Finalista del I Concurso Litteratura de Relato
Foto: Fritz Haber |
Las noches se llenan de fantasmas. Corren los soldados aliados por los campos de Langermarck, huyendo de la nube venenosa que estira el viento, vomitando sangre, torturados por las llagas que devoran ojos, bocas y gargantas. Los que mueren lo hacen después de horribles agonías, o vagando a tropezones, o entrampados en las alambradas, ciegos en tierra de nadie, bajo el fuego de las ametralladoras. De un tiempo para acá, un tren atraviesa de pronto sus sueños, arrastrando vagones donde se apretujan, desorientados y asustados y confiados, los judíos que desaparecerán en los campos de Auschwitz y Oranienburg. Tiene un olor dulzón el humo que sale por las chimeneas y es tanta la ceniza que alguien en Varsovia cree que nieva en abril.
Su padre, Fritz Haber, está en todas las pesadillas. Con su porte orgulloso y sus ojos chiquitos pero inquietos, en su impecable uniforme de capitán de los ejércitos de Guillermo II y jamás sin un cigarro en la boca, se le aparece supervisando la instalación de los miles de tubos llenos de cloro que serán vaciados sobre las trincheras enemigas. Un grupo de jóvenes se mueve obediente al ritmo de su obstinada dedicación; él nunca está seguro, pero cree reconocer a Otto Hahn y a Gustave Hertz revisando válvulas y anotando presiones, a veces sólo James Franck parece acompañarlo. "Un espectáculo maravilloso", exclama Fritz Haber, viendo al cloro tomar un color ocre bajo la luz de la tarde.
Su padre también se encarga de que el cianuro y el ácido se mezclen adecuadamente junto a las cámaras de concreto, y luego acerca su oreja a la pared para oír al gas silbando por las cañerías, abriéndose paso hacia las duchas donde esperan, hermanadas en un solo grito, las víctimas. Él, entonces, por alguna razón a salvo en medio de tantos horrores, busca en la mirada de su padre un rincón de humanidad: necesita saber si ese hombre que nació judío, aunque convertido oportunamente en luterano, era capaz de remordimiento.
Ni siquiera su muerte, en 1934, fue capaz de traerle paz; acaso sí una tregua frágil y arrinconada. La realidad ha sido testaruda y Fritz Haber será siempre el inventor de esos venenos. También es contradictoria: su padre supo antes transformar el nitrógeno del aire en amoniaco, y con éste se produjeron abonos para los agotados campos europeos, para salvar a mucha gente sumida en el hambre. Le concedieron el Premio Nobel de Química en 1918. Pero la síntesis del amoniaco, como parte de la fabricación de municiones y explosivos, permitió que Alemania pudiera afrontar la Primera Guerra Mundial; sin ella, y bloqueado el acceso al salitre chileno por los británicos, se habría rendido en menos de un año.
Toda su energía y su brillante inteligencia al servicio de la expansión militar e industrial de Alemania. Desarrollando armas químicas, su padre creyó que él solo sería capaz de ganar cualquier guerra que su país propusiera. Quiso ser para la nación el hijo más importante, quedando atrapado en un patriotismo casi delirante: finalizada la Gran Guerra, recorrió el Atlántico, desde Nueva York hasta Río de Janeiro, averiguando la posibilidad de extraer oro del océano y de esa manera ayudar a Alemania a cancelar la pesada indemnización reclamada por los vencedores. Para su padre, la gran causa alemana era sagrada aun cuando estuviera en manos de asesinos fascistas y racistas: si bien obligado a exilarse en 1933 por ser judío, jamás se atrevió a cuestionar las políticas del gobierno nazi.
La monstruosidad de una mente asombrosa al servicio de la muerte. Su madre, Clara, odió a su padre por eso y por la manera autoritaria de colocarse siempre por encima de ellos, del matrimonio y la familia; por destruir sin piedad un temple menos seguro de sí mismo, empujándolo a comprender que no tenía otra alternativa que morir. Y Clara lo hizo apuntando la pistola del marido a su pecho, desangrada en el jardín, en brazos de su hijo. Él tenía trece años y su padre dormía en el piso de arriba, después de una velada llena de elogios de los amigos, celebrando el primer ataque con gases tóxicos que conocieran los seres humanos. Esa mañana, su padre regresó puntualmente al frente de guerra para organizar un ataque contra los rusos.
Fue incapaz de odiarlo, le fue imposible abandonarlo.
Y, de pronto, las noches se llenaron de fantasmas. Él posee un gen del cual se vale la muerte para seducir a la inteligencia; él posee un nombre atado para siempre a los infiernos que planean los poderosos, a la insaciable crueldad de la gente. Y necesita vengar a los inocentes que faltan por sufrir.
Por eso, Hermann Haber, el único hijo de Clara Immerwahr y Fritz Haber, sabe que esta noche se quitará la vida.
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