Sobre sostenibilidad, “competencias desleales” y políticas agrarias europeas*
Foto: CRN Noticias |
Hace
ya unos cuantos años (más en concreto, a finales de los 80), y al
calor de la fiebre especulativa que se desató en torno a la Expo
de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona del 92, el por entonces
presidente del Gobierno español Felipe
González pronunció una de
aquellas frases contundentes y lapidarias con las que tanto le
gustaba dejar “pasmados” a su legión de fans y corifeos:
refiriéndose a la polémica que había generado la recalificación,
por parte del Ayuntamiento de Almonte, de 285 hectáreas de frente
marítimo del Parque
Nacional de Doñana como
“terreno urbanizable” con la finalidad de levantar en ellas un
gigantesco complejo urbanístico de 32.000 plazas hoteleras, 1.000
chalets y 2.000 apartamentos, acompañados de varios campos de golf,
acuaparks,
hipódromos e instalaciones recreativas diversas, el inefable Isidoro
de la olvidada chaqueta de pana sentenció, con aquel aplomo del que
siempre hacía gala: “Hombre,
es que si tengo que elegir
entre el campesino y
el pato,
me quedo con el campesino”.
Hay
que decir que aquel megaproyecto especulativo suponía una amenaza
mortal para la joya de los parques nacionales españoles: no sólo
porque habría supuesto la destrucción inmediata del entorno natural
único sobre el que se habría edificado (las Dunas
del Asperillo, el
ecosistema dunar más importante de Europa) sino, sobre todo, porque
el consumo de agua para fines de todo tipo que el complejo
urbanístico implicaba habría introducido una presión completamente
insoportable sobre el acuífero
27, que es el que nutre
tanto al propio Parque como a todos los cultivos de regadío de la
zona.
Quizá
habría que añadir, también, que los supuestos “campesinos” a
los que –según Felipe– tanto iba a beneficiar aquel proyecto, de
campesinos tenían bien poco; se trataba, en realidad, de un
conglomerado empresarial llamado Sociedad
Costa Doñana, S.A. en el
que –por supuesto, casualmente– participaban, como directivos o
accionistas destacados, unos cuantos amigos personales del entonces
presidente, incluyendo a un cuñadísimo
suyo, un tal Francisco Palomino.
La
Junta de Andalucía acabó paralizando aquel proyecto (que sin
embargo, al principio, había apoyado sin reservas) gracias a la
enorme presión popular que se articuló en torno a la Coordinadora
Salvemos Doñana, en la que
participaban 150 organizaciones ecologistas y de izquierdas de toda
Europa, la cual consiguió movilizar el 18 de marzo de 1990 en
Matalascañas (Almonte) a más de 10.000 personas, entre las que se
contaban el gran historiador e hispanista Ian
Gibson (que fue el
encargado de leer el manifiesto de la Coordinadora) y el entonces
dirigente de Izquierda
Unida,
Julio Anguita.
Aunque en la decisión final de la Junta, probablemente también
debió tener no poco peso la seria amenaza de la creación de una
comisión parlamentaria para investigar el más que probable tráfico
de influencias que se habría producido en torno a la recalificación
de los terrenos para dicho proyecto.
Pero
la falsa dicotomía entre pato
y campesino
quedaba firmemente establecida: para una parte no despreciable de la
opinión pública (incluyendo a muchos habitantes de la zona, a los
que se había encandilado con la promesa de la “creación de
riqueza y puestos de trabajo”), las reivindicaciones
medioambientales serían consideradas a partir de aquel momento como
“un freno contra el crecimiento y el progreso”, y las
organizaciones de izquierdas y movimientos sociales que empezaban ya
por entonces a introducir la sostenibilidad
medioambiental entre los
principios rectores de sus proyectos emancipatorios quedarían
duramente estigmatizadas con la etiqueta de “enemigas de los
campesinos”, por haber, supuestamente, antepuesto a los intereses
de los mismos unos caprichosos y artificiales “derechos” de los
patos. Como prueba, el acoso moral y las amenazas de muerte que tuvo
que sufrir durante años el concejal de IU en Almonte, Manuel
López Vega, a causa de su
oposición al proyecto.
De
entonces hacia acá, sin embargo, han sido muchos los antiguos
“desarrollistas” (empezando por los dirigentes del propio PSOE)
que se han apuntado a la estrategia del greenwashing
y han acabado convirtiéndose –aunque no sea más que nominalmente–
en acérrimos defensores de lo
verde y del medio ambiente,
obligados por la innegabilidad de los graves efectos que ya estamos
sintiendo del cambio climático (véase el continuado aumento de las
temperaturas medias en todo el planeta o la terrible sequía que
estamos sufriendo este año en toda España, especialmente en
Andalucía y Catalunya)
y otros graves problemas como la proliferación de enfermedades
respiratorias (consecuencia de la contaminación atmosférica), la
disminución de la productividad agrícola por agotamiento de tierras
o la sobreexplotación de los caladeros de pesca.
Pero
la falsa
dialéctica entre
sostenibilidad y desarrollo,
entre economía y ecología,
se ha mantenido entre numerosos sectores, alentada sobre todo por la
derecha tradicional más dura y por la
nueva
extrema derecha emergente.
(Esta última, en especial, ha hecho del negacionismo
medioambiental uno de sus
más efectivos banderines de enganche, con el que aspira a entrar con
fuerza en el mundo rural.) Y ha resurgido con fuerza en las últimas
semanas y los últimos meses.
Ya
tuvimos una primera señal a lo largo de 2023, cuando la
Junta de Andalucía (ahora en manos del PP, con apoyo parlamentario
de VOX)
elaboró una proposición de ley con la que se pretendía legalizar 1.500
hectáreas irregulares de
regadío dedicados
al cultivo de la fresa y los frutos rojos en la provincia de Huelva
(incluyendo la recalificación como terreno agrícola de 800
hectáreas dentro
del
propio parque)
y
mantener abiertos cientos
o miles de pozos ilegales en la zona,
a
pesar de la situación crítica que está atravesando el mencionado
acuífero 27 y que ya ha provocado
la desecación de
la mayor parte
de las lagunas de Doñana
(incluyendo a muchas de las que hasta ahora se consideraban
permanentes), tal como pone de relieve un reciente
informe de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir y de la
Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.
Y tan sólo con la amenaza de sanciones por parte de la Comisión
Europea
se consiguió que se llegara in
extremis
a un acuerdo entre la Junta de Andalucía y el Gobierno de España
para la retirada de dicha proposición de ley, a cambio de la promesa
de cuantiosas compensaciones económicas y planes de reconversión de
cultivos para tranquilizar a los agricultores implicados.
Pero
ha sido durante estos meses de enero y febrero cuando se ha producido
un estallido generalizado del mundo rural, que se ha lanzado a tomar
las calles y las carreteras de toda Europa para protestar contra la
que muchos agricultores consideran una asfixiante Política
Agraria Común
de la Unión Europea. Y, de entre todos los motivos de su
descontento, los promotores de estas duras movilizaciones han
señalado especialmente las medidas
medioambientales
impuestas durante los últimos años al campo europeo en el marco de
la Agenda
2030.
(Señalemos
que la Agenda 2030 consiste en un conjunto de recomendaciones
aprobado por la ONU en 2015 con el que se establece una serie de
Objetivos de Desarrollo
Sostenible a alcanzar para
2030, y entre los
que se abordan temas como pobreza,
salud, igualdad de género y
cambio climático.
Y que la anatemización
absoluta de dicha Agenda 2030 se ha convertido en uno de los
principales ejes programáticos de toda la nueva
extrema derecha emergente
mundial, desde Le Pen a
Miley pasando por VOX y por la muy fachoindepe
Aliança Catalana.)
La
solución a la “competencia desleal” no puede pasar por la
derogación de la Agenda 2030, sino por
un “nuevo
proteccionismo” basado en criterios sociales y mediambientales
No
nos duelen prendas admitir que los agricultores tienen razones para
estar cabreados, y que las políticas agrarias de la Unión Europea
son criticables en muchos aspectos. No es aceptable ni coherente que,
mientras a los productores españoles, italianos o franceses se les
exige la adopción de toda una serie de medidas de protección
medioambiental (rotación de cultivos, mantenimiento obligatorio de
zonas de pastos y vegetación natural, adopción de sistemas de riego
más eficientes, restricciones en el uso de productos tóxicos, etc.)
que encarecen sustancialmente sus productos, los tratados
comerciales preferentes
con países terceros como
Marruecos permitan la
entrada en el mercado europeo de productos mucho más baratos, en
cuyos países de origen no se establecen estándares medioambientales
ni de calidad fitosanitaria equivalentes a los europeos: lo que los
agricultores movilizados denominan, con terminología mercantilista,
competencia desleal.
Pero
la solución a la competencia de países terceros no puede estar en
la homologación
a la baja
de la producción agrícola europea (tal como están exigiendo
algunos de los promotores de las movilizaciones), sino en exigir
con firmeza
la
revisión
de dichos tratados
cuando los efectos de los mismos resulten tan claramente
perjudiciales; y no sólo para evitar la “competencia desleal”
que denuncian los agricultores (al fin y al cabo, nosotros
consideramos que también los agricultores turcos o marroquíes
tienen derecho a alimentar a sus familias), sino, sobre todo, para
garantizar la salud de los consumidores y para estimular
la
adopción de buenas prácticas medioambientales y sociales,
acordes con la
Agenda 2030,
fuera de la propia Unión Europea.
Y, posiblemente, en comenzar a revisar el paradigma librecambista
impuesto por el actual modelo de economía capitalista globalizada,
tal como defiende Jorge
Verstrynge
cuando habla de la necesidad de fomentar un nuevo proteccionismo en
las “economías de gran espacio".
Y
no poca razón tienen, también, los agricultores cuando se quejan
por los bajos precios que imponen a su producción las grandes
distribuidoras –muchas veces por debajo de costes de producción,
lo cual hace inviable el mantenimiento de los cultivos–, y que nada
tienen que ver con los precios desaforados a los que los consumidores
nos encontramos luego el aceite de oliva, las frutas o las verduras
en las estanterías de los supermercados. Lo cual sólo puede
solucionarse (tal como ha dicho Unai
Sordo, secretario general
de Comisiones
Obreras)
poniendo los medios necesarios para hacer efectiva la prohibición
de vender por debajo de costes
que establece en España la Ley
de la Cadena Alimentaria.
En
cualquier caso, la sostenibilidad no debe contraponerse al
mantenimiento del modo de vida de los agricultores. Lo que es malo
para el pato, lo es también para el campesino. El acuífero que
nutre las lagunas es el mismo que riega las fresas, y si el acuífero
se seca, o se saliniza, no hay agua para las unas ni para las otras.
Los pesticidas que envenenan a la fauna salvaje también se acumulan
en los tejidos humanos, provocando cánceres y alteraciones genéticas
graves. La pérdida de biodiversidad se traduce en la proliferación
de plagas, por la desaparición de especies que las controlan. En
resumen: la sostenibilidad
ambiental no es un lujo pequeñoburgués ni un capricho de urbanitas, sino
una necesidad perentoria para asegurar la vida (y, sobre todo, la
vida humana) en nuestro planeta.
Aunque,
en último término, lo que subyace tanto al problema de la
sostenibilidad como al de la viabilidad del modo de vida de las
personas del campo es el hecho de que el
modelo agrícola actual
–industrializado, globalizado y mercantilizado– no
se halla al servicio de las necesidades de productores ni
consumidores, sino del exclusivo beneficio
de las grandes multinacionales del sector agroalimentario.
Como todo el resto de la economía dentro de un sistema capitalista
que no es, a largo término, ni social ni mediambientalmente
sostenible.
* Artículo publicado en
Crónica Política nº
9 el 15/2/24,
y reproducido en
Litteratura
con permiso del autor.
La verdad es que no había, y no hay conciencia ecologista suficiente. El tráfico de influencias, sobornos y, en general, la picaresca, sigue siendo, lo vemos, la manera de hacer de quienes gobiernan.
ResponderEliminarEstá tan interiorizado aquí, tan lejos de Europa, que el verbo dimitir en España no existe. Un abrazo.