lunes, 1 de diciembre de 2025

Sin salida......Luis Enrique Castro Kerdel*

Finalista del V Concurso Internacional Litteratura de Relato  

Foto: www.dephositphotos.com

En alguna medida, soy responsable de lo que me está sucediendo. Por bocón y confiado, supongo. Aquel día, cuando Rigoberto soltó aquella propuesta me sorprendí, pero nada dije. Trino sonrió y seguimos con nuestra conversa. Sin embargo, aquello quedó sembrado en nuestras cabezas. Yo sabía de gente que había entrado y salido del negocio de las drogas. La cuestión era no quedarse. Cuando Rigoberto nos trajo unas sambucas encendidas cortesía de la casa, Trino volvió a la carga. Quería estar seguro de haber escuchado bien, ¿era de verdad el diez por ciento del cargamento lo que pagarían por llevarlo hasta México? 

         Si el cargamento es de veinte millones de dólares, dos millones son para la mula, aclaró Rigoberto. Nadie ha querido hacerlo hasta ahora, se encogió de hombros y sonrió displicente. ¿Era una broma?, con él nunca se sabía. Trino había preguntado por un negocio para ganar mucho dinero de forma rápida, Rigoberto había contestado. Ya estaba por cuenta del mandadero ver cómo salía de México con su corte. Rigoberto, algo engreído, sin saber uno si era de nuevo guasa o no, insistió en que su jefe y socio tenía aquel negocio agarrado por los cachos. Nuestro amigo le abría restaurantes en Caracas a un enchufado del gobierno para lavar dinero. Eso lo habíamos escuchado, nos lo ratificó él mismo con su cara muy maciza durante aquel reencuentro. Incluso así, esa propuesta sonaba a demasiado. 
         Unos días pasaron, Trino y yo fuimos por un café. Él regresó a Caracas buscando formas de recuperarse económicamente. Durante estos últimos tiempos, había vivido de hippie en Playa Escondida, México, huyéndole al Covid. Se había dado cuenta de que no podía continuar así, necesitaba dinero. Acumulaba deudas y remordimientos por el tiempo malgastado. Yo intuía que aquella idea de Rigoberto ya le había germinado. Impulsivo y ambicioso, quizá hasta echaría la parada. Me tomé la libertad de comentar algunas ideas al aire, de un proyecto ficticio y, por supuesto, irrealizable.
          En caso de hacerse, era importante no permanecer en esa industria tan peligrosa, fue lo primero que le dije. Trino asintió, sólo sería para levantar un capital y después dedicarse a otra empresa, cualquier cosa menos drogas. A mi parecer, la llegada era el problema menor. Con tal de salir de Caracas junto a un combo de avionetas, se reducía el riesgo de ser intersectado. Además, las rutas y logística del narcotráfico estaban ya bastante trabajadas por el “Cartel de Soles” en Venezuela y sus múltiples socios en México. Eso lo había leído. El problema fundamental era salir de México con el dinero, sin ser robado ni asesinado.
          Seguí entonces divagando en voz alta, era un ejercicio mental que lograba también escuchar mi amigo. Negociar la ruta y aterrizar cerca de Playa Escondida me parecía lo más lógico. Quizás pidieran un descuento, quién sabe, lo valía, conocer la zona para mi amigo ayudaba un montón. Un primo de Trino había abierto un pequeño restaurante al borde de la playa, me lo había contado hacía poco, podría irlo a buscar. Aterrizar en alguna carretera solitaria y quemar la avioneta después era el siguiente paso, lo había revisado ya en Google. Trino se había dejado algunas artesanías sin valor, sus cuadros, ropa sucia y dos tablas de surf en Playa Escondida. Tendría la excusa perfecta: venía a recoger sus cosas, pagar deudas y despedirse para siempre. Con sus habilidades manuales y su ingenio, rellenaría todos esos objetos de billetes verdes, incluyendo las dos tablas de surf. Habría ya obtenido un pasaporte nuevo, razón por la que había tenido que salir de México y regresar a Venezuela. Después de despedirse de Playa Escondida, bajaría hasta Colombia. 
       Con calma, haría escalas en playas para surfear y fumar monte. Mientras más hippie, come flor y apestoso pareciera, mejor para el éxito de aquel proyecto. ¿Quién sospecharía de él con una facha así?... Si había que mojar la mano durante el trayecto, lo haría, al fin y al cabo, tenía efectivo de sobra para hacerlo. Estuvimos de acuerdo en incluirlo como costos asociados. Ya en Colombia, cruzaría la frontera por tierra, como lo había hecho unas semanas atrás, quedándose en las haciendas en Táchira de sus parientes del lado venezolano. Nadie preguntaría al verlo regresar tan pronto, peores cosas habían visto por esos lados y nadie había hablado nunca. Una vez en Caracas, habría llegado al paraíso. Todo aquí se compra y se vende con maletas de dólares en efectivo.
          Ese disparate hasta se me olvidó. Trino desapareció poco después y yo de nuevo me sumergí en mi vida de no saber qué hacer con mi vida.

Ayer me invitaron a almorzar Rigoberto y él. Después del postre, Rigoberto se excusó y fue a atender a un magistrado de esta ex república. Trino aprovechó para pedirme que lo acompañara, quería mostrarme algo. Me pareció un poco extraño, Rigoberto era el dueño del local, no Trino. Atravesamos algunos pasillos, llegamos a lo que suponía era la oficina de Rigoberto, donde dormía sus siestas y saciaba con prepagos sus otros apetitos. Abrió una puerta blindada con un código de barras. Apestaba a cerrado y a sudor etílico. En una esquina, reposaban lo que parecían ser dos espinazos de tablas de surf; en el suelo, yacían pedazos de cerámicas estrelladas, ropas arrugadas y hasta arena de playa. Sobre el escritorio y en sus alrededores, el botín: paquetes de billetes del tío Sam desparramándose como el agua. Trino sonrió.

Quedé boquiabierto, hacía diez años, estos dos mocosos aprendían a cocinar conmigo en una escuela de gastronomía, hoy no los reconocía. Regresamos a la mesa, Rigoberto nos esperaba con un frasco de ron añejo. Lo demás fueron detalles de aquella odisea, mientras yo me preguntaba qué diablos hacía escuchando todo aquello. Cuando Rigoberto fue al baño, le comenté a Trino: “Acuérdate, ya entraste, ahora debes salir”. Temía por mi amigo. A Rigoberto lo di por perdido desde nuestro reencuentro, hacía un poco más de un mes. No debía preocuparme, insistió Trino. Quería darme un regalo por haberlo ayudado. Yo no entendía a que se refería. Semanas atrás, apenas comenté cuatro tonterías sin pies ni cabeza sobre una locura digna de película de narcotraficantes.
Cuando Rigoberto regresó, me dijo algo que me heló la sangre: “Ahora Trino trabaja para mi jefe”. Movió en círculos los hielos del trago, se chupó los dedos con parsimonia, levantó el vaso y me vio a los ojos: “Y tú también, compañero”.        


* Nació en 1969 en Caracas (Venezuela). Es economista, con experiencia laboral en empresas transnacionales y negocios, y escritor. Participó en el taller literario Imago Mundi (Caracas, 2011). Obtuvo el Segundo Premio del V Concurso internacional de escritura de la Biblioteca de Shanghái por “Mis estudiantes me enseñan China (“学生教我看中国”)” (Shanghái, 2018), quedó finalista del Premio Glamour de Relato Corto, publicado en la “Antología de Relatos Cortos Premio Glamour 2019” (Torremolinos), y también ha publicado un microrrelato en la Revista digital “La Sirena Varada” (XX Edición, junio de 2020, Editorial Dreamers, México). Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.

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