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Foto: www.depositphotos.com |
Me
habría gustado seguir soñando que hacía el amor con Yuri en esta cama de mierda, así, despacito, ella de espaldas y yo tapándole la boca con una de mis manos, ella gimiendo con la voz ahogada,
silenciada por mí y sin poder gritarme: “Coño, qué rico, maricón...”,
ni nada de eso, pero haciendo el amor, templándonos, singándonos como dos perros, en silencio para que nadie sospechara.
Quise
seguir soñando, quise hacerlo, pero tuve que levantarme. Mi madre, que no es mi madre sino esta vieja ruina que vive en
esta casa que no es mi casa, no paró de joder.
Los gallos cantaban indefinidamente mientras ella sollozaba.
—Mijo,
dicen las malas lenguas que van a tumbar el central Chaparra, que se
van a llevar las piezas, que te vas a quedar sin trabajo. Levántate,
anda. Mira, también dicen que van a mandar a los obreros para la
agricultura y van a darles
carreras en la universidad a los muchachos como tú, nadie sabe,
mijo, nadie sabe y te gusta algo y te pones a estudiar. Deberías
hacerlo, tú que eres inteligente como tu padre y no como yo, que soy
una burra que no entiende nada de
nada, ni he leído
libros como ustedes. Anda, mijo, que acabé de colar café,
levántate, anda.
Entretanto, los mocos le colgaban; se restregó la nariz con un trapo y se secó un
poco las lágrimas que no dejaban de salir de sus ojos. En ocasiones
me pregunto de dónde saca tanto llanto. No
me quedó más remedio que mandarla al carajo y ponerme de pie.
Resaqueado y asqueado por todo y de todo, tomé el jarro con café, lo bebí de un
trago y me quemé la lengua, el cielo de la boca y la garganta.
—¡Cojone! ¡Vieja
de mierda, por estar con su jodienda, me quemé! ¡Me achicharré la boca! Y para colmo, esto es una porquería; cada día lo haces peor. ¿Qué
coño le estás echando? ¿Agua de bollo?
Le
reclamo, peleo lo suficiente como para que me enfrente, pero ella no
responde. Sólo prosigue con su lloriqueo habitual y monótono, con la
misma agobiante cantaleta de cada mañana. Me voy al baño,
tomo el tubo de pasta dental y lo exprimo en busca de algún rastro
del producto, pero nada. Miro al espejo y le muestro la punta de mi lengua recién
quemada al hijo de puta en la imagen. Mi abuelo me devuelve los mismos gestos, con cara de borracho y barba descuidada, las mismas muecas
en el pedazo de cristal que cuelga en la pared. Mi abuelo, el padre
de mi madre, que no es mi madre sino esta vieja puta que me persigue todo el tiempo y que
ahora se asoma al baño para seguir con su llanto interminable.
—Dale,
mijo, aféitate, ponte el pantalón que dejé arriba de tu cama y
esta camisa a cuadros que se le quedó a tu padre en la ropa sucia
cuando se fue.
Y
dale con la lloradera. Estoy hasta los cojones, harto de
toda esta mierda. Ojalá dejara de
resingarme la vida. Por eso es que mi padre se cansó y se fue; por
eso y porque supo que ella andaba en la templadera con los vecinos y
con los compañeros de trabajo. Sabrá Dios si hasta los perros se la
singaban por andar de ruina. Y ahora anda así, lamentándose
sin parar. Debería asumir y no joder más, asumir
las consecuencias, y ya.
—La
cagaste, vieja, la cagaste por andar de ruina templando por ahí. ¡No
llores más!
Le grito que se vaya al carajo y deje de joderme la vida, mirando dentro de sus ojos como si fuera
la persona que más odio en el mundo. Pero eso es peor, porque ella empieza a chillar
como una perra que fue pateada siete veces.
A
veces digo las cosas sin pensarlas. O acaso las pienso y luego, en algún
momento, las escribo. Es mejor escribir lo que uno piensa y no
decirlo. Como cuando la imagino en cuatro patas en
cualquier rincón, con el primero que se le arrime, gimiendo,
jadeando, gozando.
—Yo
te amo, mami, perdóname. Te quiero aunque seas como eres y el viejo no
esté aquí por tu culpa. Tal vez ni siquiera fue por tu culpa, sino
a causa de los chismes. La gente siempre anda metiéndose en lo que no le importa, ni que sus vidas fueran perfectas…
Alguien frente a la casa llama a la vieja, oportuno como nunca. Debe ser algún perro ruino, loco por meter
el hocico entre sus piernas. ¿Tan temprano? Bueno, eso no me
importa.
Me
aseo con lo que hay: un casquito de jabón Nácar y un poco de agua en un cubo de metal, similar a los que hay en los hospitales. Hago algunas gárgaras y me enjuago la
boca como sea; para qué cepillarme si no hay pasta dental. Escucho a la vieja decirle al perro en el portal que no, que no y que
no. La vieja se niega, pero él insiste.
—Ven
conmigo, chica. Anda, hazme el favor. Hazlo por mí —le dice
suavemente, pero ella repite su negativa una y otra vez. Así que salgo a ver
qué coño está pasando.
Resulta
que el tipo es medio hermano de mi madre y vive lejos, más allá de Vedado
6, en Santa María 14, creo. La vieja alguna vez me habló de él, es hijo de mi
abuelo, pero con otra mujer; una querida que tuvo hace mucho, cuando
era joven, cuando mi madre era apenas una niña y ni siquiera
recuerda bien. Pero hubo problemas, muchos problemas; problemas y más
problemas. Mi abuela recibió golpes de todos los colores y mi madre
también. Ella me lo contó, aunque no recuerdo cuándo. El tipo ha
venido desde muy lejos a decirle que mi abuelo ha muerto y a pedirle
que lo acompañe al funeral.
Ella
dice que ese viejo asqueroso no era su padre, que nunca lo fue; le dio muchos golpes, demasiados. No fue padre ni hombre ni nada y
bastante hambre que les hizo pasar, muchos malos ratos y muchos problemas, demasiados. Además, perdió su primera barriga,
antes de mí, por una patada que le dio ese animal. El borracho
abusador de mierda ese, en buena hora está muerto; es una buena noticia, para que no le
joda la vida a nadie más.
Nos
dio la espalda y se metió en la casa, rezongando y maldiciendo; cagándose en la hora en que había nacido, cagándose en la hora en
que su madre se casó con mi abuelo, cagándose en la hora en que ese
viejo sucio había venido al mundo, pero sin llorar.
El
tipo me miró y dijo que no había nadie en la funeraria. Sus ojos parecían los de un perro sato con hambre vieja, y me rogó, me imploró, me suplicó
que lo acompañara. Me quedé mirando un instante las cicatrices en mis muñecas,
pensando en el polvoriento y rojizo camino a Vedado 6, en la
bodega del barrio, en el tanque con alcohol, en el interminable
sendero hacia el monte, en el perro garrapatoso lamiendo mis muñecas
recién cortadas, manando sangre a borbotones como un manantial
escarlata. Unas lágrimas salieron lentamente de no sé dónde; las
sequé antes de que él lo notara y me vestí.
Me puse la camisa a
cuadros, el pantalón azul celeste igual a los del pre y unas botas de
trabajo que no veía lustradas desde hacía medio siglo, o más.
Es verdad que no hay un alma en el velorio, el tipo no estaba
mintiendo; tampoco hay más fallecidos. Sólo mi abuelo yace en su
féretro, a tres pasos de donde estoy. Reposa en su nueva cama de madera y cartón con los ojos cerrados,
durmiendo, o eso me parece. Pienso que duerme apaciblemente. Me asomo
para verlo. Pobre viejo, es la segunda ocasión que “nos vemos”.
Entonces recuerdo aquella vez que me ayudó cuando corté mis venas. Medio aturdido, creo que pude ver sus ojos. Cobarde; no soy más que
un cobarde. Aquel día casi muero, pero esta vez es el viejo el que
está muerto.
Acerco mi cara a su cara y le susurro: “Gracias, abuelo,
no sé si lo sabes, pero salvaste mi vida”. Me detengo a observarlo; es cierto que me parezco a él, es cierto que mi cara es su cara. Los ojos... no puedo saberlo con certeza. Mi
abuelo reposa en su cama de madera y cartón que de inmediato va a podrirse junto
a él. Muy pronto los gusanos se darán un banquete, aunque probablemente no haya mucho que comer; el viejo está seco, flaco
como un esqueleto, y todavía no lo hemos enterrado. Creo que se está
empezando a consumir aquí mismo.
El
tipo, mi único tío por parte de madre, me interrumpe al instalarse a mi lado y dice que va a extrañar muchísimo a su amado
padre. No entiendo a este imbécil; el viejo vivía como un ermitaño
en medio del monte en Vedado 6, solo como una bestia. Nadie iba a
verlo ni a llevarle comida, ¿o sí?
Nos
avisan que ya es hora; abuelo partirá en un viaje de ida, pero sin
boleto de regreso. El último viaje hacia su morada definitiva.
El
tipo saca un envase con ron de un bolso verde olivo, del mismo color que los uniformes militares.
—Hay
que despedir a mi padre como es debido —dice, mientras se empina de la botella en un interminable trago. Luego echa un poco en el ataúd, también sobre la cara del viejo, y me la ofrece.
Entonces bebo.
Seguimos tomando bajo el intenso sol del verano en este país, después del mediodía. Mientras tanto, unos hombres armados con sogas depositan a mi abuelo en lo profundo de un sepulcro en el
cementerio de Chaparra.
El
tipo llora a mi lado sin muchos deseos; su llanto me parece fingido,
un lamento hipócrita, inaguantable. Los obreros del camposanto
colocan de una vez la tapa y se largan. A mi alrededor solo hay
muertos que se pudren, cucarachas y gusanos.
Sostengo
la botella vacía entre mis manos; observo mis muñecas, las
cicatrices y la tumba que desde ahora será el hogar del viejo. Lanzo
el frasco contra los muros y se convierte en mil fragmentos de
cristal ámbar que brillan bajo la luz del sol. De inmediato, camino hacia el pueblo lo más rápido que puedo. Escucho al tipo que es mi tío
gritar mi nombre, pero no me importa; miro un minuto al cielo: hay
mucho sol y pocas nubes. Una de ellas tiene forma de mujer y me
recuerda a mi amada Yuri. Cierro los ojos y pienso en El Tejar, en mi
casa, en mi cama, en la tumba recién sellada; pienso también en mi
hijo muerto y me imagino su llanto conmovedor. Pienso en todos los
muertos y en mi padre, que nadie sabe dónde cojones está; no puedo seguir
andando, así que me detengo bajo un árbol.
Observo
una vez más mis muñecas, las cicatrices; pienso en el hospital, en los doctores
rellenando formularios, en las enfermeras armadas con jeringas, en
las pastillas a toda hora, en las duchas frías, en el pajizo
frustrado y en la comida mierdera del comedor. Enciendo torpemente
un cigarro. Supongo que no soy más que un cobarde, un borracho que
nadie quiere; un tipo idéntico a mi abuelo. Pienso en lo triste que
es sentirse solo. Sé muy bien que hay algo peor que estar solo: sentirse solo. Pienso en la claustrofóbica soledad que debe sentirse
dentro de un sarcófago. Pienso en mi madre, en mi soledad, en mi
trabajo de mierda que pronto perderé y en esta vida que no es vida... y lloro.
Bravo, está bueno ese texto me teletransporte a chaparra y me metí en el cuento. Un abrazo fuerte y bendiciones para ti Maikel Sofiel Ramírez Cruz.
ResponderEliminarMuchísimas gracias "Anónimo". Te devuelvo el abrazo aunque no tengo idea de quién eres, eso no importa.
EliminarEste ambiente de miseria y penuria tan bien logrado. Un texto realmente magnífico, con ese final del llanto del suicida que ni eso supo hacer bien.
ResponderEliminarUn abrazo
Un cuento bien ambientado, con esa atmósfera de extrarradio y pobreza.
ResponderEliminarUn abrazo
Muchísimas gracias Aldaba Dos.
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