglés y neerlandés), la única lengua con la que se siente confortable escribiendo es su lengua materna. Ha publicado dos novelas: Los gatos pardos de la noche (2013) y Cantata profana (2015); y tres libros de ensayo: Een niewe tong (Una nueva lengua, 2001), en holandés, En el patio de atrás (2008) y Miguel-Ángel Cardenas: Imágenes de un video-artista (2017). La puedes seguir en su blog: https://amiraarmenta.com/. Finalista del III Concurso Litteratura de Relato.

2 comentarios:

  1. Exquisita narrativa... Un cuadro platicado... Un abrazo...

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    1. Ésa es una gran definición del relato: "Un (o varios) cuadro(s) platicado(s)", que casi se pueden ver. Muchas gracias de parte de la autora, Seductores!!!
      Un fuerte abrazo

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