martes, 28 de octubre de 2014

El último delirio......David Cantos Alcalde

En la abrupta ladera de la montaña, como un monstruo deforme acurrucado contra el viento, se levantaba un pueblo cubierto por la bruma, como buscando protección contra la fría oscuridad de la noche prematura del invierno. Un hombre se hizo construir allí una casa donde retirarse y acoger, en las fechas señaladas, a la familia y los amigos. También allí se celebraban algunas reuniones de negocios que requerían de entornos más discretos de lo habitual, en los que, de vez en cuando, viejos colegas pudiesen reencontrarse para pulir las aristas de tratos no siempre transparentes. Más que acomodado, era rico, y los esfuerzos de toda una vida dedicada a la política le habían puesto en una posición confortable en el ámbito empresarial que, tiempo atrás, había cortejado. Abandonó los pasillos de las más altas instituciones públicas a tiempo y supo gestionar la agenda que le quedó, junto con un prestigio que bien le podría haber costado algún año de cárcel si la justicia hubiese sido, en ese país, algo más ciega. Ahora, viejo y cansado, envuelto por el rumor de las conversaciones de la familia y los juegos de los nietos, este hombre dormitaba ante un televisor encendido después de haber comido abundantemente. En su cabeza se confundían las percepciones borrosas de las noticias de una realidad cambiante con las ensoñaciones de la mente. 
         La razón se fue retirando con lentitud dejando paso al subconsciente. Dentro de ese duermevela, al principio placentero, empezaron a dibujarse espectros que anunciaban cuadros de muerte. Se vio en la mesa de su antiguo despacho mientras sentía como desde el fondo de su alma las primordiales atrocidades de un pasado animal se despertaban y emergían para combinase con imágenes de guerra y crímenes cotidianos. Violaciones, torturas agónicas, seres humanos consumidos por las privaciones y el terror, ejércitos formados por niños-soldado, explotación, usura y comercio de carne joven, de armas relucientes, de miradas de cristal estimuladas por drogas imposibles, asesinatos y suicidios desesperados sin saber cuál era la diferencia entre las dos formas de morir, pero siempre con sangre, mucha sangre, que se extendía lentamente, roja y espesa, sobre la superficie de una tierra sembrada de cadáveres. Hombres, mujeres y niños mezclados con vacas, cerdos y caballos de vientres hinchados por los gases de la putrefacción se amontonaban ante sus ojos. Unos lobos aparecieron de repente, rastreando nerviosos sobre el mar de muertos, buscando algo sin saber qué. Olfateaban con inquietud canina el aire. Escudriñaban con sus hocicos entre los cuerpos, arrancando la carne de miembros todavía calientes y sangrantes, masticando con ansia carnívora los tendones de algún músculo. El hombre, en su ensoñación, no supo si él mismo era cadáver o lobo, víctima o verdugo, y en la agonía de ese pensamiento un sobresalto de terror le despertó. Súbitamente un repentino pinchazo en el pecho le hizo incorporarse y tras unos segundos de contenido aliento vio frente a sí la alta y delgada figura de la Muerte.
         Durante los primeros segundos no hubo más movimiento que el de las motas de polvo en el aire calmo del espacio, hasta que la visión empezó a acercarse lentamente mostrándole la guadaña que habría de acabarlo todo, y el hombre, girando la cabeza sobre su hombro, pudo verse desplomado en el sillón, con los ojos y la boca abiertos, en un mudo y desesperado grito de muerte, mientras uno de sus hijos le agarraba por el cuello de la camisa intentando reanimar un cuerpo ya inerte. Pensó que aquello pudiera ser una prolongación del sueño. Un remolino dramático de caos argumental que le llevaba de la jauría de lobos famélicos a la presencia de la mismísima Muerte. Recordó sus lecturas juveniles, en las que ebrios de desesperación y locura, muchos poetas románticos habían pretendido su amistad o incluso amarla. Pero la Muerte es visitadora de todos y amiga de nadie. Y mucho menos amante. Se le presentó sin malicia ni compasión, vacía de sentimientos, a llevarse el último hálito de consciencia del que se asoma al abismo, con la indiferencia que le es propia a quién no forma parte de un juego absurdo y por el que no tiene interés. Guardará una pieza del tablero para siempre. Tal vez quede para sí, y le servía esto como un desesperado intento de imaginar cierta consolación en sus cuencas vacías, la candidez infantil de un niño que mira curioso a las hormigas sin comprenderlas. Lo más probable, sin embargo, es que observase la vida solamente como un fenómeno fortuito y sin sentido, que acaba como empezó, en soledad. Pero no. De repente, el hombre tuvo el último y definitivo instante de lucidez. No sería condenado ni salvado. Mientras ella estiraba los brazos para colocar el filo de la guadaña en su cuello, supo que la presencia de la misma Muerte, la escena final del drama de la existencia, no era más que el último delirio de su consciencia antes de entrar en la nada eterna, en la oscuridad del no ser infinito que nos precedió y nos seguirá.

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