Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
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Foto: P-KDmitry, Niña con rifle guarda su casa (dephositphotos.com) |
Cuando
era pequeña, pasábamos las Navidades en el pueblo con mi tía.
Amanecíamos todas las primas en un mismo cuarto, dos o tres en cada
cama, inocentes y felices por la novedad y la expectación. Mi tío
Rafael nos despertaba con el crujir de sus botas altas y engrasadas:
al amanecer se presentaba en la habitación y nos zarandeaba para que
despabiláramos. Sentadas en la cama, con los pelos tiesos y los ojos
legañosos, le oíamos hacer planes para el día y alimentar la
excitación. Traía una caja de mantecados y una botella de anís,
que vertía en una minúscula copa y nos la daba a probar: ni
siquiera un sorbo, solo mojar los labios. Al final de la ronda, la
copita estaba casi intacta. Mi tía le reñía:
—No
le des eso a las niñas, que es muy fuerte y son muy chicas todavía.
—Que
se acostumbren, que el anís es el sabor de la Navidad —respondía
él con entusiasmo.
Luego
nos repartía un polvorón a cada una, que terminaba llenando de
migajas la cama. Nos anunciaba los planes del día y cantaba
villancicos marcando el ritmo con la botella. Repetía siempre los
mismos para que aprendiéramos y le acompañáramos a coro en la
cena.
Recuerdo
muy bien que esa Navidad nos propuso hacer buñuelos y rosquillas
para la noche. Cuando salimos del cuarto, toda la casa olía a
aceite: mi tía ya tenía el chocolate caliente con pan frito
espolvoreado con azúcar para el desayuno. Nunca más he podido
volver a comer pan frito en mi vida. Daba pena neutralizar el gustoso
sabor de regaliz que dejaba el anís en la boca, especialmente porque
era algo prohibido para niñas de 6 y 9 años.
En
cuanto desayunamos, fuimos al campo en mulos a recoger cortezas,
ramas y piedrecitas de colores para montar un belén en el comedor.
Al volver a casa, todavía excitadas por el viaje, empezamos a jugar
a montar un pesebre con cortezas, rodeado de grandes y pequeñas
piedras que simulaban montañas y ramitas que hacían las veces de
árboles. Hacíamos un río con un largo trozo de papel azul de
envolver, poníamos trizas de algodón para simular la nieve y mi tío
remataba la obra colocando las tres figuras de barro de cada año.
Después del almuerzo, los mayores se sentaron junto al fuego de la
chimenea a contar historias y las niñas nos dedicamos a jugar, a
zascandilear por la vivienda. Era una casa grande de pueblo; el techo
de vigas de madera, de dos plantas, un gran corral y muchas
habitaciones. Íbamos de cuarto en cuarto a probarnos vestidos de una
y otra, inventando cuentos.
La
habitación del tío Rafael estaba prohibida: siempre cerrada con
llave. Nunca hicimos por abrirla, pero ese día, al pasar la rozamos
y cedió ligeramente. Estaba abierta y era una tentación demasiado
grande como para no aprovecharla y curiosear. La cama de matrimonio
presidía la estancia y, en la pared de enfrente, había un hueco
para una puerta sólo cubierto con una cortina. Pensamos que era un
vestidor. Entramos a hurtadillas y nos quedamos boquiabiertas: las
paredes del pequeño cuarto estaban forradas de escopetas y de
cananas llenas de cartuchos y balas. Mi tío era guarda forestal,
pero nunca pensamos que tuviera que llevar armas por su trabajo. Y
menos, encontrar ese arsenal.
—¡Cuántas
escopetas! ¿Para qué tantas?
—¡Están
brillantes! ¿Y si las cogemos?...
Mi
hermana mayor cogió la primera, le siguió mi prima Emilia y después
todas las demás. Una vez pasado el pudor de entrar a hurtadillas en
el santuario prohibido, nos asombramos de lo pesadas que eran y lo
difícil que era abrirlas: apenas podíamos hacerlo entre dos.
Jugamos a que unas apuntaban y otras se escondían en el armario, o
bajo la cama. Emilia cargó una y empezó a jugar a que disparaba a
su hermana Isabel…, cuando se le disparó el arma de verdad ¡y le dio en
la cara! La escopeta rebotó al caer y todas nos quedamos congeladas
por el estruendo. Isabel se posó inerte sobre la cama, empapada en
sangre.
A
partir de ese momento, todo pasó a cámara lenta, como si fuera un
sueño o una pesadilla. Gritos de los mayores, manos alzadas de
espanto, niñas rígidas apartadas a empujones para ir hacia la cama,
mi tío recogiendo las armas, mi primo que sale corriendo a llamar a
un vecino que tenía coche.
—¡Isabel,
Isabel! —gritaba
mi tía, desesperada.
Nos
sacaron a todas las niñas del cuarto y nos sentamos circunspectas en
el comedor, tratando de imaginar qué harían con nosotras, qué
horrible castigo nos esperaba y, muy vagamente, si volveríamos a ver
a Isabel o si se habría muerto.
Mi
primo tardó una eternidad en venir con el vecino, que tenía los
ojos como platos:
—Venga,
vamos, rápido, no te preocupes por nada. No importa que se manche
—decía
el hombre a mi tío, que llevaba en brazos a Isabel para montarla en
el asiento trasero del coche.
Mi
tía también se fue con ellos. Y con nosotros se quedó un inmenso
silencio, el vacío y la desolación. Mi madre llorando y cambiando
la ropa de la cama, y mi padre sentado junto a nosotras, se cogía la
cabeza entre las manos, mirando el suelo. El día fue largo y
pesado. Mirábamos el belén y las lágrimas nos rodaban por la cara.
No nos atrevíamos a hacer ruido ni para llorar. No recuerdo si
cenamos aquella noche. Sólo sé que nuestra falta fue tan grande que
ni siquiera nos castigaron. No hacía falta. Nunca fue más verdad
aquello de que en el pecado está la penitencia.
Mi
tío volvió al día siguiente y dijo que habían operado a Isabel de
urgencia en el hospital, pero al menos estaba viva, de momento. La
bala le entró y salió por la mejilla y parece que no afectó a nada
importante. Eso sí, su cara quedó desfigurada para siempre. El tiro
entró y salió por la mejilla.
Desde
entonces, Navidad es sinónimo de espanto, de dolor y de culpa. Pero
lo que yo sienta no importa, sino la jugada que la vida le había
hecho a Isabel.
Cuando
volvimos al siguiente año estaba callada, distraída, como en su
mundo. Ya no era la niña divertida y desenfadada de siempre. Podría
decir que en sólo un año había vivido un lustro o, por el
contrario, que media vida se esfumó con aquel disparo. Rehusaba
jugar a todo lo que le proponíamos y sus padres, protegiéndola, nos
decían que la dejáramos tranquila. Los adultos hablaban en voz
baja, susurrando. Poco a poco, la fuimos dejando de lado, pensábamos
que estaba traumatizada por el impacto, que no aceptaba su nuevo
rostro, que le habría afectado el tiro a algún punto de la cabeza y
por eso estaba tan rara.
Varias
Navidades después, cuando yo tenía ya diecisiete años, pasamos las
últimas Navidades juntos. Recuerdo que mientras mi madre y mi tía
preparaban la cena en la cocina, Emilia me llevó a su cuarto y se
confesó.
—Yo no puedo más. No soporto vivir cada día con el peso de la culpa,
con su ausencia, con el silencio de mis padres. Nunca se habla de lo
que pasó, ¡nunca se habla de nada!
—Tú
no tuviste la culpa —traté
de consolarla—,
fue un juego que salió mal.
No
podía imaginarme su sufrimiento. Tuvo que ser insoportable, porque
el día de Navidad la encontraron sus padres, morada, sin vida,
colgada de una viga del cuarto de las armas.
* Nacio en 1962 en Olvera, Cádiz, pero desde los 4 años vive en Dos
Hermanas, Sevilla. Estudió Periodismo en Sevilla, ya casada,
trabajando y con dos hijos, aunque cuando terminó tenía cuatro.
Actualmente, está divorciada. Trabajó como funcionaria de la Junta
de Andalucía en distintas consejerías durante 34 años y ya está
retirada. Le gustó siempre la literatura y siempre escribió para ella.
Desde hace unos años, a raíz de una crisis personal, empezó a
escribir un blog -elriorosablog-, que aún mantiene.
Recientemente, unos cursos de escritura creativa le motivaron a
escribir relatos. Últimamente pasa largas temporadas en Burdeos (Francia) y viajando todo lo que puede, otra de sus pasiones. A nosotros nos recuerda al viejo bardo T. S. Eliot: "Leer hasta entrada la noche y, en invierno, viajar al Sur". Finalista
del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.
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