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Aguafuerte de Lorenzo Goñi, el Sordico, que ilustra La insólita y gloriosa hazaña del Cipote de Archidona, de CJC |
Mi
pueblo es un pueblo blanco encaramado en una sierra, con una ermita
en lo alto, rodeada de murallas. Y, en la ermita, la imagen de una
Virgen con un niño en las rodillas –rodillas como peñas;
rodillas, ellas mismas, imagen de la sierra que la ermita corona– y
manto de azul nocturno, cuajado de flores de oro que titilan si las
miras. Una Virgen que no es de los curas ni de los frailes sino de la
gente del pueblo, que la tenemos en nuestras casas, en el zaguán, en
el comedor o en el dormitorio, y que la metemos en la maleta cuando
nos tenemos que ir a otra parte, cuando nos echa del pueblo el hambre
o el desespero o las guerras que nunca se ganan. Una Virgen que es de
todos, hasta de los que no vamos nunca a misa ni dejamos que nos
engañen con los cuentos del Infierno.
Dicen
que esa Virgen la trajeron los cristianos cuando le quitaron el
pueblo a los moros, en la época en que los moros andaban aún por
Granada. Pero nosotros sabemos que Ella ha estado allí siempre,
desde antes de los moros y desde antes de los que hubiera antes que
los moros, ha estado desde que el mundo es mundo. A nuestro pueblo
los fenicios lo llamaron Oscua y los romanos Arx Domina, que quiere
decir Señora de las Alturas. ¿Cómo iban a traer a la Virgen los
cristianos que venían en sus caballos echando a los moros, si los
romanos ya sabían que Ella estaba en lo alto de la montaña cuando
no había ni moros ni cristianos? Seguro que ese cuento lo inventaron
para quedarse con las tierras y dárselas a los señoritos, al Duque
de Osuna y toda esa gente, ¿lo veis, lo apañaos
que somos? Os quitamos la tierra y se la damos a estos pamplinas con
sus títulos y sus armaduras y sus caballos, pero a cambio os traemos
la Virgen, ya lo veis que salís ganando. Pero una mierda pa
ellos, que la Virgen ya la teníamos aunque se llamara de otra forma
y llevara puesto otro manto, o no llevara ninguno y estuviera en
pelotas, como las diosas antiguas esas de los museos. Y por eso cada
quince de agosto, el Día de la Virgen, subimos todos a verla, de
noche, en su ermita rodeada de murallas, cuando más se confunden las
flores de su manto con las que lucen arriba, en la bóveda
estrellada.
En
ese pueblo nací yo, a la vera de esa sierra y esa ermita y esa
Virgen. Y ahora que voy ya pa
viejo me gusta recordar las chiquilladas que hacíamos cuando chicos,
y la de cosas que han cambiado desde entonces, y las que creíamos
que iban a cambiar pero siguen casi lo mismo, y hasta las cosas que
ahora parece que vayan p’atrás
como los cangrejos.
Recuerdo
con especial cariño los veranos, cuando pasaba semanas enteras
jugando con mis hermanos y mis primos en el cortijo donde trabajaba
mi padre. Recuerdo las caminatas por los rastrojos hasta llegar a la
alberca de aguas limpísimas, donde nos bañábamos en calzoncillos,
porque no llevábamos bañador, y buceábamos largos trechos con los
ojos abiertos, sin miedo de que se nos pusieran rojos por el cloro
porque era agua pura recién parida por la montaña, que parecía que
fuera a cortarnos de clara y de transparente y de fría. Pero ¡cómo
picaban luego, en cambio, los hombros y las espaldas! Porque en
aquella época nadie pensaba en cremas solares cuando los niños
salían al campo, que yo creo que ni factor de protección tenían,
fíjate tú que las llamaban “cremas bronceadoras”, y menos aún
si se trataba de niños como nosotros, de natural renegridos y
asilvestrados.
Después
de aquellos chapuzones y de aquellas quemaduras, cuando volvíamos al
cortijo en busca de frescor y de sombra, y después de vaciarnos en
el gaznate todos los botijos que encontrábamos, nos subíamos a la
cámara y allí nos sumergíamos en los trojes llenos de trigo como
si fuesen piscinas de bolas de los “chiqui-parks” esos que hay
ahora, adonde llevan a los niños a celebrar los cumpleaños sin tener que preocuparse de ellos. Y así prolongábamos los baños de
la alberca, cambiando el agua por aquellas arenas movedizas de cereal
fluyente y dorado, persiguiéndonos y agarrándonos por donde
pillábamos, invisibles las manos y los cuerpos que se buscaban, unos
a otros, a ciegas por entre el grano.
Pero
hubo un verano especial en que a los niños de mi escuela nos
mandaron de colonias a un pueblo que tenía playa, con niños de
otras escuelas y otros pueblos y otras provincias, y allí conocí a
mi Estrella, que parecía de verdad una estrellita del Cielo, y vino
el primer me gustas, y quieres salir conmigo, y el primer beso con
alma en unos labios, aún cerrados, que sabían a suspiro, y todo
cambió de golpe, consciente por primera vez de mi cuerpo, de
nuestros cuerpos, de este cuerpo que ya va pa
viejo y no rinde como quisiera, de ese cuerpo que aún no era el que
fue luego pero que ya no es ahora. Y después de eso ya no fui capaz
de meterme desnudo en los trojes con mis primos, embarazado por una
vergüenza insalvable que me hacía evitar el roce y el achuchón y
el enrelío
de piernas y de brazos y de cuerpos, salvo cuando jugábamos al
fútbol o al churro media manga mangotero, que eran muestras
inequívocas de hombría, y que me impedía ir a bañarme a la
alberca si no llevaba mi decentísimo bañador de piscina, que en
realidad era más pequeño que los calzoncillos blancos de algodón
que por entonces llevábamos pero que al menos, al mojarse, no se
transparentaba ni se te metía por la raja del culo, convertido en
impúdica segunda piel, mapa orográfico en relieve de nuestros
cuerpos juveniles sometidos a constante cambio.
Porque
todo estaba cambiando y también cambiaba el país, igual que nosotros. Y, aunque yo por entonces era muy chico, ¿cómo
olvidar aquel Sábado de Gloria del 77, cuando el Gobierno legalizó
al Partido Comunista? ¡La que se formó en la calle! Ahí se vio la de gente que
simpatizaba en secreto con el PCE aunque estuviera prohibido, y no
sólo simpatizaba, porque también eran una pila los que se habían
metido del todo en el partido aunque fueran a la cárcel si los
pillaban, y si todo lo que les pasaba era que los metieran en la
cárcel aún tenían que dar gracias, porque les podían pasar cosas
peores, y ese día salieron todos, salimos todos, a la calle a
celebrarlo aunque todavía no acabaran de creérselo, porque aquello
era una cosa que parecía que no la íbamos a ver nunca, como cuando
sueñas que te vas a comer un mollete y te despiertas mordiendo la
almohada; fue como cuando se descorcha el champán y todo el gas
comprimido sale para arriba de golpe y hace ¡pum! y el tapón se va
a tomar por culo, que nunca sabes si va a pegar en el techo o si le
vas a dar a alguien en la cara y le vas a sacar un ojo. Porque la
Semana Santa también es nuestra, no es de los frailes ni de los
curas, lo mismo que la Virgen de la ermita de la sierra, y ese Sábado
Santo la Semana Santa fue más nuestra que nunca, y hasta el Nazareno
le echaba un aire al Che Guevara.
Porque
queríamos cambiar las cosas y pensábamos que podíamos hacerlo,
aunque no fuéramos comunistas, o aunque sí lo fuéramos, que al
final lo mismo daba porque más o menos todos queríamos lo mismo,
como en Rusia no queríamos estar casi ninguno, lo que queríamos era
estar como en Suecia pero con solecito y gazpacho, con jamón y porra
fría y huevos con chorizo y pescaíto frito y espetos de sardina y
la rubia de Abba en bikini en la playa de la Malagueta, que lo de
Suecia sí, estaba mu
perita, pero que
luego también algo hemos viajado por ahí fuera y como en España no
se come en ningún lado, por Dios qué asco el salami de reno. Y
hasta la música tenía que tener mensaje,
y compromiso, y alma y duende, y escuchábamos a Lole y Manuel, y a
Triana, y a Serrat en catalán aunque no lo entendiéramos, y a John
Lennon cantando el Imagine,
que tampoco lo entendíamos pero como era en inglés daba lo mismo.
Y
lo nerviosos que andaban “los otros”, los que a partir de
entonces ya se quedarían para siempre como “los fachas”, aunque
desde luego hubiera de todo y no faltase también la buena gente
entre ellos. Pero digo, lo nerviosos que estaban. A un muchacho
comunista que, sin pensárselo dos veces, agarró un cubo de cola de
la de empapelar paredes y salió a colgar carteles por el Paseo para
celebrar que los habían legalizado, lo pilló el alcalde de entonces
y le dio de guantás
delante de todo el mundo, y el híoputa
se quedó más ancho que pancho, lo mismo que cuando iba por ahí, de
joven, repartiendo leña con su camisa azul y sus correajes. Porque,
que los comunistas –y los que no eran comunistas– perdieran el
miedo a decir lo que eran y no les diera fatiga ninguna salir a la
calle y quedarse roncos pegando chillidos para que todo el mundo los
escuchara y empezara también a perder el miedo, que es lo mismo que
pillar carrerilla para poder levantar el vuelo, a los que habían
mandado hasta entonces se lo echaba todo por alto y lo último que
querían era tener que consentirlo.
Pero
es que, además de nerviosos, lo que también estaban los fachas era
peleados entre ellos y, a la hora de hacer las cosas, cada uno tiraba
para un lado: porque estaban los que querían hacer ver que ellos no
habían sido nunca fachas, aunque con Franco hubieran sido ministros
y procuradores en Cortes y Jefes Nacionales del Movimiento, y que
eran los que seguían estando en el Gobierno y lo seguirían estando
todavía una temporadilla, porque se las acabaron apañando para
ganar las primeras elecciones; luego estaban los que sí, los que
decían que habían sido franquistas porque era lo que en su momento
tocaba y porque Franco, según ellos, también había hecho cosas
buenas, pero que había que cambiar con los tiempos y que ahora lo
que tocaba era acercarse a Europa y cambiar una mijilla de chaqueta;
y estaban, por fin, los irreductibles y numantinos, los que querían
seguir manteniendo viva la llama del Caudillo y cantando el Cara al
Sol y llenando la Plaza de Oriente cada veinte de noviembre, como
siempre sin tarjeta pero con mu
mala leche y con gafas de sol aunque estuviera nublado, y gritando
Franco, Franco, y seguir fusilando a todos los García Lorca que
hiciera falta, por rojos y maricones.
A
ésos, a los fachas más fachas, les decíamos el
Búnker, los
mandaba uno que se llamaba Blas Piñar y su partido Fuerza Nueva, y
lo mismo se presentaban a unas elecciones que iban pegando palizas
con porras y palos por las universidades, y hasta pegando algún que
otro tiro, que siempre eran tiros al aire pero siempre acababan
matando a alguno, que la Transición no fue un camino de rosas pero
sí que tuvo espinas, y en cuanto te las clavas la sangre sale a
borbotones. Yo recuerdo que a nuestro pueblo, y al de al lado,
llegaron a venir para dar algún mitin, y que la gente iba a verlos y
les aplaudían a rabiar, bueno, iban a verlos los fachas, claro, la
gente normal ni se arrimaba, seguramente también iban a verlos
porque se traían a una vedette
que era de ellos, o sea, una vedette
facha, que se llamaba Carmen Apolo y estaba pa
mojar pan, la llamaban la
Tetas del Búnker;
pero luego, a la hora de votar, los mismos fachas que iban a verlos,
a Blas Piñar y a la Tetas del Búnker, votaban a los otros fachas, a
los de Fraga y a los de Suárez, y Blas Piñar se pillaba unos
cabreos que no veas y les decía votarme más y aplaudirme menos.
Y motivos para estar nerviosos, digo si los tenían. Porque, cuando por
fin fueron las primeras elecciones, el Partido Comunista fue el que
sacó más votos en el pueblo, aunque ya he dicho antes que los que
siguieron mandando en Madrid fueron los de Suárez, y la verdad es
que ellos, los de Suárez, en el pueblo también sacaron bastantes
votos; que ahora, visto con el tiempo, tampoco me sabe tan malamente,
a cada uno lo suyo, porque la verdad es que Suárez, a la hora de
legalizar al PCE, tuvo que tener un par de cojones, y más de uno de
entre los suyos hubiera querido cortárselos y echárselos a los
guarros, y lo mismo más de uno sí que estuvo a pique de hacerlo.
Pero vaya, que luego, cuando hubo las primeras elecciones municipales
para elegir alcaldes (ahora se me junta todo en la memoria, pero
pasaron casi dos años, que cuando eres chico son muchos), en el
pueblo ya no volvió a ganar el PCE sino que salió de alcalde el
candidato del Partido Socialista de Andalucía, que no era la federación andaluza del PSOE sino
otro partido diferente, que, además de decir todas las cosas que
dicen siempre los partidos de izquierdas, igualdad y justicia, y
todo eso, decía también que Andalucía era una nación oprimida y
que ya estaba bien de explotarla desde fuera, y eso sí que era una
novedad que le llamó la atención a mucha gente y a otra mucha le
puso los pelos todavía más de punta, y no precisamente porque se
hicieran punkies como los Sex Pistols.
Recuerdo,
de por entonces, unas pegatinas que los del PSA iban dejando por
todos lados, en las que se veía un mapa de España en el que había
tres señoritos sentados en tres esquinas (yo creo que, más o menos,
había uno por donde debía estar Madrid, y los otros dos, uno en
Cataluña y otro en el País Vasco), cada uno con una especie de
pajita de las de sorber refrescos, pero mucho más largas, que las
metían donde en el mapa se representaba a Andalucía y se veía cómo
iban chupando y la iban dejando seca, con el lema debajo “¡Dejar
algo para Andalucía!”. También recuerdo que, en las escaleras de
la biblioteca municipal, alguien hizo en boli, sobre el yeso de la
pared, un graffiti con las siglas del PSA; pero que luego vino otro,
con otro boli, y le añadió las letras justas para que, en vez de
PSA, pusiera PESAOS.
Después
resultó que el alcalde del PSA se pasó al PSOE y volvió a salir
alcalde en las elecciones siguientes, y lo siguió siendo todavía
una pila de años, pero durante un tiempo los del PSA aún estuvieron
haciendo ruido, que decían que si los catalanes y los vascos podían
mirar por lo suyo, nosotros los andaluces no teníamos que ser menos;
hasta que se les cayó la “S” de socialistas, quisieron parecerse
aún más a los nacionalistas catalanes y los vascos, que eran
nacionalistas de derechas, y empezaron a rodar cuesta abajo porque la
gente dejó de hacerles caso, hasta que a pique que se despeñan.
Pero con ellos nos enteramos de quién había sido Blas Infante, que
era un político de antes de la guerra, era el que había empezado
a hablar de la Nación Andaluza, y que además decía que Andalucía
era más antigua que España porque venía del antiguo reino de
Tartessos, y que hasta se había hecho moro porque decía que había
que regresar al esplendor de Al-Andalus; hasta que llegaron los moros
de verdad –los que se trajo Franco de África, nada más empezar la
guerra–, lo pusieron contra una tapia y le pegaron una de tiros que
lo dejaron como un queso de agujeros de esos que salían en los
dibujos de Pixie y Dixie.
Y
poco orgullosos que nos pusimos cuando nos dijeron que ese señor
(“el Padre de la Patria Andaluza”) había estado viviendo y
estudiando de muchacho en nuestro pueblo, y que decían que el roce
que aquí había tenido con los jornaleros y la gente del campo era
lo que le había hecho preocuparse por los problemas de la gente y
por lo que había acabado haciéndose político, porque en su casa se
ve que eran más bien señoritos y de derechas y que si no se hubiera
apartado una mijilla de la vera de ellos a él no le hubiera salido
nunca todo aquello de dentro.
Pero
como no todo iba a ser política, o sí, porque la política está hasta
en la sopa, también por la misma época empezó a llenarse el
quiosco de la Calle Nueva de revistas con fotos de señoras desnudas
o con muy poca ropa –generalmente en la portada salían con un
vestidito, o tapándose con una sábana, o con un negligé
insinuante, pero luego en las páginas de dentro ya venían en cueros
del todo–, que se nos ponían los ojos como platos cada vez que
pasábamos por delante, y los maestros y el cura y el director de la
escuela nos decían que como se nos ocurriera andar mirándolas nos
íbamos a quedar ciegos y tísicos y sordos y nos íbamos a ir de
cabeza al Infierno. Y lo que resultó fue que de pronto el Infierno
dejó de darnos miedo, porque las llamas que nos devoraban cuando
veíamos, al pasar por delante del quiosco, a aquellas señoras tan
estupendas –porque siempre eran señoras, nunca señores, las que
aparecían en aquellas tan incitadoras portadas– eran mucho más
ardientes y, sobre todo, más reales que las de las famosas calderas
de Pedro Botero.
Como
nosotros aún éramos chicos, y el quiosquero no quería vendérnoslas
para no meterse en líos, teníamos que pedirle siempre a algún
coleguilla una mijilla más adelantado que nos las comprara y después
nos las pasara de extranjis, y siempre había alguno que lo hacía,
pero nunca antes de habérsela estudiado él primero bien a fondo.
Recuerdo sobre todo dos títulos, Clímax y Lib, que eran nuestros
preferidos, porque eran muchísimo más baratas que las más famosas
Playboy y Penthouse –venían a costar como unos diez duros,
mientras que las otras se iban casi a las doscientas pesetas–, y
porque eran mucho más audaces en sus contenidos, aunque no
resultaran tan sofisticadas ni glamurosas ni el papel de la portada
fuera tan satinado como el de las otras.
Y
luego estaba nuestra españolísima revista Interviú, que esa no
teníamos que encargarle a ningún colega que nos la comprara porque,
ésa, quienes iban al quiosco a comprarla sin ningún problema eran
los propios respetables padres de familia, con el achaque de que lo
que les interesaba de ella eran –por supuesto– sus magníficos
artículos periodísticos. Que sí, que los tenía, y que solían ser
de actualidad candente y hasta de contenido bastante crítico hacia
los poderes fácticos y hacia el Gobierno de turno, y a veces con
algunas exclusivas de órdago que daban que hablar durante semanas;
aunque ello no quitaba que dentro saliesen también unas fotos –hay
que decir que muy artísticas, y hechas todas con muy buen gusto–
de unas mujeres que quitaban el sentío de lo guapas que eran,
aviadas tal como su madre las echó al mundo, y que era lo que todos
andábamos de verdad buscando cuando nos poníamos a hojear sus
páginas; destacando, entre todas ellas, nuestra paisanísima
malagueña Marisol, que había sido niña prodigio mimada por el
franquismo y que de pronto un día, zas, le zampó una sonora guantá
en toda la cara a la sociedad bienpensante de la época anunciando a
bombo y platillo que ella también era comunista y, por si eso fuera
poco, dejándose retratar en pelotas.
Salvo
el Interviú,
que era la única revista “respetable” de todo el lote, y que mi
padre la dejaba con naturalidad tirada por cualquier sitio, el resto
las tenía yo escondidas en lo alto del armario de mi cuarto y me
subía en una silla para buscarlas cuando quería echarles un repaso;
y algunas también las tenía metidas en un taburete de plástico que
teníamos en el cuarto de baño, con forma de reloj de arena o de
doble cucurucho unido por la punta pequeña, que tenía un asiento
que era como una tapa secreta, y que estaba hueco por dentro como
para guardar cosas. Y yo me encerraba allí y me tiraba las horas
muertas mirándolas y remirándolas alucinado –y también
leyéndolas, no vayáis a pensarse que soy un inculto y un cateto;
recuerdo que tenían una sección de supuestos casos reales,
relatados por supuestos lectores, que eran la cosa más perversa y
más escabrosa que me he echado a la cara en mi vida, y que me
llenaban la cabeza de imágenes perturbadoras que no me dejaban
dormir por las noches, de lo caliente que me ponía–, hasta que me
obligaba a salir mi hermano dando voces y aporreando la puerta.
Porque
era la época del Destape, claro, y no sólo eran los quioscos los
que estaban llenos de niñas en cueros –digo niñas en el sentido
figurado que usamos los andaluces, claro, porque la verdad es que
estaban todas ya creciditas, eran mayores de edad y tenían pelo
donde tenían que tenerlo, que todavía no había llegado la moda de
afeitarse los bajos–, sino que también era imposible ir al cine a
ver una película española sin que te saltase a la cara un culo o
una teta cuando menos lo esperabas, a veces hasta en los títulos de
crédito; y, en realidad, todo el mundo lo estábamos esperando, para
qué vamos a disimularlo, porque eso era lo que nos pedía el cuerpo
–utilizo un nos
muy genérico, que intenta abarcar a toda la sociedad española–
después de cuarenta años de censura y de misa diaria y de curas
hasta en la sopa y de besos cortados en las películas americanas y
de señoras ligeras de cascos que, en las españolas, morían siempre
tuberculosas y arrepentidas.
Y
el cine del Destape llegó hasta a fijarse en nuestro pueblo, porque
a alguien se le ocurrió hacer una película basada en un librito
menor de un escritor muy importante de la época –que había sido
censor franquista hasta que le tocó probar en sus carnes los
mordiscos de la censura, y que luego llegó hasta a ser Premio Nobel,
y a recorrer la Alcarria en coche con una choferesa negra– en el
que se recogía un grotesco y chusco incidente, aparecido en prensa
algunos años antes, que nos había puesto no del todo para bien en
el mapa.
En
resumen, la noticia hablaba sobre una pareja que había dado rienda
suelta a sus ímpetus amatorios aprovechando la semioscuridad de un
espectáculo teatral de esos de señoritas que enseñan los muslos
entre plumas y lentejuelas; hablaba de una descarga de fluidos
vitales proyectados con letal eficacia sobre varias filas de
espectadores y de una subsiguiente condena por escándalo público,
con pago de daños y perjuicios para indemnizar gastos de tinte y
peluquería, y de una boda precipitada para restaurar la honra de la
muchacha, que había quedado en entredicho. Y, sobre materiales tan
endebles, el inmarcesible Premio Nobel en ciernes había construido
un castillo de bufonadas y chascarrillos –con dibujitos y esquemas
de trayectorias balísticas incluidos– que algún director
oportunista utilizó como punto de partida para una insustancial
comedieta de las de humor de brocha gorda –que eran las que se
llevaban en la época, como las de Ozores en España y las de Álvaro
Vitali, “Jaimito”, en Italia–, y que con tales credenciales
llegó a las pantallas.
Pero
el epílogo casi nunca narrado de aquel relato tuvo lugar cuando a
los propietarios del único cine que había en el pueblo, que estaba
en la Calle Nueva, se les ocurrió nada menos que programar en su
sala la peliculita de marras, pensando que iba a ser –nunca mejor
dicho– un éxito del carajo y que el día que la proyectaran iban a
ir a verla hasta los chinos, si es que por la provincia de Málaga
alguno hubiera. Pero con lo que se encontraron fue con que algunos
vecinos ofendidos –se dice que la propia familia de los
“protagonistas” de la historia– se presentaron días antes en
el cine con la muy seria advertencia de que, como se les ocurriera
proyectarla, les iban a quemar la sala. Y si alguno se quedó con
las ganas de ver la película, tuvo que esperarse y alquilarla cuando
abrieron el primer video-club en el pueblo. O el segundo, que lo
mismo tampoco tuvo cojones de traerla el que abrió el primero.
Y
todos estos recuerdos, y algunos más, se me agolpan en los ojos, y
en el corazón, y en las tripas, ahora que ya empiezo a ir pa
viejo y el cuerpo no me responde como antes, hay que ver, con lo que
este cuerpo ha sido. Que las niñas se me quedaban mirando en la
discoteca cuando entraba marcando bíceps, sobre todo si antes me
había estado haciendo unas cuantas flexiones para que se me pusieran
a punto, bien hinchados como los del Schwartzenegger. Y me vienen
todos de golpe ahora que la gente parece que esté perdiendo la
memoria, y que hasta votan a los fachas más fachas que pensábamos
que ya no les iba a votar nunca más nadie en la vida, fíjate tú
Blas Piñar, con los cabreos que se pillaba, si levantara la cabeza;
y no digo ya que voten a los nietos de los fachas de entonces, que
ésos nunca se han ido y han seguido con sus fincas y sus
cofradías y su casino en medio del pueblo, que si entras te miran
malamente y que se piensan que hasta la Virgen y los santos son de
ellos, sino a los que querrían
volver a como entonces,
con los rojos en la cárcel y los mariquitas apedreados por la calle,
y todos sin más derechos que el de agachar la cabeza y decir lo que
usted mande, señorito, muy agradecido por dejarme varear la aceituna
en su finca pa
poder llevarme a la boca un mollete con aceite, bueno, con aceite no
que ahora va muy caro, un mollete con Tulipán que es más barato…
no, con Tulipán tampoco, que el maíz y el girasol vienen de Ucrania
y con la guerra se han puesto por las nubes, al final nos tendremos
que comer el mollete a palo seco, o ni eso, al final hasta los
molletes serán virtuales y diseñados por la Inteligencia
Artificial, que será la única inteligencia que quede cuando a base
de móviles y de videojuegos y de telebasura y de rap
y de trap
y de reggaetón y de todas esas mierdas nos hayamos quedado todos
tontos de la cabeza.
Barcelona,
13 de junio de 2024
Me encanta. Bello, real y divertido a la vez.
ResponderEliminar¡Gracias, Eowyn! Tu elogio tiene doble valor viniendo de quien viene.
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