martes, 14 de junio de 2016

Hombros libres......Pedro Francisco del Álamo López*

Finalista del IConcurso Litteratura de Relato

Foto: James Franco (Gala Óscars 2011)
Sólo le quedaba un cartucho para quitar de en medio al entrometido mirón. El primero lo había desperdiciado en la loca persecución entre almendros y olivos, pero se prometió que no pararía hasta asegurar el definitivo proyectil y callar al intruso para siempre; se jugaba en aquel lance su vida al completo, aún más, su excelsa reputación como padre de cuatro hijos, como conserje del ayuntamiento y como presidente de la peña “Los rebuznos simpáticos”, que aglutinaba a gran parte del pueblo; todo el cariño profesado por vecinos y familiares al estimadísimo don Minaya se diluiría hasta desvanecerse por las cloacas si aquel malnacido fisgón 
al que aún no había reconocido lograba relatar a alguien la inimaginable escena que acababa de presenciar.
         El  respetadísimo y estupendamente sonriente Luis Alberto Minaya de la Oca había salido como todos los domingos a pasear por los verdes campos de cebada verde abril con el Jeep Grand Cherokee negro que utilizaba principalmente para la caza una de sus aficiones—, color frac metalizado, 250 CV, equipado con los nuevos faros bi-xenón de mayor rendimiento luminoso, en ese lapso en que el atardecer y el anochecer se confunden con sus paletas de colores. Lo condujo hasta la zona denominada Caña Honda más conocida por Cañonda, a un kilómetro y medio del pueblo, estacionándolo en una pequeña rastrojera no más de un celemín alejada de cualquier camino y rodeada de floridos almendros. Antes de bajar miró en derredor, más allá de sus bi-xenón y demás sentidos cardinales, asegurándose de que no anduviera por allí un alma.
         Sonrió, acariciando su quijada recién rasurada. Los domingos a esas horas todo el mundo estaba en sus viviendas o en los bares viendo algún estúpido partido de fútbol. Él andaba ordenando unos papeles del ayuntamiento para el pleno de esa semana, o al menos eso le había asegurado a su mujer, Paquita, que apenas le había escuchado, veía el programa de variedades por la tele. Sus hijos estaban con sus tabletas, móviles y ordenadores en sus habitaciones o rematando el fin de semana con alguna correría última o coordinando despedidas con amiguitos y amiguitas; de sus vástagos no tendría noticia hasta la hora de la cena, en un par de horas. “Tiempo suficiente, cariño, para organizarle al alcalde unas ordenanzas relativas a la aprobación de unos presupuestos sobre la delimitación del parque del Oeste.” “Claro, amor. Haré para cenar ensalada de ahumados. ¡Qué salerosa la Campos!”  
         Seguro y satisfecho de la soledad que le rodeaba en el paraje de la Cañonda, don Minaya apagó los faros y el contacto, colocándose la gran melena rizada rubia etiqueta para atrás frente al espejo del parasol, el vestido de seda fucsia con elegante escote palabra de honor y ligero corte en la cintura con detalle de lazo en una cadera, aportando un toque sensual y femenino—, más las sandalias de tacón a juego, culminando con unos toques de rabioso pintalabios y algo de sombra de ojos, sin cargar para no oscurecer en exceso. Una especie de culebra le sacudió como un terremoto desde los tuétanos hasta el chori. Se sintió perfecta, irresistible. Abrió la portezuela para bajarse, encendiéndose  a  la par un largo cigarro y dando los primeros y contoneantes pasos, procurando verse reflejado en las ventanillas del auto. Despampanante. “Te voy a comer como a las tapas del yogur…” Tras unos paseos saludando con graciosos movimientos a imaginarios transeúntes que la piropeaban, se fue hasta el auto para frotar su espalda y sus hombros libres contra la chapa, emitiendo prolongados gemidos, desdibujando las plateadas nubes con sus exuberantes bocanadas de humo. “Dámelo todo, mi amor, mi amor, sííííí…” 
         Y fue en ese fogoso instante cuando le descubrió. Podría asegurar que no tendría más de quince años el encapuchado mozalbete que se había quedado parado en el límite que marcaban los almendros con el rastrojo, montado en una ridícula bicicleta de montaña, mirándole fijamente. Don Minaya abrió inmediatamente el portón de atrás del Grand Jeep y sacó su escopeta de cartuchos, la misma que utilizaba en las monterías y que siempre llevaba cargada. El muchacho soltó la bici y echó a correr atravesando los primeros almendros. Don Minaya apretó el gatillo sin pararse demasiado a apuntar, perdiéndose el disparo en la nada tras el estruendo de la detonación.
         Sin pensarlo arrancó a correr tras él, conminándole a gritos que parara, ofreciéndole incluso dinero y lo que quisiera si cejaba en su galopada. “¡Párate ahora mismo, maldito bastardo!” Las sandalias de tacón se hundían en la tierra y el vestido le impedía realizar grandes zancadas, siquiera reducir la distancia para tenerlo más a tiro, pero se juró que aquel último cartucho encontraría al destinatario, aunque se dejara la piel y la seda en el intento.
         El muchacho alcanzó un camino y se dirigió hacia un abandonado palomar carente de portadas, de paredes tachonadas con sangre de barro y vendas de cal, descostrándose a cada tormenta. Al ver como se internaba en el desvencijado edificio, a don Minaya, sudoroso perseguidor, se le encendió una chispa de esperanza en los ojos.
         ¡Te tengo, pequeño cotilla! De ahí no te me escaparás.
         Nada más franquear la expedita entrada fusil en posición de disparo—, quedó paralizado cual efigie de bronce, dejando en la frenada los tacones clavados y los rizos rubios lanzados hacia delante hasta emplastarse contra el suelo. El maldito fisgón se bajó la capucha, parado a pocos metros frente a él. Sólo acertó a decir dos palabras, temblándole en los labios:
         Andrés… hijo…
         Fue bajando el arma, sin llegar a soltarla.
         Su  hijo  Andrés  arqueó  la  espalda  hasta  vomitar  en  un  oscuro  rincón. La treintena de adolescentes pertenecientes a la facción juvenil de “Los rebuznos simpáticos” dejó sus quehaceres en la carroza que andaban montando para las fiestas del verano. Murmuraban sin dejar de señalar, escalonando sus jocosos bisbiseos con diferentes tonos de risas. Muchos de ellos le apuntaron con las cámaras de sus teléfonos móviles. 
         Don Minaya volteó el fusil. Se había prometido que no desperdiciaría el último cartucho.


* Nació en Consuegra (Toledo) hace 41 años. Dependiente textil y agricultor, sus aficiones son la literatura, el heavy metal y el deporte. Carmen Martín Gaite, Vargas Llosa, Saramago, Juan José Millás, Delibes, Umbral, Carlos Fuentes, Patricia Highsmith, Jorge Luis Borges... son algunos de sus autores favoritos. Ganador de diversos concursos de relato y poesía de ámbito provincial y nacional, y autor de varias novelas inéditas, que guarda a buen recaudo en su caja Pasto de gusanosFinalista del II Concurso Litteratura de Relato.

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