Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
En
alguna medida, soy responsable de lo que me está sucediendo. Por
bocón y confiado, supongo. Aquel día, cuando Rigoberto soltó
aquella propuesta me sorprendí, pero nada dije. Trino sonrió y
seguimos con nuestra conversa. Sin embargo, aquello quedó sembrado
en nuestras cabezas. Yo sabía de gente que había entrado y salido
del negocio de las drogas. La cuestión era no quedarse. Cuando
Rigoberto nos trajo unas sambucas encendidas cortesía de la casa,
Trino volvió a la carga. Quería estar seguro de haber escuchado
bien, ¿era de verdad el diez por ciento del cargamento lo que
pagarían por llevarlo hasta México?
Si
el cargamento es de veinte millones de dólares, dos millones son
para la mula, aclaró Rigoberto. Nadie ha querido hacerlo hasta
ahora, se encogió de hombros y sonrió displicente. ¿Era una
broma?, con él nunca se sabía. Trino había preguntado por un
negocio para ganar mucho dinero de forma rápida, Rigoberto había
contestado. Ya estaba por cuenta del mandadero ver cómo salía de
México con su corte. Rigoberto, algo engreído, sin saber uno si era
de nuevo guasa o no, insistió en que su jefe y socio tenía aquel
negocio agarrado por los cachos. Nuestro amigo le abría restaurantes
en Caracas a un enchufado del gobierno para lavar dinero. Eso lo
habíamos escuchado, nos lo ratificó él mismo con su cara muy
maciza durante aquel reencuentro. Incluso así, esa propuesta sonaba
a demasiado.
Unos
días pasaron, Trino y yo fuimos por un café. Él regresó a Caracas
buscando formas de recuperarse económicamente. Durante estos últimos
tiempos, había vivido de hippie en Playa Escondida, México,
huyéndole al Covid. Se había dado cuenta de que no podía continuar
así, necesitaba dinero. Acumulaba deudas y remordimientos por el
tiempo malgastado. Yo intuía que aquella idea de Rigoberto ya le
había germinado. Impulsivo y ambicioso, quizá hasta echaría la
parada. Me tomé la libertad de comentar algunas ideas al aire, de un
proyecto ficticio y, por supuesto, irrealizable.
En
caso de hacerse, era importante no permanecer en esa industria tan
peligrosa, fue lo primero que le dije. Trino asintió, sólo sería
para levantar un capital y después dedicarse a otra empresa,
cualquier cosa menos drogas. A mi parecer, la llegada era el problema
menor. Con tal de salir de Caracas junto a un combo de avionetas, se
reducía el riesgo de ser intersectado. Además, las rutas y
logística del narcotráfico estaban ya bastante trabajadas por el
“Cartel de Soles” en Venezuela y sus múltiples socios en México.
Eso lo había leído. El problema fundamental era salir de México
con el dinero, sin ser robado ni asesinado.
Seguí
entonces divagando en voz alta, era un ejercicio mental que lograba
también escuchar mi amigo. Negociar la ruta y aterrizar cerca de
Playa Escondida me parecía lo más lógico. Quizás pidieran un
descuento, quién sabe, lo valía, conocer la zona para mi amigo
ayudaba un montón. Un primo de Trino había abierto un pequeño
restaurante al borde de la playa, me lo había contado hacía poco,
podría irlo a buscar. Aterrizar en alguna carretera solitaria y
quemar la avioneta después era el siguiente paso, lo había revisado
ya en Google. Trino se había dejado algunas artesanías sin valor,
sus cuadros, ropa sucia y dos tablas de surf en Playa Escondida.
Tendría la excusa perfecta: venía a recoger sus cosas, pagar deudas
y despedirse para siempre. Con sus habilidades manuales y su ingenio,
rellenaría todos esos objetos de billetes verdes, incluyendo las dos
tablas de surf. Habría ya obtenido un pasaporte nuevo, razón por la
que había tenido que salir de México y regresar a Venezuela.
Después de despedirse de Playa Escondida, bajaría hasta Colombia.
Con
calma, haría escalas en playas para surfear y fumar monte. Mientras
más hippie, come flor y apestoso pareciera, mejor para el éxito de
aquel proyecto. ¿Quién sospecharía de él con una facha así?...
Si había que mojar la mano durante el trayecto, lo haría, al fin y
al cabo, tenía efectivo de sobra para hacerlo. Estuvimos de acuerdo
en incluirlo como costos asociados. Ya en Colombia, cruzaría la
frontera por tierra, como lo había hecho unas semanas atrás,
quedándose en las haciendas en Táchira de sus parientes del lado
venezolano. Nadie preguntaría al verlo regresar tan pronto, peores
cosas habían visto por esos lados y nadie había hablado nunca. Una
vez en Caracas, habría llegado al paraíso. Todo aquí se compra y
se vende con maletas de dólares en efectivo.
Ese
disparate hasta se me olvidó. Trino desapareció poco después y yo
de nuevo me sumergí en mi vida de no saber qué hacer con mi vida.
Ayer
me invitaron a almorzar Rigoberto y él. Después del postre,
Rigoberto se excusó y fue a atender a un magistrado de esta ex
república. Trino aprovechó para pedirme que lo acompañara, quería
mostrarme algo. Me pareció un poco extraño, Rigoberto era el dueño
del local, no Trino. Atravesamos algunos pasillos, llegamos a lo que
suponía era la oficina de Rigoberto, donde dormía sus siestas y
saciaba con prepagos sus otros apetitos. Abrió una puerta blindada
con un código de barras. Apestaba a cerrado y a sudor etílico. En
una esquina, reposaban lo que parecían ser dos espinazos de tablas
de surf; en el suelo, yacían pedazos de cerámicas estrelladas,
ropas arrugadas y hasta arena de playa. Sobre el escritorio y en sus
alrededores, el botín: paquetes de billetes del tío Sam
desparramándose como el agua. Trino sonrió.
Quedé
boquiabierto, hacía diez años, estos dos mocosos aprendían a
cocinar conmigo en una escuela de gastronomía, hoy no los reconocía.
Regresamos a la mesa, Rigoberto nos esperaba con un frasco de ron
añejo. Lo demás fueron detalles de aquella odisea, mientras yo me
preguntaba qué diablos hacía escuchando todo aquello. Cuando
Rigoberto fue al baño, le comenté a Trino: “Acuérdate, ya
entraste, ahora debes salir”. Temía por mi amigo. A Rigoberto lo
di por perdido desde nuestro reencuentro, hacía un poco más de un
mes. No debía preocuparme, insistió Trino. Quería darme un regalo
por haberlo ayudado. Yo no entendía a que se refería. Semanas
atrás, apenas comenté cuatro tonterías sin pies ni cabeza sobre
una locura digna de película de narcotraficantes.
Cuando
Rigoberto regresó, me dijo algo que me heló la sangre: “Ahora
Trino trabaja para mi jefe”. Movió
en círculos los hielos del trago, se chupó los dedos con
parsimonia, levantó el vaso y me vio a los ojos: “Y
tú
también, compañero”.
*
Nació
en 1969 en Caracas (Venezuela). Es economista, con experiencia
laboral en empresas transnacionales y negocios, y escritor. Participó en
el
taller literario Imago Mundi (Caracas, 2011). Obtuvo el Segundo
Premio del V Concurso internacional de escritura de la Biblioteca de
Shanghái por “Mis estudiantes me enseñan China (“学生教我看中国”)”
(Shanghái, 2018), quedó
finalista
del Premio Glamour de Relato Corto, publicado en la “Antología de
Relatos Cortos Premio Glamour 2019” (Torremolinos), y también ha
publicado
un microrrelato en la Revista digital “La Sirena Varada” (XX
Edición, junio de 2020, Editorial Dreamers, México). Finalista
del V
Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.
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