Fragmentos de un diario del dolor existencial (IV)
Barcelona, Verano 1994
No, si al final va a resultar que el
dichoso amarre funcionó. Y yo que le decía a Juanma que muchas
gracias, pero que no me iba a enganchar al sujetador aquella bolsita
rosa ni loca, con ese olor que tiraba para atrás, tan agudo que
obstruía la nariz y llegaba hasta el paladar, tan fuerte que te
atafagaba y no te permitía ni pensar… “Si sólo es rosa y
canela, mujer, con una gotita de pachulí y otra de jazmín.” “No
te lo habrá dado la bruja, ¿eh?” “¡Ay, Sara!...” Pues mira
tú por dónde…
Bueno,
para empezar, debería confesar que partía con muchos temores; el
principal de ellos, no encontrarme a gusto contigo. ¡¿Cómo
puedo ser tan tonta?!...
Si hasta entonces estaba indecisa,
cuando en el Karma sentí tu mirada salvaje clavada en mi cuerpo,
supe que no había posible vuelta atrás, sino rendición
incondicional. Y tampoco deseaba otra cosa: no aguantaba más, me
moría de ganas de apretar mi boca contra la tuya, pero aguardé con
calma a que tú te acercaras, como si sólo en ese momento hubieras
sido capaz de adivinar en mis ojos suplicantes lo que anhelaba y por
fin me dieras gusto. Tus labios y los míos se unieron en besitos
primero dulces y suaves, después más pasionales. Tu lengua sabía
cómo moverse dentro de mi boca, meliflua e impetuosa. Y ya no eran
besos lo que me dabas, porque de pronto me clavaste los dientes: eran
mordiscos, mordiscos que dolían pero me gustaban. Dios, ¡cuánto
ansiaba que me mordieras así!
En el taxi me acariciaste con cariño,
con mucha ternura, por encima de la ropa. No sabes qué asombro me
causó notar de repente que estabas tocando mi piel desnuda, por
debajo de la camiseta, tu lengua deslizándose por mi cuello
estremecido, mmmh… Lograste ponerme la carne de gallina, una carne
que tenía hambre del tacto de las yemas de tus dedos, y tú no te
hiciste de rogar.
De
pronto, me faltaba el aire… Para mí, aquello supuso regresar a los
diecisiete años y sentir que levitaba como entonces, la primera vez
que probé las caricias de un hombre: me hubiera dejado hacer todo,
todo lo
que él quisiera…, y él se dio cuenta.
Lo demás fue puro éxtasis: la
descarga del deseo reprimido que ambos arrastrábamos desde el día
que nos conocimos, cuando me repasaste de arriba a abajo con la
mirada durante un buen rato, y yo me sentí como si me estuvieras
acariciando…
Recuerdo
la estúpida vergüenza que me invadió al abandonarme bajo tu
cuerpo, en la cama de los padres de Amelia... Tus manos presionaban
mis senos con fuerza (nada que ver con mi ex, que parecía que les
estuviera limpiando el polvo), esos senos que tanto te excitan, ahora
lo sé. Primero a través de la camiseta, pero me la levantaste con
urgencia y unos dedos fríos me palparon los pezones, que enseguida
se endurecieron. Rígidos y puntiagudos, te miraban con descaro,
sobrecogidos como mis ojos. Mientras tanto yo me restregaba contra
ti, cogiéndote fuerte, muy fuerte de ese culo macizo que tienes (¡y
tú lo sabes, sinvergüenza!). Entonces me quitaste la ropa, la
camiseta, el sujetador, y yo noté la frescura de la colcha contra la
espalda cuando te desabroché los pantalones —tú te peleabas con
los míos—, y te cogí ese animal salvaje que tienes entre las
piernas, ese animal que hoy tanto añoro… ¡Es una pasada! ¿Cuánto
te debe medir, diecinueve, veinte centímetros?... Me asusté al ver
que casi no lo podía abarcar entero con mi mano. Tú no dudaste un
segundo y con un movimiento vertiginoso, frenético, terminaste de
quitarme los tejanos y me arrancaste las braguitas de cuajo (no
sabía que pudieran romperse así, con esa facilidad,
que a la mañana siguiente tuve que pedirle unas a Amelia, ¡ya te
vale, mis preciosas bragas blancas de puntilla!). Y, de pronto, me
encontré desnuda —bueno, aún llevaba puestos los zapatos de
tacón—, entreabriéndome para ti. Entonces te agachaste y sentí
tu aliento abrasador en el interior de mis muslos, tu lengua… Y yo
cada vez jadeaba más alto, hasta que mis jadeos se tornaron gemidos,
mmmmh, y los gemidos gritos, y cada vez gritaba más… Nunca en la
vida había sentido tanto placer, nunca me habían hecho algo así.
Tú has sido el primero.
Hacía mucho calor. Recuerdo que me
agarraste del culo, lo apretaste con fuerza y casi lo levantaste,
colocándolo a tu altura. Cuando al fin me penetraste, tuviste que
notar por fuerza lo mojada que estaba… Y me estrujabas los pechos,
y después los pezones en punta con las yemas de tus dedos,
pellizcándomelos, como ya sabes que me gusta. Por un momento perdí
de vista la realidad: nada de soledad ni congoja, nada de
compromisos, malos rollos ni estupideces. Sólo aquella asombrosa
voluptuosidad introduciéndose en mi interior, oleadas de deliciosa
voluptuosidad que me atravesaban el vientre, el cuerpo entero, y
emergían por mi laringe en forma de alaridos. Las paredes internas
del pubis me empezaron a vibrar de puro deleite, en una especie de
hormigueo muy agudo, muy intenso: me estabas proporcionando un
orgasmo inaudito. Y tras unos instantes de completa pérdida de
conciencia —llegué a pensar que me había desmayado—, sentí un
gran desasosiego.
Porque después de haber llegado al
éxtasis, a la cumbre del placer, estaba regresando al triste mundo
real.
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