miércoles, 28 de febrero de 2024

La falacia del pato y el campesino......Jordi Cuevas Gemar

Sobre sostenibilidad, competencias desleales y políticas agrarias europeas*

Foto: CRN Noticias

Hace ya unos cuantos años (más en concreto, a finales de los 80), y al calor de la fiebre especulativa que se desató en torno a la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona del 92, el por entonces presidente del Gobierno español Felipe González pronunció una de aquellas frases contundentes y lapidarias con las que tanto le gustaba dejar “pasmados” a su legión de fans y corifeos: refiriéndose a la polémica que había generado la recalificación, por parte del Ayuntamiento de Almonte, de 285 hectáreas de frente marítimo del Parque Nacional de Doñana como “terreno urbanizable” con la finalidad de levantar en ellas un gigantesco complejo urbanístico de 32.000 plazas hoteleras, 1.000 chalets y 2.000 apartamentos, acompañados de varios campos de golf, acuaparks, hipódromos e instalaciones recreativas diversas, el inefable Isidoro de la olvidada chaqueta de pana sentenció, con aquel aplomo del que siempre hacía gala: “Hombre, es que si tengo que elegir entre el campesino y el pato, me quedo con el campesino”.
        Hay que decir que aquel megaproyecto especulativo suponía una amenaza mortal para la joya de los parques nacionales españoles: no sólo porque habría supuesto la destrucción inmediata del entorno natural único sobre el que se habría edificado (las Dunas del Asperillo, el ecosistema dunar más importante de Europa) sino, sobre todo, porque el consumo de agua para fines de todo tipo que el complejo urbanístico implicaba habría introducido una presión completamente insoportable sobre el acuífero 27, que es el que nutre tanto al propio Parque como a todos los cultivos de regadío de la zona.
          Quizá habría que añadir, también, que los supuestos “campesinos” a los que –según Felipe– tanto iba a beneficiar aquel proyecto, de campesinos tenían bien poco; se trataba, en realidad, de un conglomerado empresarial llamado Sociedad Costa Doñana, S.A. en el que –por supuesto, casualmente– participaban, como directivos o accionistas destacados, unos cuantos amigos personales del entonces presidente, incluyendo a un cuñadísimo suyo, un tal Francisco Palomino.
          La Junta de Andalucía acabó paralizando aquel proyecto (que sin embargo, al principio, había apoyado sin reservas) gracias a la enorme presión popular que se articuló en torno a la Coordinadora Salvemos Doñana, en la que participaban 150 organizaciones ecologistas y de izquierdas de toda Europa, la cual consiguió movilizar el 18 de marzo de 1990 en Matalascañas (Almonte) a más de 10.000 personas, entre las que se contaban el gran historiador e hispanista Ian Gibson (que fue el encargado de leer el manifiesto de la Coordinadora) y el entonces dirigente de Izquierda Unida, Julio Anguita. Aunque en la decisión final de la Junta, probablemente también debió tener no poco peso la seria amenaza de la creación de una comisión parlamentaria para investigar el más que probable tráfico de influencias que se habría producido en torno a la recalificación de los terrenos para dicho proyecto.
       Pero la falsa dicotomía entre pato y campesino quedaba firmemente establecida: para una parte no despreciable de la opinión pública (incluyendo a muchos habitantes de la zona, a los que se había encandilado con la promesa de la “creación de riqueza y puestos de trabajo”), las reivindicaciones medioambientales serían consideradas a partir de aquel momento como “un freno contra el crecimiento y el progreso”, y las organizaciones de izquierdas y movimientos sociales que empezaban ya por entonces a introducir la sostenibilidad medioambiental entre los principios rectores de sus proyectos emancipatorios quedarían duramente estigmatizadas con la etiqueta de “enemigas de los campesinos”, por haber, supuestamente, antepuesto a los intereses de los mismos unos caprichosos y artificiales “derechos” de los patos. Como prueba, el acoso moral y las amenazas de muerte que tuvo que sufrir durante años el concejal de IU en Almonte, Manuel López Vega, a causa de su oposición al proyecto.
          De entonces hacia acá, sin embargo, han sido muchos los antiguos “desarrollistas” (empezando por los dirigentes del propio PSOE) que se han apuntado a la estrategia del greenwashing y han acabado convirtiéndose –aunque no sea más que nominalmente– en acérrimos defensores de lo verde y del medio ambiente, obligados por la innegabilidad de los graves efectos que ya estamos sintiendo del cambio climático (véase el continuado aumento de las temperaturas medias en todo el planeta o la terrible sequía que estamos sufriendo este año en toda España, especialmente en Andalucía y Catalunya) y otros graves problemas como la proliferación de enfermedades respiratorias (consecuencia de la contaminación atmosférica), la disminución de la productividad agrícola por agotamiento de tierras o la sobreexplotación de los caladeros de pesca.
         Pero la falsa dialéctica entre sostenibilidad y desarrollo, entre economía y ecología, se ha mantenido entre numerosos sectores, alentada sobre todo por la derecha tradicional más dura y por la nueva extrema derecha emergente. (Esta última, en especial, ha hecho del negacionismo medioambiental uno de sus más efectivos banderines de enganche, con el que aspira a entrar con fuerza en el mundo rural.) Y ha resurgido con fuerza en las últimas semanas y los últimos meses.
          Ya tuvimos una primera señal a lo largo de 2023, cuando la Junta de Andalucía (ahora en manos del PP, con apoyo parlamentario de VOX) elaboró una proposición de ley con la que se pretendílegalizar 1.500 hectáreas irregulares de regadío dedicados al cultivo de la fresa y los frutos rojos en la provincia de Huelva (incluyendo la recalificación como terreno agrícola de 800 hectáreas dentro del propio parque) y mantener abiertos cientos o miles de pozos ilegales en la zona, a pesar de la situación crítica que está atravesando el mencionado acuífero 27 y que ya ha provocado la desecación de la mayor parte de las lagunas de Doñana (incluyendo a muchas de las que hasta ahora se consideraban permanentes), tal como pone de relieve un reciente informe de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir y de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Y tan sólo con la amenaza de sanciones por parte de la Comisión Europea se consiguió que se llegara in extremis a un acuerdo entre la Junta de Andalucía y el Gobierno de España para la retirada de dicha proposición de ley, a cambio de la promesa de cuantiosas compensaciones económicas y planes de reconversión de cultivos para tranquilizar a los agricultores implicados.
          Pero ha sido durante estos meses de enero y febrero cuando se ha producido un estallido generalizado del mundo rural, que se ha lanzado a tomar las calles y las carreteras de toda Europa para protestar contra la que muchos agricultores consideran una asfixiante Política Agraria Común de la Unión Europea. Y, de entre todos los motivos de su descontento, los promotores de estas duras movilizaciones han señalado especialmente las medidas medioambientales impuestas durante los últimos años al campo europeo en el marco de la Agenda 2030.
          (Señalemos que la Agenda 2030 consiste en un conjunto de recomendaciones aprobado por la ONU en 2015 con el que se establece una serie de Objetivos de Desarrollo Sostenible a alcanzar para 2030, y entre los que se abordan temas como pobreza, salud, igualdad de género y cambio climático. Y que la anatemización absoluta de dicha Agenda 2030 se ha convertido en uno de los principales ejes programáticos de toda la nueva extrema derecha emergente mundial, desde Le Pen a Miley pasando por VOX y por la muy fachoindepe Aliança Catalana.)

La solución a la “competencia desleal” no puede pasar por la derogación de la Agenda 2030, sino por un “nuevo proteccionismo” basado en criterios sociales y mediambientales

       No nos duelen prendas admitir que los agricultores tienen razones para estar cabreados, y que las políticas agrarias de la Unión Europea son criticables en muchos aspectos. No es aceptable ni coherente que, mientras a los productores españoles, italianos o franceses se les exige la adopción de toda una serie de medidas de protección medioambiental (rotación de cultivos, mantenimiento obligatorio de zonas de pastos y vegetación natural, adopción de sistemas de riego más eficientes, restricciones en el uso de productos tóxicos, etc.) que encarecen sustancialmente sus productos, los tratados comerciales preferentes con países terceros como Marruecos permitan la entrada en el mercado europeo de productos mucho más baratos, en cuyos países de origen no se establecen estándares medioambientales ni de calidad fitosanitaria equivalentes a los europeos: lo que los agricultores movilizados denominan, con terminología mercantilista, competencia desleal.
         Pero la solución a la competencia de países terceros no puede estar en la homologación a la baja de la producción agrícola europea (tal como están exigiendo algunos de los promotores de las movilizaciones), sino en exigir con firmeza la revisión de dichos tratados cuando los efectos de los mismos resulten tan claramente perjudiciales; y no sólo para evitar la “competencia desleal” que denuncian los agricultores (al fin y al cabo, nosotros consideramos que también los agricultores turcos o marroquíes tienen derecho a alimentar a sus familias), sino, sobre todo, para garantizar la salud de los consumidores y para estimular la adopción de buenas prácticas medioambientales y sociales, acordes con la Agenda 2030, fuera de la propia Unión Europea. Y, posiblemente, en comenzar a revisar el paradigma librecambista impuesto por el actual modelo de economía capitalista globalizada, tal como defiende Jorge Verstrynge cuando habla de la necesidad de fomentar un nuevo proteccionismo en las “economías de gran espacio".
          Y no poca razón tienen, también, los agricultores cuando se quejan por los bajos precios que imponen a su producción las grandes distribuidoras –muchas veces por debajo de costes de producción, lo cual hace inviable el mantenimiento de los cultivos–, y que nada tienen que ver con los precios desaforados a los que los consumidores nos encontramos luego el aceite de oliva, las frutas o las verduras en las estanterías de los supermercados. Lo cual sólo puede solucionarse (tal como ha dicho Unai Sordo, secretario general de Comisiones Obreras) poniendo los medios necesarios para hacer efectiva la prohibición de vender por debajo de costes que establece en España la Ley de la Cadena Alimentaria.
        En cualquier caso, la sostenibilidad no debe contraponerse al mantenimiento del modo de vida de los agricultores. Lo que es malo para el pato, lo es también para el campesino. El acuífero que nutre las lagunas es el mismo que riega las fresas, y si el acuífero se seca, o se saliniza, no hay agua para las unas ni para las otras. Los pesticidas que envenenan a la fauna salvaje también se acumulan en los tejidos humanos, provocando cánceres y alteraciones genéticas graves. La pérdida de biodiversidad se traduce en la proliferación de plagas, por la desaparición de especies que las controlan. En resumen: la sostenibilidad ambiental no es un lujo pequeñoburgués ni un capricho de urbanitas, sino una necesidad perentoria para asegurar la vida (y, sobre todo, la vida humana) en nuestro planeta.
          Aunque, en último término, lo que subyace tanto al problema de la sostenibilidad como al de la viabilidad del modo de vida de las personas del campo es el hecho de que el modelo agrícola actual –industrializado, globalizado y mercantilizado– no se halla al servicio de las necesidades de productores ni consumidores, sino del exclusivo beneficio de las grandes multinacionales del sector agroalimentario. Como todo el resto de la economía dentro de un sistema capitalista que no es, a largo término, ni social ni mediambientalmente sostenible.


* Artículo publicado en Crónica Política nº 9 el 15/2/24, y reproducido en Litteratura con permiso del autor.

1 comentario:

  1. La verdad es que no había, y no hay conciencia ecologista suficiente. El tráfico de influencias, sobornos y, en general, la picaresca, sigue siendo, lo vemos, la manera de hacer de quienes gobiernan.

    Está tan interiorizado aquí, tan lejos de Europa, que el verbo dimitir en España no existe. Un abrazo.

    ResponderEliminar

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...