lunes, 23 de mayo de 2016

La chica del cuadro......Víctor García Bustos*

Finalista del IConcurso Litteratura de Relato

Foto: www.fotolog.com
La muchacha se recoge el pelo de mala manera mientras baja con prisas las escaleras del edificio. Sale a la calle y nota sobre su mejilla el tibio calor de un sol vergonzoso. No ha dormido demasiado. Cierra los ojos, sigue caminando, y cuando los vuelve a abrir hay un instante en que deja de sentir en sus carnes, jóvenes y tersas, tan blancas que la hacen parecer una mujer a medio cocinar, el sueño y el cansancio de una sirvienta. Durante un momento el viejo Madrid le parece mucho más bello que nunca. Llega a la estación, saca del monedero una perra gorda y cruza las manos bajo su ombligo. Huele a una extraña humedad costera. Otras tres mocitas se acercan, vestidas de blanco roto, remangadas. Se conocen pero cada una canta para sí misma, una copla vieja, una opereta cómica; y callan cuando un jilguero las reta, sobre la rama de un chopo. Llega el tranvía, con su anuncio de anís decolorado por el sol. Tiene dos vagoncitos que parecen de feria, y sus ocupantes se asoman por el amplio hueco sin cristales de la ventana, y tres muchachos, de pie, apoyados sobre una tímida plataforma en la parte de detrás y agarrados con fuerza, miran los quehaceres mañaneros de la calle y desean que el cobrador no les vea.
         Cuando la muchacha llega a la mansión de la señora, observa fugazmente la finca antes de llamar a la puerta. Es un edificio marmóreo, barroco, recargado incluso para un arquitecto orgulloso de ser pedante, y en el granito blanco se alzan, arrogantes, grabados que imitan hojas de árboles. Anacleta, anciana vestida eternamente de luto y dotada de una joroba que duele sólo con mirarla, le abre la puerta. La luz y la piedra de la fachada guardan un interior íntimamente lóbrego en el que la madera añeja se ve, se escucha y se respira. Esta vez, la muchacha no tiene el valor de mirar el cuadro del vestíbulo; esa pintura absorbente y cautivadora, decimonónica, quizá más antigua si se conserva bien o quizá menos si, como a Anacleta, las inclemencias egoístas del tiempo y la vida vacía le han pasado factura. Ya se lo tiene dicho la señora. Aquí se viene a lo que se viene, no a farfullar barata palabrería de arte. Así que pasa de largo, con prisa, con miedo, aprieta los párpados y va directa a ponerse el plomizo uniforme de criada. Con él se ve más guapa que vestida de domingo. Se fuerza a no mirar el lienzo cautivo en un grueso marco dorado para evitar quedar prendada por la misteriosa magia de una estampa vetusta pero poderosa; se fuerza a ignorar la mesita azul celeste que descansa debajo, pegada a la pared, con sus patas arqueadas, su dibujo tortuosamente geométrico o, incluso, la magnificencia de un gramófono rococó, con una trompeta cuidadosamente tallada en madera sobre el que duerme la piedra de una Nocturna de Chopin.  
         La muchacha coge un plumero, quita el polvo de una habitación y piensa en el cuadro. Orea unas cortinas, algunas sábanas, pasa un trapo sobre las muñecas de porcelana, y piensa en el cuadro. Va a la cocina, pone agua a hervir en una cazuela de hojalata y la mezcla con agua fresca en una palangana más fuerte hecha de zinc, pero, sobre todo, piensa en el cuadro y en quién sería esa mujer retratada, vestida de seda encarnada que observa impasible, en compañía de un gato rubio con un ojo de cada color, en una calma plácida y feliz, el correr de los años desde una cama difuminada y perdida en la oscuridad del barniz. ¿Quién será? ¿Cuál será su historia?, se pregunta. Trabaja con dureza durante todo el día hasta que oscurece y, por fin, la señora la manda volver a casa, pero en ningún momento deja de pensar, hasta que levanta su propia veda y la vista hacia el cuadro que había atrapado su espíritu desde el primer día que entró a servir en aquella casa opulenta y burguesa. La muchacha vuelve a perder la noción del tiempo y las agujas del reloj dejan de correr. Es una pintura mediocre con un interés más histórico que artístico, tal vez creada por un muerto de hambre con un don al pincel no demasiado grande. Pero la criada, como si hubiese dejado de existir, mecida por la embriaguez de aquella ventana a otro mundo no puede evitar pasar horas mirando los ojos de la chica, cada trazo, cada pincelada, y los dobleces voluptuosos del vestido, y la cama mullida perdida entre la oscuridad de la pintura desgastada, y su pelo liso recién peinado o su sonrisa cobarde aunque hechicera. Anacleta la despierta con un graznido córvido y sibilino, y al escapar del sueño extático y brujo se da cuenta de que el tranvía ya no pasa, y vuelve a casa tarde, caminando bajo la luz de unas farolas que va apagando el sereno tras su paso. 
         Se despierta más descansada que nunca en una cama que no es la suya. Todo le parece tan normal, tan corriente como siempre. Aunque los engranajes de su mente ya corren sin el óxido del sueño profundo, le cuesta abrir los ojos. Abraza su almohada de plumas, hunde su rostro en ella y estira sus piernas entre la franela de las sábanas antes de levantarse. Su gato rubio la escucha y acude a darle los buenos días. Mulle el edredón de plumas sobre el lecho y el animal, tentado por esa comodidad inmensa e infinita, se sube de un salto y empieza a ronronear mientras, con una pata después de la otra y las uñas fuera, aprieta seguidas veces la blandura de la colcha. Se lava la cara, se cepilla su pelo liso y se quita el camisón níveo que cubre los deseos de todo hombre. Tiene, doblado y planchado sobre el terciopelo rojo de una silla, un vestido de seda que la enamoró casi tanto como la pintura que le regalaron tras su compromiso de nupcias. Se viste, se mira y se gusta, y vuelve a contemplar, con la misma emoción de una jovencita enamorada, el cuadro que la tiene prendada desde que lo vio por primera vez. El gato, con sus ojos de diferente color, y ella, sentada sobre su cama miran a la muchacha que les contempla desde ese otro mundo pintado, tras una mesita azul y un gramófono hermoso tallado en madera, y se pregunta: ¿Quién será? 



Víctor García
* Nació hace 23 años en Valencia. Es estudiante de Medicina y escritor, premiado y finalista en diversos certámenes literarios de relato corto; fundador, responsable y redactor del Comité de Promoción y Prensa del Congreso de Investigación Biomédica (CIB), un evento científico y cultural que convoca cada año a más de quinientas personas. Además de haber participado como autor en diversas antologías de relatos, publicaciones científicas o en revistas literarias, y ser miembro de clubs de lectura y escritura como Valencia Escribe, ha organizado certámenes de micro-relatos en colaboración con la Revista Mètode, y realizado cursos y talleres de narrativa, a distancia y presenciales, como el impartido por el escritor y periodista Fernando Delgado en la Universidad de Valencia. Finalista del II Concurso Litteratura de Relato. 

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