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Foto: www.autopos.es |
Once más uno, el equipo de las risas
forzadas da un puntapié al balón pinchado. Comienza el partido.
Divisan en una mesa cercana a un chico
que las mira, un chico de su edad, andará por la mitad de los treinta, que las contempla
de la misma manera que observan los depredadores. Algunas piden chupitos. Sin
alcohol, no seas tonta, que un día es un día.
El chico, que ya llevaba tiempo
pensando, decide proponerles un juego. Para lo cual se coloca las gafas de
aviador, así pasa más inadvertido y le cuesta menos hablar. Que no se hagan las
tontas, ha notado que algunas le miran. Ellas escribirán en una servilleta el
nombre de las chicas que, para empezar, tomarían algo con él. Al mismo tiempo
él describiría a las chicas. Se pasarían los papeles. ¿Vale?... Qué fuerte, qué
fuerte, qué fuerte, pero en el fondo las entretiene y excita el juego. Entre
ellas tiene que haber una intermediaria, la chica del piercing y el tatuaje
alado, perfecto. La valiente del grupo. La candidata adecuada, ya se sabía.
Comienza el juego, las risas, las
miradas, los pelos teñidos, las gafas grandes, los aros, los cordones del chándal,
los tangas, el Nobel, los tirantes, las uñas pintadas, los lunares, las
zapatillas de marca, el azul y el rosa. La paciencia del chicle masticado.
Se intercambian los papeles. El chico
ha escogido a tres. Por su parte, ellas sólo han sido dos las que le han
elegido. Por descarte, al final sale la tímida del grupo. Les dejan solos y,
como cuando tenían quince años, se van a dar una vuelta y se sientan en un
banco. Ella no irá al trabajo, le harán la suplencia entre todas, total, la
encargada ha dado su consentimiento. En el parque, frases sin gracia,
desinfladas y disecadas como el plato de paella que había pedido alguien. Él
decide llevarla a su casa, al piso de su pareja, la pareja que no está en
casa.
Ella se desnuda, las copas de choni
brindando al aire, el sujetador de la noventa, casi cien. A él le encanta esa
lencería básica, hace que se quite el sujetador y se quede sólo con los
tirantes, marcando los pezones grandes y rosados. Se empiezan a besar, ella
observa las fotos de pareja, recuerda a su ex novio y los planes que tenían
juntos… y rompe a llorar. Es más joven, más ingenua, más de peluche y
estrellitas en el cielo. Él no puede seguir, se enternece a pesar de tener la
entrepierna a punto de disparar. La abraza, no sabe cómo pero la abraza. Es
absurdo, el juego de la ruleta rusa de barrio no puede acabar en un simple abrazo.
Le besa las lágrimas, lo intenta de nuevo pero ella no quiere, se echa para
atrás. Él mira hacia la ventana mientras ella se viste y se aleja por el fondo
del pasillo, el pasillo que todos los días permite que otra se marche a la
calle, al trabajo.
Y se cierra la puerta, él se dirige al
salón, se sienta y observa las fotos de los viajes de siempre, sin reconocer
lugares ni viajeros.
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