Foto: La ciudad de los niños perdidos, de Jean-Pierre Jeunet y M. Caro |
Agarra la mano de su hijo, del hijo de
doce años con melena rubia de paje real, pantalones caídos, zapatillas Vans
desabrochadas, calzoncillos largos de cuadros a la vista y sudadera de capucha.
El hijo agarra la bolsa de la tienda del Real Madrid. Es un domingo por la
mañana en la línea diez de metro. El niño habla al padre de jugadores, el padre
habla al niño de sus domingos por la mañana. Ninguno escucha al otro y parece
que se entienden felices con la mirada perdida, imaginando el uno cómo le
quedará la camiseta, y el otro, los ratos pasados en los parques.
Han llegado a
casa antes de tiempo, la madre no les
esperaba, no le ha dado tiempo a recoger, no tiene la comida hecha, a la calle,
ya os lo advertí, mínimo a las dos y media, comprad el periódico, el pan o lo que
sea pero fuera de aquí.
El padre y el niño están parados en el
pasillo. El niño da un paso, es un momento, sólo dejar la bolsa en la
habitación, mira, mamá, la camiseta que quería. Y la madre que no quería mirar,
que no quería coger la aspiradora, pulsar el botón de inicio y aspirar al hijo... Y el padre, congelado en el pasillo,
sigue recordando cuando le llamaban por el balcón, cuando ya estaba la casa
lista y podía subir con las manos sucias y las rodillas hechas un Cristo.
La madre se agacha para recoger la
bolsa de residuos:
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