martes, 5 de mayo de 2015

Insomnio......Albert García Soler

Foto: www.freepik.es
Aquellas noches me estaba costando bastante conciliar el sueño. Apenas hacía diez días que Marta se había ido. La cama se me hacía inmensa. Me faltaba algo. Su presencia me era indispensable. La verdad es que se movía constantemente. Me había estado quejando durante años de sus frecuentes golpecitos, de cómo se apoderaba de la manta dejándome al descubierto... Lo que más me molestaba de todo era ese continuo, aunque leve ronquido que acompañaba su sueño. Ahora, en cambio, la ausencia de todas estas molestias se me hacía insoportable. Lo de ahora era mucho peor: ¡Estaba SOLO!
Empecé a elaborar estrategias para remediar la situación. Intenté pensar en fútbol para adormecer mi mente. La cosa no funcionó demasiado bien. La patética situación del Barça no hacía más que incrementar los motivos para la lamentación. Intenté trabajar más, apuntarme a un gimnasio, consumir tila y valerianas. Todo en vano. Ya sólo me quedaba el recurso de las pastillas o la anestesia general. Ésta había de ser la última estrategia. Llegó un momento en que si no acudía a remedios médicos terminaría por dar trabajo a un sepulturero. Así pues, antes de acabar literalmente muerto de sueño, sucumbí a mi arrogancia y decidí llamar al CAP para pedir hora. Milagrosamente, me dieron hora para aquella misma tarde
Hacía tanto tiempo que no iba al médico que ni siquiera conocía a mi galena. Apenas sabía su nombre. Cuando entré en la consulta me sorprendió bastante descubrir que era negra.
Me sentía absolutamente derrotado, muy pero que muy cansado. Le expliqué la situación, mi insomnio y mi “situación familiar” con todos los pormenores. Ella no dejaba de sonreír. Me dejó concluir el relato y dijo:
Necesitas algo para dormir, ¿no?
Sí contesté lacónicamente.
Bueno, o una nueva novia. Ja, ja, ja...
No pude evitar esbozar una sonrisa. Hacía días que no lo hacía.
¿Alguien en perspectiva? Mi sonrisa se tornó carcajada.
¡Me lo temía! Te recetaré unas capsulitas que seguro acaban con toda resistencia a Morfeo. Eso sí, no te las tomes todas juntas.
Definitivamente, me estaba riendo más de lo que esperaba. Sus chistes no eran muy buenos, pero siempre es agradable que alguien te sonría. Me dio la receta y alargó la mano. Se la estreché con fuerza, quizás demasiado a juzgar por la expresión de su cara. Torció un poco el gesto.
Bueno, veo que al menos no te faltan energías me dijo con otra sonrisa. Tómate una diez minutos antes de acostarte y ya verás cómo vas a dormir a pierna suelta. ¡Y con toda la manta para ti! Consiguió dibujarme una última sonrisa antes de despedirme con un sentido gracias.
Volví paseando hasta casa. No podía dejar de pensar en la doctora Costa, así se llama. Algo me decía que esta noche sí iba a dormir. Gracias a las pastillas, pero también gracias al soplo de vida que acababan de insuflarme en el CAP. Decidí cenar pronto, me tomé la capsula y, efectivamente, concilié un sueño reparador.
Me desperté tarde. Soy un maníaco de la puntualidad, pero saber que no llegaría a tiempo al trabajo no me importó nada. Apenas recordaba nada de mis sueños, pero por primera vez desde hacía mucho tiempo no me sentía cansado. Ya no notaba aquel agarrotamiento muscular generalizado. Me sentía de un ligero como no recordaba haberme sentido en años. Al mirarme en el espejo, me sorprendió la abierta sonrisa de un tipo encantadoramente feliz que no podía ser nadie más que yo.
Mientras desayunaba, empecé a recordar el sueño. Marta estaba presente en él. Lejos de entristecerme o de causarme dolor, me había dejado un buen sabor de boca. Me había servido para normalizar y desdramatizar las cosas. El sueño empezaba con Marta y yo tumbados en la cama. Marta se levantaba, se vestía y me daba un beso de despedida. Yo le preguntaba cuándo volvería. Ella respondía:
Nunca. Se inclinaba sobre mí y acercaba suavemente sus labios a mi frente.
Yo me volvía a dormir con una sonrisa y le deseaba que todo le fuera bien a modo de despedida. Entonces soñaba dentro del sueño que estaba jugando con una compañera de guardería, María. Fue mi primer amor, siempre que demos por sepultadas ciertas teorías freudianas como el complejo de Edipo que le inspiro un tal Sófocles.
Desde luego, el amor a los tres años es mucho más sencillo, por no decir más inteligente. Desgraciadamente, con los años nos volvemos cada vez más tontos y, lo que es peor, más arrogantes, cosa que nos impide poner remedio a esa adquirida estupidez.
Nada es tan complicado como para no poder comprenderlo a los tres años. En realidad, lo que lo embrolla es pretender entender lo que no necesita explicación. Las cosas son y punto: “Las cucarachas nacen, crecen, se reproducen y desaparecen”. Los humanos disfrutamos o padecemos existencias algo más elaboradas, pero tampoco tanto.
La marcha de Marta ya no me quitaba el sueño. Ya no estaba solo, me acompañaba un tipo al que estaba aprendiendo a apreciar: yo mismo. Me disponía a salir al mundo de nuevo, como tantas otras veces, pero en esta ocasión estaba dispuesto a volver a ser un niño de tres años.
Volviendo a la analogía de las cucarachas, no tiene sentido usar insecticidas si uno es una de ellas. Sería bueno sustituir el “vive y deja vivir” por el “vive y no te suicides”. Disfruta del Sol y de la lluvia, pero no te empapes hasta la pulmonía ni te quemes hasta desarrollar un sarcoma. No pretendas ser lo que sólo se puede sentir. Todo es tan sencillo como desaprender.
Salí a la calle con la pretensión de haber superado cualquier prejuicio. Apenas dados diez pasos, me topé con Marta. Me quedé paralizado. Ella me saludó efusivamente. Me dio dos besos. Se la notaba animada y contenta de verme. Yo, por mi parte, mucho hice con pronunciar un tímido y casi inaudible hola. Hablaba, más guapa que nunca, pero yo era incapaz de escuchar nada. Al final, se despidió con un abrazo al que yo apenas pude corresponder. La seguí con la vista hasta que desapareció torciendo una esquina. Seguía paralizado, me costaba respirar. Una lágrima surcaba mi mejilla. Estaba hecho polvo, toda mi recientemente adquirida fortaleza interior se desvanecía sin poder hacer nada para remediarlo. Me di media vuelta y volví a entrar en casa. Me tiré sobre la cama mirando al techo, como buscando ahí una respuesta.
Desde luego, me quedaba mucho por desaprender. Mi único consuelo era que pronto volvería a ver a la doctora Costa. Ahora sé que lo único que necesito es algún estimulo positivo para ir tirando. En mi caso es de tez oscura, viste una pulcra bata blanca y consigue hacerme soñar, aunque sea a base de capsulitas.

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