lunes, 22 de septiembre de 2025

Dulce Navidad......Rosario González Ríos*

Finalista del V Concurso Internacional Litteratura de Relato  

Foto: P-KDmitryNiña con rifle guarda su casa (dephositphotos.com)

Cuando era pequeña, pasábamos las Navidades en el pueblo con mi tía. Amanecíamos todas las primas en un mismo cuarto, dos o tres en cada cama, inocentes y felices por la novedad y la expectación. Mi tío Rafael nos despertaba con el crujir de sus botas altas y engrasadas: al amanecer se presentaba en la habitación y nos zarandeaba para que despabiláramos. Sentadas en la cama, con los pelos tiesos y los ojos legañosos, le oíamos hacer planes para el día y alimentar la excitación. Traía una caja de mantecados y una botella de anís, que vertía en una minúscula copa y nos la daba a probar: ni siquiera un sorbo, solo mojar los labios. Al final de la ronda, la copita estaba casi intacta. Mi tía le reñía:

          —No le des eso a las niñas, que es muy fuerte y son muy chicas todavía.
          —Que se acostumbren, que el anís es el sabor de la Navidad respondía él con entusiasmo.
          Luego nos repartía un polvorón a cada una, que terminaba llenando de migajas la cama. Nos anunciaba los planes del día y cantaba villancicos marcando el ritmo con la botella. Repetía siempre los mismos para que aprendiéramos y le acompañáramos a coro en la cena. 
          Recuerdo muy bien que esa Navidad nos propuso hacer buñuelos y rosquillas para la noche. Cuando salimos del cuarto, toda la casa olía a aceite: mi tía ya tenía el chocolate caliente con pan frito espolvoreado con azúcar para el desayuno. Nunca más he podido volver a comer pan frito en mi vida. Daba pena neutralizar el gustoso sabor de regaliz que dejaba el anís en la boca, especialmente porque era algo prohibido para niñas de 6 y 9 años.
          En cuanto desayunamos, fuimos al campo en mulos a recoger cortezas, ramas y piedrecitas de colores para montar un belén en el comedor. Al volver a casa, todavía excitadas por el viaje, empezamos a jugar a montar un pesebre con cortezas, rodeado de grandes y pequeñas piedras que simulaban montañas y ramitas que hacían las veces de árboles. Hacíamos un río con un largo trozo de papel azul de envolver, poníamos trizas de algodón para simular la nieve y mi tío remataba la obra colocando las tres figuras de barro de cada año. Después del almuerzo, los mayores se sentaron junto al fuego de la chimenea a contar historias y las niñas nos dedicamos a jugar, a zascandilear por la vivienda. Era una casa grande de pueblo; el techo de vigas de madera, de dos plantas, un gran corral y muchas habitaciones. Íbamos de cuarto en cuarto a probarnos vestidos de una y otra,  inventando cuentos.
          La habitación del tío Rafael estaba prohibida: siempre cerrada con llave. Nunca hicimos por abrirla, pero ese día, al pasar la rozamos y cedió ligeramente. Estaba abierta y era una tentación demasiado grande como para no aprovecharla y curiosear. La cama de matrimonio presidía la estancia y, en la pared de enfrente, había un hueco para una puerta sólo cubierto con una cortina. Pensamos que era un vestidor. Entramos a hurtadillas y nos quedamos boquiabiertas: las paredes del pequeño cuarto estaban forradas de escopetas y de cananas llenas de cartuchos y balas. Mi tío era guarda forestal, pero nunca pensamos que tuviera que llevar armas por su trabajo. Y menos, encontrar ese arsenal.
          —¡Cuántas escopetas! ¿Para qué tantas?
          —¡Están brillantes! ¿Y si las cogemos?...
         Mi hermana mayor cogió la primera, le siguió mi prima Emilia y después todas las demás. Una vez pasado el pudor de entrar a hurtadillas en el santuario prohibido, nos asombramos de lo pesadas que eran y lo difícil que era abrirlas: apenas  podíamos hacerlo entre dos. Jugamos a que unas apuntaban y otras se escondían en el armario, o bajo la cama. Emilia cargó una y empezó a jugar a que disparaba a su hermana Isabel…, cuando se le disparó el arma de verdad ¡y le dio en la cara! La escopeta rebotó al caer y todas nos quedamos congeladas por el estruendo. Isabel se posó inerte sobre la cama, empapada en sangre. 
          A partir de ese momento, todo pasó a cámara lenta, como si fuera un sueño o una pesadilla. Gritos de los mayores, manos alzadas de espanto, niñas rígidas apartadas a empujones para ir hacia la cama, mi tío recogiendo las armas, mi primo que sale corriendo a llamar a un vecino que tenía coche. 
          —¡Isabel, Isabel! gritaba mi tía, desesperada.
         Nos sacaron a todas las niñas del cuarto y nos sentamos circunspectas en el comedor, tratando de imaginar qué harían con nosotras, qué horrible castigo nos esperaba y, muy vagamente, si volveríamos a ver a Isabel o si se habría muerto. 
          Mi primo tardó una eternidad en venir con el vecino, que tenía los ojos como platos:
          —Venga, vamos, rápido, no te preocupes por nada. No importa que se manche decía el hombre a mi tío, que llevaba en brazos a Isabel para montarla en el asiento trasero del coche.
          Mi tía también se fue con ellos. Y con nosotros se quedó un inmenso silencio, el vacío y la desolación. Mi madre llorando y cambiando la ropa de la cama, y mi padre sentado junto a nosotras, se cogía la cabeza entre las manos, mirando el suelo.  El día fue largo y pesado. Mirábamos el belén y las lágrimas nos rodaban por la cara. No nos atrevíamos a hacer ruido ni para llorar. No recuerdo si cenamos aquella noche. Sólo sé que nuestra falta fue tan grande que ni siquiera nos castigaron. No hacía falta. Nunca fue más verdad aquello de que en el pecado está la penitencia. 
          Mi tío volvió al día siguiente y dijo que habían operado a Isabel de urgencia en el hospital, pero al menos estaba viva, de momento. La bala le entró y salió por la mejilla y parece que no afectó a nada importante. Eso sí, su cara quedó desfigurada para siempre. El tiro entró y salió por la mejilla.

Desde entonces, Navidad es sinónimo de espanto, de dolor y de culpa. Pero lo que yo sienta no importa, sino la jugada que la vida le había hecho a Isabel.

          Cuando volvimos al siguiente año estaba callada, distraída, como en su mundo. Ya no era la niña divertida y desenfadada de siempre. Podría decir que en sólo un año había vivido un lustro o, por el contrario, que media vida se esfumó con aquel disparo. Rehusaba jugar a todo lo que le proponíamos y sus padres, protegiéndola, nos decían que la dejáramos tranquila. Los adultos hablaban en voz baja, susurrando. Poco a poco, la fuimos dejando de lado, pensábamos que estaba traumatizada por el impacto, que no aceptaba su nuevo rostro, que le habría afectado el tiro a algún punto de la cabeza y por eso estaba tan rara.

Varias Navidades después, cuando yo tenía ya diecisiete años, pasamos las últimas Navidades juntos. Recuerdo que mientras mi madre y mi tía preparaban la cena en la cocina, Emilia me llevó a su cuarto y se confesó.

          —Yo no puedo más. No soporto vivir cada día con el peso de la culpa, con su ausencia, con el silencio de mis padres. Nunca se habla de lo que pasó, ¡nunca se habla de nada!
            —Tú no tuviste la culpa traté de consolarla—, fue un juego que salió mal.
        No podía imaginarme su sufrimiento. Tuvo que ser insoportable, porque el día de Navidad la encontraron sus padres, morada, sin vida, colgada de una viga del cuarto de las armas.


* Nacio en 1962 en Olvera, Cádiz, pero desde los 4 años vive en Dos Hermanas, Sevilla. Estudió Periodismo en Sevilla, ya casada, trabajando y con dos hijos, aunque cuando terminó tenía cuatro. Actualmente, está divorciada. Trabajó como funcionaria de la Junta de Andalucía en distintas consejerías durante 34 años y ya está retirada. Le gustó siempre la literatura y siempre escribió para ella. Desde hace unos años, a raíz de una crisis personal, empezó a escribir un blog -elriorosablog-, que aún mantiene. Recientemente, unos cursos de escritura creativa le motivaron a escribir relatos. Últimamente pasa largas temporadas en Burdeos (Francia) y viajando todo lo que puede, otra de sus pasiones. A nosotros nos recuerda al viejo bardo T. S. Eliot: "Leer hasta entrada la noche y, en invierno, viajar al Sur". Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.

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