sábado, 26 de septiembre de 2015

Amores fugaces......Albert García Soler

Nada en esta vida es fácil. Nada en esta vida es difícil. En esta vida todo es exactamente lo que parece. La cuestión es sencillamente atreverse a ver las cosas como son.
         Algunas veces, cuando camino por la calle no dejo de ver caras serias. Pienso: “¡Joder, qué cabreo llevan encima!”. Otras, en cambio, me dedico a sonreír a todo el mundo. Siempre te devuelven la sonrisa. Te lo recomiendo. Sonríe, siempre hay motivos. No es una obligación, todo el mundo tiene derecho a estar cabreado, pero ¿vale la pena?
 Esta historia, sí, ahora empiezo una, tiene mucho que ver con lo que explicaba. Aunque de hecho no necesariamente es así, puesto que aún no sé de qué voy a hablar.
         Era un caluroso día de verano. Tenía vacaciones y aunque suficiente dinero, no las ganas necesarias para irme fuera. Así que permanecí en Barcelona. El plan era perfecto, dormir por las mañanas y salir por las noches. Mis salidas eran todo un reto. En agosto, todos mis amigos se habían largado de la gran ciudad huyendo como… En fin, que me había quedado “solo”. El plan era muy simple, se trataba de salir en dirección al centro e intentar conocer gente. Tampoco era demasiado importante qué tipo de gente. Desde luego, siempre son más interesantes las mujeres que los hombres, pero tampoco se trataba de ligar por ligar. En definitiva, se trataba de hablar con alguien, de escucharle y de estar abierto a lo que me pudiera encontrar, manteniendo una actitud acrítica y expectante. Juzgar a la gente es algo que hacemos con demasiada frecuencia…
 Volviendo a aquella noche en concreto… Era una noche tórrida de verano, de aquellas en que intentar dormir no tiene mucho sentido. Al día siguiente no me tenía que despertar pronto, así que me duché, me vestí, salí de casa y cogí la moto hasta aparcarla por el centro. No es importante el sitio en concreto. Me metí en un bar. Nunca había entrado en aquel local. Estaba bastante concurrido por gente de todo tipo, de lo más ecléctico. Desde un viejo borracho solitario a un grupo de sonrientes japonesas con la cámara a cuestas. El viejo borracho se me acercó y me dirigió la palabra:
 ¡Hola! ¿Cómo va? dijo. Su aspecto era el de haber estado permanentemente ebrio desde hacía ya demasiado tiempo.
 Adelante, siéntese. Le hice un ademán con la mano y aparté la silla de la mesa para facilitarle tomar asiento.
 Gracias —me dijo. Esbozó una media sonrisa y se sentó a mi lado.
 —¿Sabe?, hay dos cosas que no soporto en esta vida, la soberbia y beber solo le dije, mostrándole la mejor de mis sonrisas de complicidad. ¿Me acompaña?
 Por supuesto respondió. No puedo permitir que alguien beba solo. Es lo peor que te puede pasar. Yo siempre he dicho que si quieres destrozarte el hígado, te busques cómplices a los que echar luego la culpa.
 Creo que nos vamos a entender usted y yo.
 Empezamos a hablar de todo y de nada. Según decía, había ejercido mil oficios, había conocido mil países y había estado con mil mujeres diferentes… Se había casado tres veces. Había tenido dos hijos a los que apenas conocía y jamás se había preocupado de saber algo de ellos. Había reído, había llorado…Finalmente, me confesó que había visto morir a la única persona que sabía que le había querido en este mundo… su madre. Le pregunté si no había amado nunca a ninguna de las muchas mujeres con las que decía haber estado.
 ¿Qué coño es el amor? me espetó. ¿Acaso tú lo sabes?... Y, además, qué más da si así fue si no soy capaz de reconocerlo. Por supuesto que he amado, una y mil veces. Estoy vivo, es imposible vivir sin cariño. Pero el amor, el amor de verdad, es una experiencia significativa que te deja huella y te cambia para siempre. Sencillamente, te permite tomar conciencia de lo que eres en realidad. Yo, con franqueza, me siento muy lejos de todo eso. Viéndome aquí, borracho todo el día, es difícil observar en mí algo de la valentía necesaria para vivir siendo fiel a uno mismo. Mira, chico, tú aún eres joven, no permitas que nada ni nadie apague el brillo de tus ojos. A lo peor puedes acabar convenciéndote de no merecer estar vivo, acabar como yo, viejo y dejándote pudrir el cuerpo esperando la muerte. Y no creas que espero descansar en paz o algo por el estilo. Estoy convencido de que al otro lado sólo me aguarda la cosecha de lo que aquí sembré. Lo peor de todo es que no temo nada, pues ya nada me importa. No permitas que eso te pase.
 Ya nos habíamos acabado la botella de vino. Aún era pronto. Me despedí de aquel individuo del que ni sabía el nombre. Al levantarme, también él se puso en pie y me rodeó con los brazos. Me abrazó con fuerza. Era evidente que aún le importaba la vida mucho más de lo que quería reconocer. El hedor que desprendía era fuerte, pero de su cuerpo emanaba algo más que eso… una vitalidad evidente que pretendía esconder no sé muy bien con qué fin, aunque podría intentar formular muchas hipótesis al respecto. En cualquier caso, nos despedimos. Era relativamente pronto. Así que me dirigí a una zona de bares musicales, tenía ganas de estar con gente joven, de divertirme...
 Me metí en una especie de discoteca. Pagué religiosamente la entrada y pasé hacia dentro con decisión. Empecé a convencerme a mí mismo de lo irresistible que era. Es difícil persuadir a una mujer de algo que tú no te crees. Una vez dentro del local, me dediqué a echar un vistazo. Un grupo de tres chicas junto a la barra me llamó la atención. De hecho, fue una de ellas la que no me pasó inadvertida.
 Me aproximé hacia ellas y cuando estuve lo bastante cerca, sonreí afectuosamente a la que había despertado mi interés. Su primera reacción fue defensiva, por no usar palabras más duras. La volví a mirar con una mueca en la cara que venía a decir algo así como “No te enfades, mujer, en el fondo soy un buen chico. Habla conmigo y ya verás como soy un tipo muy majo que vale la pena conocer”. Por supuesto, no creo que aquel mensaje sin palabras pudiera calar por completo en ella, pero el caso es que me sonrió y me dirigió la palabra:
 ¡Hola! ¿Cómo te llamas?
 Nos presentamos y seguimos charlando. Sus amigas pronto nos dejaron solos. No recuerdo el cómo ni el porqué, pero el caso es que empezamos a hablar y hablar... Teníamos muchas cosas en común, ambos nacimos en el mismo barrio, ambos fuimos al mismo instituto, aunque en diferentes años. Lo mejor de todo era su sentido del humor. Probablemente, serena no se hubiera reído tanto de mis chistes. Me enamoró su risa de dibujos animados. Cuando sonreía, toda su cara se teñía de una ternura adorable que te abría el apetito. En serio, daban ganas de literalmente comérsela. Pasamos la noche charlando, bailando y bebiendo. Al salir, fuimos a dar una vuelta y acabamos sentados en un banco, abrazados, observando a los transeúntes de la mañana sin decir nada. Nunca antes me había sentido tan cerca de alguien. No nos habíamos siquiera besado, pero era como si aquella chica no sólo estuviera físicamente a mi lado, por primera vez en mi vida no me sentía solo. Entonces, ella se giró hacia mí y me preguntó con una sonrisa inocente dibujada en el rostro:
 ¿Cómo dijiste que te llamabas?
 No pude evitar una gran carcajada. Ella se contagió enseguida y ambos empezamos a reír sin parar. La gente nos miraba, entre curiosa y divertida. Al final acabamos por serenarnos. Nos quedamos quietos el uno frente al otro, mirándonos intensamente a los ojos. Sentí la necesidad de besarla y lo hice. Fue un beso dulce y maravilloso al que siguió otro, y otro, y otro… Por fin, ella dijo:
 ¿Vivo cerca, quieres venir? Yo me limité a asentir con la mirada. Nos pusimos en marcha.
 Efectivamente, en menos de cinco minutos abríamos la puerta de su casa. Estaba en una de aquellas viejas fincas sin ascensor que tanto abundan por el centro. Su piso no era muy grande pero sí acogedor. Me enseñó toda la casa como si de una ruta turística se tratara, dando explicaciones de todos los objetos que para ella tenían algún significado especial. Recuerdos de viajes, de algún familiar, hasta de algún ex novio…
 Finalmente, abrió la puerta del dormitorio. Se desnudó con toda naturalidad. Todo lo que llevaba era un vestido blanco y unas sandalias. Se metió en la cama y me invitó a unirme a ella. Procedí, como era menester, a desnudarme y acompañar a la bella dama, y me introduje en la cama. Se acurrucó y me cogió de la mano para acercarme a ella, y así nos quedamos abrazados, su espalda contra mi pecho. Un sentimiento de paz espiritual invadió mi cuerpo y mi mente. Todo estaba en su sitio, todo encajaba… Me dormí plácidamente. Recuerdo haber soñado con mi abuela, tan sólo recuerdo sus ojitos llenos de vida y su sonrisa de niña pilla. De algún modo, me daba su bendición y me comunicaba que se alegraba por mí. Al despertar, se me mezclaron los ojillos de aprobación de mi abuela con los besitos que recorrían mi cuerpo.
 Buenos días me dijo muy dulce y suavemente.
 Buenos días contesté, aún con los ojos medio cerrados.
 Me tumbó boca arriba y se me puso encima. Lo que pasó después no tiene calificativos. Sencillamente me relajé, abrí los brazos y disfruté. Fue algo más que un orgasmo. Me sentí parte del universo, todo tenía sentido, todo encajaba. A pesar de ser alucinante, el sexo no era más que una anécdota dentro de una experiencia trascendente. Nos fundimos en uno solo y ambos con el universo. Por primera vez, tuve conciencia plena de mi esencia, o al menos eso pensé entonces. 
         Quedé conmocionado por completo. Solamente al cabo de un buen rato fui capaz de reaccionar. Me encontraba solo en la cama. Cuando me levanté, me sentía renovado. Ella no estaba. La busqué por todo el piso pero no la encontré. Decidí vestirme e irme a casa para ducharme, cambiarme y comer algo. De camino a casa, me dediqué a mirar a los ojos a todo el que se cruzaba en mi camino. Fueron bastantes, hombres y mujeres, jóvenes y viejos… En particular, me agradó la mirada de una viejecita que me devolvió la sonrisa que se me dibujó en el rostro. Mi cara reflejaba felicidad, al pasar junto al espejo de un escaparate pude confirmar con imágenes lo que ya sabía. Algunas personas respondían con indiferencia, muchas con curiosidad y otras con simpatía, pero aquella mujer me miró de una forma especial. Una sonrisa plácida y amorosa que me conmovió. Incluso se me humedecieron los ojos y una lágrima me recorrió la mejilla. No hay nada como la felicidad para disfrutar de las pequeñas cosas que, por supuesto, son siempre las más importantes.
 Al llegar a casa, me duché y me vestí. Mi estómago se impacientaba, el ruido que producía empezaba a escucharse tres pisos más abajo y poco faltó para que fuera perceptible en algún sismógrafo. Mi nevera no daba la talla ante tamaña empresa, así que bajé a la granjita de debajo de casa para matar a la bestia que llevaba dentro. La encargada me acogió con un:
 ¡Hola, guapo! ¿Cómo estás?
 Siempre me recibía con las mismas palabras y, sinceramente, creo que gracias a ellas ha conseguido un cliente incondicional. Siempre es agradable que te traten bien, y la verdad es que siempre he pensado que aquella mujer me tiene cariño. No lo puedo evitar, soy un sentimental.
 Como respuesta, le guiñé un ojo y le dediqué mi mejor sonrisa, como de costumbre, o quizás no tan como de costumbre a juzgar por su respuesta:
 Veo que hemos tenido suerte, por fin te veo enamorado.
 Siempre aciertas. ¡Empiezo a creer que eres un poco bruja!
 Pero una bruja buena, ¡eh!
 Por supuesto, ¡la mejor de todas!
 Aquella mujer era sencillamente más tierna y cálida que el pan recién hecho. Convertía la más trivial de las conversaciones en un baño de humanidad al que era difícil resistirse. Sin ningún esfuerzo, consigue siempre arrancarme una sonrisa por pocas ganas que yo tenga. Hay que ser muy grande para hacer algo así.
 Ataqué la comida con decisión. Sin prisa pero sin pausa, me tragué un buen surtido de pastas, cremas, fresas con nata, helados…Todo lo que los médicos entienden como una alimentación sana y equilibrada. Después del atracón, pagué la cuenta dejando una generosa propina y decidí volver a subir para echarme un sueñecito.
 Al despertar era de noche. Miré el despertador, eran las diez pasadas. Por un momento pensé en ir a casa de la chica que había conocido la noche anterior, pero llegué a la conclusión de que era demasiado tarde, así que decidí seguir durmiendo. Cuando me volví a despertar eran las cinco de la madrugada . Sabía que no me podría volver a dormir. Me levanté e intenté pensar en algo que hacer. A la única conclusión a la que fui capaz de llegar fue que una acuciante necesidad mingitoria hacía recomendable dirigirse al lavabo. Pasé unas horas meditabundo (¿dónde había dejado la moto?), hasta que cuando fueron las nueve me dirigí a su casa. Tenía ganas de verla. Tenía una necesidad fisiológica de verla. Bueno, de hecho, tenía una necesidad de todos los tipos imaginables de verla de nuevo. Sin darme cuenta, estaba corriendo a toda velocidad, esquivando a los transeúntes. Al llegar, resoplaba agotado. Su portal estaba abierto. Subí corriendo las escaleras y llamé a su puerta. No tenía timbre. Tenía un picaporte, una de esas manos metálicas que golpeando un soporte provocan un ruido seco y duro. Piqué varias veces sin obtener respuesta. Cuando ya estaba a punto de irme decepcionado, se abrió la otra puerta del rellano y una viejecita arrugada y pequeñita se dirigió a mí:
 No insista, joven. Se han mudado.
 ¿Se han...? ¿No vive aquí una chica sola?
 Se han mudado insistió. Se despidieron ayer por la mañana y no dejaron dirección alguna. Lo siento.
 Perdone, creía que vivía una chica sola en este piso.
 Así es, vivía.
         Sin más, cerró la puerta dejándome allí estupefacto, sin entender nada y empezando a dudar de que algo de lo que me había pasado fuese real. 
         Bajé a la calle y me puse a andar. Estaba un poco aturdido, no sabía qué pensar, no había bebido tanto..., pero de repente crucé mi mirada con una risueña rubia y decidí seguirla. Algo me decía que valía la pena conocer a esa chica.

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