viernes, 21 de junio de 2024

La Señora de las Alturas......Jordi Cuevas Gemar

Aguafuerte de Lorenzo Goñi, el Sordico, que ilustra La
insólita y gloriosa hazaña del Cipote de Archidona, de CJC

Mi pueblo es un pueblo blanco encaramado en una sierra, con una ermita en lo alto, rodeada de murallas. Y, en la ermita, la imagen de una Virgen con un niño en las rodillas –rodillas como peñas; rodillas, ellas mismas, imagen de la sierra que la ermita corona– y manto de azul nocturno, cuajado de flores de oro que titilan si las miras. Una Virgen que no es de los curas ni de los frailes sino de la gente del pueblo, que la tenemos en nuestras casas, en el zaguán, en el comedor o en el dormitorio, y que la metemos en la maleta cuando nos tenemos que ir a otra parte, cuando nos echa del pueblo el hambre o el desespero o las guerras que nunca se ganan. Una Virgen que es de todos, hasta de los que no vamos nunca a misa ni dejamos que nos engañen con los cuentos del Infierno.
          Dicen que esa Virgen la trajeron los cristianos cuando le quitaron el pueblo a los moros, en la época en que los moros andaban aún por Granada. Pero nosotros sabemos que Ella ha estado allí siempre, desde antes de los moros y desde antes de los que hubiera antes que los moros, ha estado desde que el mundo es mundo. A nuestro pueblo los fenicios lo llamaron Oscua y los romanos Arx Domina, que quiere decir Señora de las Alturas. ¿Cómo iban a traer a la Virgen los cristianos que venían en sus caballos echando a los moros, si los romanos ya sabían que Ella estaba en lo alto de la montaña cuando no había ni moros ni cristianos? Seguro que ese cuento lo inventaron para quedarse con las tierras y dárselas a los señoritos, al Duque de Osuna y toda esa gente, ¿lo veis, lo apañaos que somos? Os quitamos la tierra y se la damos a estos pamplinas con sus títulos y sus armaduras y sus caballos, pero a cambio os traemos la Virgen, ya lo veis que salís ganando. Pero una mierda pa ellos, que la Virgen ya la teníamos aunque se llamara de otra forma y llevara puesto otro manto, o no llevara ninguno y estuviera en pelotas, como las diosas  antiguas  esas  de  los museos. Y por eso cada quince de agosto, el Día de la Virgen, subimos todos a verla, de noche, en su ermita rodeada de murallas, cuando más se confunden las flores de su manto con las que lucen arriba, en la bóveda estrellada.
          En ese pueblo nací yo, a la vera de esa sierra y esa ermita y esa Virgen. Y ahora que voy ya pa viejo me gusta recordar las chiquilladas que hacíamos cuando chicos, y la de cosas que han cambiado desde entonces, y las que creíamos que iban a cambiar pero siguen casi lo mismo, y hasta las cosas que ahora parece que vayan p’atrás como los cangrejos.
          Recuerdo con especial cariño los veranos, cuando pasaba semanas enteras jugando con mis hermanos y mis primos en el cortijo donde trabajaba mi padre. Recuerdo las caminatas por los rastrojos hasta llegar a la alberca de aguas limpísimas, donde nos bañábamos en calzoncillos, porque no llevábamos bañador, y buceábamos largos trechos con los ojos abiertos, sin miedo de que se nos pusieran rojos por el cloro porque era agua pura recién parida por la montaña, que parecía que fuera a cortarnos de clara y de transparente y de fría. Pero ¡cómo picaban luego, en cambio, los hombros y las espaldas! Porque en aquella época nadie pensaba en cremas solares cuando los niños salían al campo, que yo creo que ni factor de protección tenían, fíjate tú que las llamaban “cremas bronceadoras”, y menos aún si se trataba de niños como nosotros, de natural renegridos y asilvestrados.
        Después de aquellos chapuzones y de aquellas quemaduras, cuando volvíamos al cortijo en busca de frescor y de sombra, y después de vaciarnos en el gaznate todos los botijos que encontrábamos, nos subíamos a la cámara y allí nos sumergíamos en los trojes llenos de trigo como si fuesen piscinas de bolas de los “chiqui-parks” esos que hay ahora, adonde llevan a los niños a celebrar los cumpleaños sin tener que preocuparse de ellos. Y así prolongábamos los baños de la alberca, cambiando el agua por aquellas arenas movedizas de cereal fluyente y dorado, persiguiéndonos y agarrándonos por donde pillábamos, invisibles las manos y los cuerpos que se buscaban, unos a otros, a ciegas por entre el grano.
         Pero hubo un verano especial en que a los niños de mi escuela nos mandaron de colonias a un pueblo que tenía playa, con niños de otras escuelas y otros pueblos y otras provincias, y allí conocí a mi Estrella, que parecía de verdad una estrellita del Cielo, y vino el primer me gustas, y quieres salir conmigo, y el primer beso con alma en unos labios, aún cerrados, que sabían a suspiro, y todo cambió de golpe, consciente por primera vez de mi cuerpo, de nuestros cuerpos, de este cuerpo que ya va pa viejo y no rinde como quisiera, de ese cuerpo que aún no era el que fue luego pero que ya no es ahora. Y después de eso ya no fui capaz de meterme desnudo en los trojes con mis primos, embarazado por una vergüenza insalvable que me hacía evitar el roce y el achuchón y el enrelío de piernas y de brazos y de cuerpos, salvo cuando jugábamos al fútbol o al churro media manga mangotero, que eran muestras inequívocas de hombría, y que me impedía ir a bañarme a la alberca si no llevaba mi decentísimo bañador de piscina, que en realidad era más pequeño que los calzoncillos blancos de algodón que por entonces llevábamos pero que al menos, al mojarse, no se transparentaba ni se te metía por la raja del culo, convertido en impúdica segunda piel, mapa orográfico en relieve de nuestros cuerpos juveniles sometidos a constante cambio.
         Porque todo estaba cambiando y también cambiaba el país, igual que nosotros. Y, aunque yo por entonces era muy chico, ¿cómo olvidar aquel Sábado de Gloria del 77, cuando el Gobierno legalizó al Partido Comunista? ¡La que se formó en la calle! Ahí se vio la de gente que simpatizaba en secreto con el PCE aunque estuviera prohibido, y no sólo simpatizaba, porque también eran una pila los que se habían metido del todo en el partido aunque fueran a la cárcel si los pillaban, y si todo lo que les pasaba era que los metieran en la cárcel aún tenían que dar gracias, porque les podían pasar cosas peores, y ese día salieron todos, salimos todos, a la calle a celebrarlo aunque todavía no acabaran de creérselo, porque aquello era una cosa que parecía que no la íbamos a ver nunca, como cuando sueñas que te vas a comer un mollete y te despiertas mordiendo la almohada; fue como cuando se descorcha el champán y todo el gas comprimido sale para arriba de golpe y hace ¡pum! y el tapón se va a tomar por culo, que nunca sabes si va a pegar en el techo o si le vas a dar a alguien en la cara y le vas a sacar un ojo. Porque la Semana Santa también es nuestra, no es de los frailes ni de los curas, lo mismo que la Virgen de la ermita de la sierra, y ese Sábado Santo la Semana Santa fue más nuestra que nunca, y hasta el Nazareno le echaba un aire al Che Guevara.
     Porque queríamos cambiar las cosas y pensábamos que podíamos hacerlo, aunque no fuéramos comunistas, o aunque sí lo fuéramos, que al final lo mismo daba porque más o menos todos queríamos lo mismo, como en Rusia no queríamos estar casi ninguno, lo que queríamos era estar como en Suecia pero con solecito y gazpacho, con jamón y porra fría y huevos con chorizo y pescaíto frito y espetos de sardina y la rubia de Abba en bikini en la playa de la Malagueta, que lo de Suecia sí, estaba mu perita, pero que luego también algo hemos viajado por ahí fuera y como en España no se come en ningún lado, por Dios qué asco el salami de reno. Y hasta la música tenía que tener mensaje, y compromiso, y alma y duende, y escuchábamos a Lole y Manuel, y a Triana, y a Serrat en catalán aunque no lo entendiéramos, y a John Lennon cantando el Imagine, que tampoco lo entendíamos pero como era en inglés daba lo mismo.
          Y lo nerviosos que andaban “los otros”, los que a partir de entonces ya se quedarían para siempre como “los fachas”, aunque desde luego hubiera de todo y no faltase también la buena gente entre ellos. Pero digo, lo nerviosos que estaban. A un muchacho comunista que, sin pensárselo dos veces, agarró un cubo de cola de la de empapelar paredes y salió a colgar carteles por el Paseo para celebrar que los habían legalizado, lo pilló el alcalde de entonces y le dio de guantás delante de todo el mundo, y el híoputa se quedó más ancho que pancho, lo mismo que cuando iba por ahí, de joven, repartiendo leña con su camisa azul y sus correajes. Porque, que los comunistas –y los que no eran comunistas– perdieran el miedo a decir lo que eran y no les diera fatiga ninguna salir a la calle y quedarse roncos pegando chillidos para que todo el mundo los escuchara y empezara también a perder el miedo, que es lo mismo que pillar carrerilla para poder levantar el vuelo, a los que habían mandado hasta entonces se lo echaba todo por alto y lo último que querían era tener que consentirlo.
        Pero es que, además de nerviosos, lo que también estaban los fachas era peleados entre ellos y, a la hora de hacer las cosas, cada uno tiraba para un lado: porque estaban los que querían hacer ver que ellos no habían sido nunca fachas, aunque con Franco hubieran sido ministros y procuradores en Cortes y Jefes Nacionales del Movimiento, y que eran los que seguían estando en el Gobierno y lo seguirían estando todavía una temporadilla, porque se las acabaron apañando para ganar las primeras elecciones; luego estaban los que sí, los que decían que habían sido franquistas porque era lo que en su momento tocaba y porque Franco, según ellos, también había hecho cosas buenas, pero que había que cambiar con los tiempos y que ahora lo que tocaba era acercarse a Europa y cambiar una mijilla de chaqueta; y estaban, por fin, los irreductibles y numantinos, los que querían seguir manteniendo viva la llama del Caudillo y cantando el Cara al Sol y llenando la Plaza de Oriente cada veinte de noviembre, como siempre sin tarjeta pero con mu mala leche y con gafas de sol aunque estuviera nublado, y gritando Franco, Franco, y seguir fusilando a todos los García Lorca que hiciera falta, por rojos y maricones.
          A ésos, a los fachas más fachas, les decíamos el Búnker, los mandaba uno que se llamaba Blas Piñar y su partido Fuerza Nueva, y lo mismo se presentaban a unas elecciones que iban pegando palizas con porras y palos por las universidades, y hasta pegando algún que otro tiro, que siempre eran tiros al aire pero siempre acababan matando a alguno, que la Transición no fue un camino de rosas pero sí que tuvo espinas, y en cuanto te las clavas la sangre sale a borbotones. Yo recuerdo que a nuestro pueblo, y al de al lado, llegaron a venir para dar algún mitin, y que la gente iba a verlos y les aplaudían a rabiar, bueno, iban a verlos los fachas, claro, la gente normal ni se arrimaba, seguramente también iban a verlos porque se traían a una vedette que era de ellos, o sea, una vedette facha, que se llamaba Carmen Apolo y estaba pa mojar pan, la llamaban la Tetas del Búnker; pero luego, a la hora de votar, los mismos fachas que iban a verlos, a Blas Piñar y a la Tetas del Búnker, votaban a los otros fachas, a los de Fraga y a los de Suárez, y Blas Piñar se pillaba unos cabreos que no veas y les decía votarme más y aplaudirme menos.
         Y motivos para estar nerviosos, digo si los tenían. Porque, cuando por fin fueron las primeras elecciones, el Partido Comunista fue el que sacó más votos en el pueblo, aunque ya he dicho antes que los que siguieron mandando en Madrid fueron los de Suárez, y la verdad es que ellos, los de Suárez, en el pueblo también sacaron bastantes votos; que ahora, visto con el tiempo, tampoco me sabe tan malamente, a cada uno lo suyo, porque la verdad es que Suárez, a la hora de legalizar al PCE, tuvo que tener un par de cojones, y más de uno de entre los suyos hubiera querido cortárselos y echárselos a los guarros, y lo mismo más de uno sí que estuvo a pique de hacerlo. Pero vaya, que luego, cuando hubo las primeras elecciones municipales para elegir alcaldes (ahora se me junta todo en la memoria, pero pasaron casi dos años, que cuando eres chico son muchos), en el pueblo ya no volvió a ganar el PCE sino que salió de alcalde el candidato del Partido Socialista de Andalucía, que no era la federación andaluza del PSOE sino otro partido diferente, que, además de decir todas las cosas que dicen siempre los partidos de izquierdas, igualdad y justicia, y todo eso, decía también que Andalucía era una nación oprimida y que ya estaba bien de explotarla desde fuera, y eso sí que era una novedad que le llamó la atención a mucha gente y a otra mucha le puso los pelos todavía más de punta, y no precisamente porque se hicieran punkies como los Sex Pistols.
          Recuerdo, de por entonces, unas pegatinas que los del PSA iban dejando por todos lados, en las que se veía un mapa de España en el que había tres señoritos sentados en tres esquinas (yo creo que, más o menos, había uno por donde debía estar Madrid, y los otros dos, uno en Cataluña y otro en el País Vasco), cada uno con una especie de pajita de las de sorber refrescos, pero mucho más largas, que las metían donde en el mapa se representaba a Andalucía y se veía cómo iban chupando y la iban dejando seca, con el lema debajo “¡Dejar algo para Andalucía!”. También recuerdo que, en las escaleras de la biblioteca municipal, alguien hizo en boli, sobre el yeso de la pared, un graffiti con las siglas del PSA; pero que luego vino otro, con otro boli, y le añadió las letras justas para que, en vez de PSA, pusiera PESAOS.
      Después resultó que el alcalde del PSA se pasó al PSOE y volvió a salir alcalde en las elecciones siguientes, y lo siguió siendo todavía una pila de años, pero durante un tiempo los del PSA aún estuvieron haciendo ruido, que decían que si los catalanes y los vascos podían mirar por lo suyo, nosotros los andaluces no teníamos que ser menos; hasta que se les cayó la “S” de socialistas, quisieron parecerse aún más a los nacionalistas catalanes y los vascos, que eran nacionalistas de derechas, y empezaron a rodar cuesta abajo porque la gente dejó de hacerles caso, hasta que a pique que se despeñan. Pero con ellos nos enteramos de quién había sido Blas Infante, que era un político de antes de la guerra, era el que había empezado a hablar de la Nación Andaluza, y que además decía que Andalucía era más antigua que España porque venía del antiguo reino de Tartessos, y que hasta se había hecho moro porque decía que había que regresar al esplendor de Al-Andalus; hasta que llegaron los moros de verdad –los que se trajo Franco de África, nada más empezar la guerra–, lo pusieron contra una tapia y le pegaron una de tiros que lo dejaron como un queso de agujeros de esos que salían en los dibujos de Pixie y Dixie.
          Y poco orgullosos que nos pusimos cuando nos dijeron que ese señor (“el Padre de la Patria Andaluza”) había estado viviendo y estudiando de muchacho en nuestro pueblo, y que decían que el roce que aquí había tenido con los jornaleros y la gente del campo era lo que le había hecho preocuparse por los problemas de la gente y por lo que había acabado haciéndose político, porque en su casa se ve que eran más bien señoritos y de derechas y que si no se hubiera apartado una mijilla de la vera de ellos a él no le hubiera salido nunca todo aquello de dentro.
        Pero como no todo iba a ser política, o sí, porque la política está hasta en la sopa, también por la misma época empezó a llenarse el quiosco de la Calle Nueva de revistas con fotos de señoras desnudas o con muy poca ropa –generalmente en la portada salían con un vestidito, o tapándose con una sábana, o con un negligé insinuante, pero luego en las páginas de dentro ya venían en cueros del todo–, que se nos ponían los ojos como platos cada vez que pasábamos por delante, y los maestros y el cura y el director de la escuela nos decían que como se nos ocurriera andar mirándolas nos íbamos a quedar ciegos y tísicos y sordos y nos íbamos a ir de cabeza al Infierno. Y lo que resultó fue que de pronto el Infierno dejó de darnos miedo, porque las llamas que nos devoraban cuando veíamos, al pasar por delante del quiosco, a aquellas señoras tan estupendas –porque siempre eran señoras, nunca señores, las que aparecían en aquellas tan incitadoras portadas– eran mucho más ardientes y, sobre todo, más reales que las de las famosas calderas de Pedro Botero.
       Como nosotros aún éramos chicos, y el quiosquero no quería vendérnoslas para no meterse en líos, teníamos que pedirle siempre a algún coleguilla una mijilla más adelantado que nos las comprara y después nos las pasara de extranjis, y siempre había alguno que lo hacía, pero nunca antes de habérsela estudiado él primero bien a fondo. Recuerdo sobre todo dos títulos, Clímax y Lib, que eran nuestros preferidos, porque eran muchísimo más baratas que las más famosas Playboy y Penthouse –venían a costar como unos diez duros, mientras que las otras se iban casi a las doscientas pesetas–, y porque eran mucho más audaces en sus contenidos, aunque no resultaran tan sofisticadas ni glamurosas ni el papel de la portada fuera tan satinado como el de las otras.
       Y luego estaba nuestra españolísima revista Interviú, que esa no teníamos que encargarle a ningún colega que nos la comprara porque, ésa, quienes iban al quiosco a comprarla sin ningún problema eran los propios respetables padres de familia, con el achaque de que lo que les interesaba de ella eran –por supuesto– sus magníficos artículos periodísticos. Que sí, que los tenía, y que solían ser de actualidad candente y hasta de contenido bastante crítico hacia los poderes fácticos y hacia el Gobierno de turno, y a veces con algunas exclusivas de órdago que daban que hablar durante semanas; aunque ello no quitaba que dentro saliesen también unas fotos –hay que decir que muy artísticas, y hechas todas con muy buen gusto– de unas mujeres que quitaban el sentío de lo guapas que eran, aviadas tal como su madre las echó al mundo, y que era lo que todos andábamos de verdad buscando cuando nos poníamos a hojear sus páginas; destacando, entre todas ellas, nuestra paisanísima malagueña Marisol, que había sido niña prodigio mimada por el franquismo y que de pronto un día, zas, le zampó una sonora guantá en toda la cara a la sociedad bienpensante de la época anunciando a bombo y platillo que ella también era comunista y, por si eso fuera poco, dejándose retratar en pelotas.
       Salvo el Interv, que era la única revista “respetable” de todo el lote, y que mi padre la dejaba con naturalidad tirada por cualquier sitio, el resto las tenía yo escondidas en lo alto del armario de mi cuarto y me subía en una silla para buscarlas cuando quería echarles un repaso; y algunas también las tenía metidas en un taburete de plástico que teníamos en el cuarto de baño, con forma de reloj de arena o de doble cucurucho unido por la punta pequeña, que tenía un asiento que era como una tapa secreta, y que estaba hueco por dentro como para guardar cosas. Y yo me encerraba allí y me tiraba las horas muertas mirándolas y remirándolas alucinado –y también leyéndolas, no vayáis a pensarse que soy un inculto y un cateto; recuerdo que tenían una sección de supuestos casos reales, relatados por supuestos lectores, que eran la cosa más perversa y más escabrosa que me he echado a la cara en mi vida, y que me llenaban la cabeza de imágenes perturbadoras que no me dejaban dormir por las noches, de lo caliente que me ponía–, hasta que me obligaba a salir mi hermano dando voces y aporreando la puerta.
          Porque era la época del Destape, claro, y no sólo eran los quioscos los que estaban llenos de niñas en cueros –digo niñas en el sentido figurado que usamos los andaluces, claro, porque la verdad es que estaban todas ya creciditas, eran mayores de edad y tenían pelo donde tenían que tenerlo, que todavía no había llegado la moda de afeitarse los bajos–, sino que también era imposible ir al cine a ver una película española sin que te saltase a la cara un culo o una teta cuando menos lo esperabas, a veces hasta en los títulos de crédito; y, en realidad, todo el mundo lo estábamos esperando, para qué vamos a disimularlo, porque eso era lo que nos pedía el cuerpo –utilizo un nos muy genérico, que intenta abarcar a toda la sociedad española– después de cuarenta años de censura y de misa diaria y de curas hasta en la sopa y de besos cortados en las películas americanas y de señoras ligeras de cascos que, en las españolas, morían siempre tuberculosas y arrepentidas.
         Y el cine del Destape llegó hasta a fijarse en nuestro pueblo, porque a alguien se le ocurrió hacer una película basada en un librito menor de un escritor muy importante de la época –que había sido censor franquista hasta que le tocó probar en sus carnes los mordiscos de la censura, y que luego llegó hasta a ser Premio Nobel, y a recorrer la Alcarria en coche con una choferesa negra– en el que se recogía un grotesco y chusco incidente, aparecido en prensa algunos años antes, que nos había puesto no del todo para bien en el mapa.
          En resumen, la noticia hablaba sobre una pareja que había dado rienda suelta a sus ímpetus amatorios aprovechando la semioscuridad de un espectáculo teatral de esos de señoritas que enseñan los muslos entre plumas y lentejuelas; hablaba de una descarga de fluidos vitales proyectados con letal eficacia sobre varias filas de espectadores y de una subsiguiente condena por escándalo público, con pago de daños y perjuicios para indemnizar gastos de tinte y peluquería, y de una boda precipitada para restaurar la honra de la muchacha, que había quedado en entredicho. Y, sobre materiales tan endebles, el inmarcesible Premio Nobel en ciernes había construido un castillo de bufonadas y chascarrillos –con dibujitos y esquemas de trayectorias balísticas incluidos– que algún director oportunista utilizó como punto de partida para una insustancial comedieta de las de humor de brocha gorda –que eran las que se llevaban en la época, como las de Ozores en España y las de Álvaro Vitali, “Jaimito”, en Italia–, y que con tales credenciales llegó a las pantallas.
         Pero el epílogo casi nunca narrado de aquel relato tuvo lugar cuando a los propietarios del único cine que había en el pueblo, que estaba en la Calle Nueva, se les ocurrió nada menos que programar en su sala la peliculita de marras, pensando que iba a ser –nunca mejor dicho– un éxito del carajo y que el día que la proyectaran iban a ir a verla hasta los chinos, si es que por la provincia de Málaga alguno hubiera. Pero con lo que se encontraron fue con que algunos vecinos ofendidos –se dice que la propia familia de los “protagonistas” de la historia– se presentaron días antes en el cine con la muy seria advertencia de que, como se les ocurriera proyectarla, les iban a quemar la sala. Y si alguno se quedó con las ganas de ver la película, tuvo que esperarse y alquilarla cuando abrieron el primer video-club en el pueblo. O el segundo, que lo mismo tampoco tuvo cojones de traerla el que abrió el primero.
        Y todos estos recuerdos, y algunos más, se me agolpan en los ojos, y en el corazón, y en las tripas, ahora que ya empiezo a ir pa viejo y el cuerpo no me responde como antes, hay que ver, con lo que este cuerpo ha sido. Que las niñas se me quedaban mirando en la discoteca cuando entraba marcando bíceps, sobre todo si antes me había estado haciendo unas cuantas flexiones para que se me pusieran a punto, bien hinchados como los del Schwartzenegger. Y me vienen todos de golpe ahora que la gente parece que esté perdiendo la memoria, y que hasta votan a los fachas más fachas que pensábamos que ya no les iba a votar nunca más nadie en la vida, fíjate tú Blas Piñar, con los cabreos que se pillaba, si levantara la cabeza; y no digo ya que voten a los nietos de los fachas de entonces, que ésos nunca se han ido y han seguido con sus fincas y sus cofradías y su casino en medio del pueblo, que si entras te miran malamente y que se piensan que hasta la Virgen y los santos son de ellos, sino a los que querrían volver a como entonces, con los rojos en la cárcel y los mariquitas apedreados por la calle, y todos sin más derechos que el de agachar la cabeza y decir lo que usted mande, señorito, muy agradecido por dejarme varear la aceituna en su finca pa poder llevarme a la boca un mollete con aceite, bueno, con aceite no que ahora va muy caro, un mollete con Tulipán que es más barato… no, con Tulipán tampoco, que el maíz y el girasol vienen de Ucrania y con la guerra se han puesto por las nubes, al final nos tendremos que comer el mollete a palo seco, o ni eso, al final hasta los molletes serán virtuales y diseñados por la Inteligencia Artificial, que será la única inteligencia que quede cuando a base de móviles y de videojuegos y de telebasura y de rap y de trap y de reggaetón y de todas esas mierdas nos hayamos quedado todos tontos de la cabeza.


Barcelona, 13 de junio de 2024

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