Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
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Foto: Moisés Arias, Antiguo Cementerio Municipal de Santo Domingo |
Al pie de la pequeña colina, el hombre se recolocó el alzacuellos hasta fijarlo de un modo adecuado. Le invadió la sensación de que necesitaría aferrarse a él aquella tarde. Empezó a subir después de haberse permitido resoplar a modo de tímida queja. Aquello también formaba parte de la misión encomendada por el altísimo. A partir de la mitad del ascenso, le entorpecieron el camino unas cruces blancas clavadas al suelo. Era imposible evitarlas porque rodeaban la cima donde se encontraba la casa que iba a visitar. La gran mayoría del final del trayecto lo tuvo que caminar de perfil para esquivar las aspas de las cruces.
Antes
de llamar a la puerta, se santiguó. Sin ningún tipo de duda,
acababa de pisar sobre un montón de tumbas y lo debería hacer de
nuevo a su regreso. Esa fue la manera de disculparse y presentar
respetos. Alisó la camisa negra y los pantalones a juego, estirando
la tela con las palmas de las manos y, cuando se disponía a tocar el
timbre, una mujer de mediana edad abrió la puerta.
—Hola,
padre. Pase y tome asiento en la mesa del salón.
Allí
encontró una mesa de madera en el centro, acompañada por cuatro
sillas y un único sillón en una de las esquinas. Le llamó la
atención que no hubiera ningún televisor. En su lugar, una librería
de varias baldas de altura poblaba una de las paredes. A esas
alturas, era complicado visitar a alguien así. Recorrió los lomos
de los libros y no leyó ni un solo título que hiciera referencia al
catolicismo. Si no se trataba de una mujer creyente, ¿qué estaba
haciendo él allí?
Ambos
se sentaron, uno enfrente del otro. Adivinó que muchos pensamientos
corrían por la cabeza de ella, aunque fue incapaz de descifrar
ninguno. La presencia de la mujer le intimidaba, sentía que
analizaba en silencio cada uno de sus movimientos. Tuvo que
recolocarse en la silla. Estaba incómodo.
—Me
parece curioso que tengas tantos familiares en tu jardín.
—No
todos lo fueron —aclaró ella.
—Entiendo.
En
realidad, no entendía nada de aquella situación. Tampoco parecía
que la anfitriona tuviera ganas de continuar la conversación. Si no
se iba a tratar el tema que los había reunido, allí sólo habría
silencio y respuestas cortas.
—¿Por
qué me has hecho llamar? —preguntó
el sacerdote.
—Voy
a matar a un hombre cuando llegue la noche.
El
hombre dio un respingo ante la apatía con la que la mujer pronunció
aquellas palabras tan crudas.
—¿Y
qué pinto yo en esto?
—Lo
he llamado para que me intente convencer de que no lo haga.
El
pulso se le aceleró. Nunca había tenido entre las manos las
esperanzas de salvar una vida humana. En pocos segundos, se persuadió
a sí mismo de que haría lo que pudiera. En cualquier caso, su
conciencia quedaría tranquila. La posible sangre derramada no le
mancharía a él.
—Para
ello, primero tengo que conocer el porqué del asesinato y, a partir
de ahí, podremos razonar.
—Lo
voy a hacer por libertad.
—¿Por
libertad?... Ese no es motivo suficiente para quitar una
vida. No debería serlo. Hay otros modos de luchar por ella.
—Ya
se ha intentado por otros medios y muchas como yo han muerto por el
camino, y los asesinos tenían causas menos nobles.
Al
percibir la mirada decidida de ella, el sacerdote sacó del bolsillo
una pequeña Biblia que siempre llevaba consigo. «Error», pensó
ella. Entre esas páginas sólo hallaría palabras de abnegación y
sumisión. Nada que fuera a convencerla de no hacerlo. Pésima
elección.
Tras
escuchar unos cuantos versículos que, tal y como imaginaba, no
sirvieron para abortar la misión, la mujer miró por la ventana del
salón desde su asiento.
—Lo
siento, padre, no ha sido capaz de encontrar ningún argumento
sólido.
—Lamento
mucho
por
la víctima no haberlo conseguido.
—Lo
sé.
Una
vez aceptó que aquel hombre no iba a disuadirla, sacó la pistola de
debajo de la mesa. En unos pocos minutos, habría otra cruz blanca en
el jardín.
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Alejandro Manzano Romera |
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