viernes, 11 de abril de 2014

Completa pérdida de conciencia......Jordi de Miguel

Fragmentos de un diario del dolor existencial (IV)

Habitación de mi casa
Barcelona, Verano 1994
         No, si al final va a resultar que el dichoso amarre funcionó. Y yo que le decía a Juanma que muchas gracias, pero que no me iba a enganchar al sujetador aquella bolsita rosa ni loca, con ese olor que tiraba para atrás, tan agudo que obstruía la nariz y llegaba hasta el paladar, tan fuerte que te atafagaba y no te permitía ni pensar… “Si sólo es rosa y canela, mujer, con una gotita de pachulí y otra de jazmín.” “No te lo habrá dado la bruja, ¿eh?” “¡Ay, Sara!...” Pues mira tú por dónde…
         Bueno, para empezar, debería confesar que partía con muchos temores; el principal de ellos, no encontrarme a gusto contigo. ¡¿Cómo puedo ser tan tonta?!...
         Si hasta entonces estaba indecisa, cuando en el Karma sentí tu mirada salvaje clavada en mi cuerpo, supe que no había posible vuelta atrás, sino rendición incondicional. Y tampoco deseaba otra cosa: no aguantaba más, me moría de ganas de apretar mi boca contra la tuya, pero aguardé con calma a que tú te acercaras, como si sólo en ese momento hubieras sido capaz de adivinar en mis ojos suplicantes lo que anhelaba y por fin me dieras gusto. Tus labios y los míos se unieron en besitos primero dulces y suaves, después más pasionales. Tu lengua sabía cómo moverse dentro de mi boca, meliflua e impetuosa. Y ya no eran besos lo que me dabas, porque de pronto me clavaste los dientes: eran mordiscos, mordiscos que dolían pero me gustaban. Dios, ¡cuánto ansiaba que me mordieras así!
         En el taxi me acariciaste con cariño, con mucha ternura, por encima de la ropa. No sabes qué asombro me causó notar de repente que estabas tocando mi piel desnuda, por debajo de la camiseta, tu lengua deslizándose por mi cuello estremecido, mmmh… Lograste ponerme la carne de gallina, una carne que tenía hambre del tacto de las yemas de tus dedos, y tú no te hiciste de rogar.
         De pronto, me faltaba el aire… Para mí, aquello supuso regresar a los diecisiete años y sentir que levitaba como entonces, la primera vez que probé las caricias de un hombre: me hubiera dejado hacer todo, todo lo que él quisiera…, y él se dio cuenta.
         Lo demás fue puro éxtasis: la descarga del deseo reprimido que ambos arrastrábamos desde el día que nos conocimos, cuando me repasaste de arriba a abajo con la mirada durante un buen rato, y yo me sentí como si me estuvieras acariciando…
         Recuerdo la estúpida vergüenza que me invadió al abandonarme bajo tu cuerpo, en la cama de los padres de Amelia... Tus manos presionaban mis senos con fuerza (nada que ver con mi ex, que parecía que les estuviera limpiando el polvo), esos senos que tanto te excitan, ahora lo sé. Primero a través de la camiseta, pero me la levantaste con urgencia y unos dedos fríos me palparon los pezones, que enseguida se endurecieron. Rígidos y puntiagudos, te miraban con descaro, sobrecogidos como mis ojos. Mientras tanto yo me restregaba contra ti, cogiéndote fuerte, muy fuerte de ese culo macizo que tienes (¡y tú lo sabes, sinvergüenza!). Entonces me quitaste la ropa, la camiseta, el sujetador, y yo noté la frescura de la colcha contra la espalda cuando te desabroché los pantalones —tú te peleabas con los míos—, y te cogí ese animal salvaje que tienes entre las piernas, ese animal que hoy tanto añoro… ¡Es una pasada! ¿Cuánto te debe medir, diecinueve, veinte centímetros?... Me asusté al ver que casi no lo podía abarcar entero con mi mano. Tú no dudaste un segundo y con un movimiento vertiginoso, frenético, terminaste de quitarme los tejanos y me arrancaste las braguitas de cuajo (no sabía que pudieran romperse así, con esa facilidad, que a la mañana siguiente tuve que pedirle unas a Amelia, ¡ya te vale, mis preciosas bragas blancas de puntilla!). Y, de pronto, me encontré desnuda —bueno, aún llevaba puestos los zapatos de tacón—, entreabriéndome para ti. Entonces te agachaste y sentí tu aliento abrasador en el interior de mis muslos, tu lengua… Y yo cada vez jadeaba más alto, hasta que mis jadeos se tornaron gemidos, mmmmh, y los gemidos gritos, y cada vez gritaba más… Nunca en la vida había sentido tanto placer, nunca me habían hecho algo así. Tú has sido el primero.
         Hacía mucho calor. Recuerdo que me agarraste del culo, lo apretaste con fuerza y casi lo levantaste, colocándolo a tu altura. Cuando al fin me penetraste, tuviste que notar por fuerza lo mojada que estaba… Y me estrujabas los pechos, y después los pezones en punta con las yemas de tus dedos, pellizcándomelos, como ya sabes que me gusta. Por un momento perdí de vista la realidad: nada de soledad ni congoja, nada de compromisos, malos rollos ni estupideces. Sólo aquella asombrosa voluptuosidad introduciéndose en mi interior, oleadas de deliciosa voluptuosidad que me atravesaban el vientre, el cuerpo entero, y emergían por mi laringe en forma de alaridos. Las paredes internas del pubis me empezaron a vibrar de puro deleite, en una especie de hormigueo muy agudo, muy intenso: me estabas proporcionando un orgasmo inaudito. Y tras unos instantes de completa pérdida de conciencia —llegué a pensar que me había desmayado—, sentí un gran desasosiego.
         Porque después de haber llegado al éxtasis, a la cumbre del placer, estaba regresando al triste mundo real.

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