Segundo Premio (ex aequo) del III Concurso Litteratura de Relato
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Foto: © aletia, Abuela triste con el muchacho en el parque |
Agüela.
Dime.
La anciana pareció meditar las palabras
un momento, fastidiada por el calor, por el sol y la vida y, cambiándose para
el otro hombro el morral de tela que llevaba a cuestas, agregó:
Les decimos que lo compramos en los
chinos. Total, paraguas repetidos es lo que sobra.
Usté dice.
Sí, yo lo digo, con tal de que no vayas a abrir tu bocota como la otra vez.
Se refería a un episodio, todo el mundo
lo sabía porque ella se lo contaba muerta de risa a quien fuese, en el que le
robaron unas naranjas chinas al vecino y, cuando ella le dijo que las habían
comprado en el mercado, su acompañante saltó diciendo qué embustera eres,
agüela, si las acabamos de coger del patio, y que ella le dio un cocotazo que
casi lo manda a cagar.
Ce, men,
te, rio, muuu, niii, ci, pal.
Ve si aprendes a leer ya de corrido, que a tu edad pareces pendejo.
El silencio del cementerio exageraba los
sonidos metálicos que salían del bolso, haciendo imposible el deseo de pasar
desapercibidos ante un cúmulo de ángeles clónicos y cruces sin razón.
El sol está fuerte, verdad.
Sí, mejor, y no mires tu sombra.
Por qué.
Porque predice la muerte y no está
bien saber esas cosas.
Yo no me quiero morir, agüela.
No digas eso, que hasta de la vida uno
se cansa.
Usté dice.
Yo lo digo, pero aún falta para que me
canse.
Y lo devolveremos.
Qué cosa.
El pico.
Lo devolveremos, claro que sí.
Espero, así no nos lleva el diablo.
Cállate, chico, solo dices pendejadas.
La anciana se paró en seco, escrutando el
final del cementerio, allá donde la maleza se confunde con esta maleza de cemento.
Hijo, estás viendo lo mismo que yo.
Qué, agüela.
Mira ese animal coñoesumadre cagándose
en la tumba.
Desde la distancia a la que estaba la
anciana, que no era poca, le logró atinar una pedrada en un costado a un perro
gris, sorprendiéndolo en esa postura de indefensión total que adoptan la
mayoría de los seres que comen. El aullido se extendió más allá del monte.
Hijo de perra.
El suceso les hizo llegar a la tumba más
rápido de lo esperado, aunque, no habiendo ni rastros del crimen cometido por
el perro, sería bueno decir que solo fue una suposición malsana en la que la
parte agraviada no podrá defenderse ni quejarse. Con una
naturalidad premeditada, la anciana sacó un pico sin mango envuelto en papel
periódico, una pala jardinera, unos sobres de semillas y una botella de agua
con la cual comenzó a rociar los alrededores de la tumba.
Ojalá y el señor Arsenio no se vaya a
aparecer ahorita, agüela.
Bueno, según tú, a esta hora no viene.
No, no viene, pero usté sabe cómo es
la vida.
Esa vida a la que hace alusión no es otra
que su vida, la de la anciana, a la que llevaba endilgada
como un zarcillo la tragedia de un terremoto y la desaparición de su hijo mayor
y el nieto entre los escombros de un hotel. Escombros que ella misma removió y no
encontró nada, aún mucho después de concluido el plazo para rescatarlos, cuando el
olor a muerte se cernía como una cortina oscura. En un par de ocasiones salió
por la radio describiendo a sus seres queridos, son así y asá, que si los veían
por favor llamaran al número tal, pero nadie dio con ellos, hasta que la gente,
intentándola traer de vuelta a la razón, le decía que estaban muertos,
y ella les contestaba con resignación que eran puros embustes. A veces se la
oía decir, yo se lo había dicho que no se llevara a trabajar a esa criatura,
que no se la llevara, pero todos lo tomaban como otro desvarío más en la larga
sucesión de disparates que iban desde alucinaciones de todo tipo a pedir a
gritos ayuda para sus familiares. Nadie acudía porque vieron cómo en una
ceremonia oficial enterraban al hijo y al nieto en este lugar, siendo lo peor,
según las autoridades y la gente, la manía de querer desenterrarlos. Por eso, con
calma, dispuso los instrumentos en el suelo como quien va a operar. De entre el
mausoleo vecino sacó un palo y armó el pico, asegurándolo con el papel
periódico y unos golpes en el suelo.
Agüela.
Dime.
Y si nos
descubren.
La anciana no dijo
nada, sólo vio alrededor antes de dar el primer picotazo en la tumba más
pequeña. La loza, ya rota por embestidas anteriores, se rajó de par en par, separando la fecha de nacimiento de la fecha de la muerte. Con la pala
jardinera simuló sembrar las semillas, rociándolas por aquí y por allá, al
tiempo que con la otra mano escarbaba, con tan mala suerte que se encontró con
otra plancha de cemento.
Vigila la zona,
criatura.
Qué es eso,
agüela.
Ojo de águila.
Mirada de halcón.
No fue tan fácil como
lo había imaginado durante los doce años anteriores, a fin de cuentas, es más
difícil desenterrar un muerto que darle vida. Temblaba por un frío extraño,
mojando con goterones de sudor la tierra sedienta de agua y preñada de huesos.
Con el mango del pico logró separar la segunda plancha de cemento, y ahí estaba
el ataúd infantil, cubierto por raíces y congorochos que huyeron sorprendidos
por una ola de luz y calor. Con temor, la anciana abrió la caja y la miró con
atención clínica. Removió con sus propias manos la almohada y las sabanitas de
lino, sintiendo la humedad, la respiración de la tierra.
Lo que siempre te
había dicho, criatura.
Qué, agüela.
Que jamás has
estado muerto.
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Ysaías Lucas Núñez |
Que bueno es leerte ahora por acá. Este me pone triste pero la verdad es que es muy bueno y el final un tanto diferente y eso me gusta.
ResponderEliminar¡Muy buen remate del relato!
ResponderEliminarSí, un final asombroso y clarificador a la vez. ¡Muchas gracias de parte del autor, Margarita!
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