domingo, 17 de marzo de 2024

Los lobos......Emerio Medina

Foto: Paco Luna, Casa de la Música, Miramar

La idea de ver lobos marinos me gustó desde el principio. Patricia los mencionó en la calle Sarandí cuando almorzábamos juntos en una mesa al aire libre y el sol de la primavera naciente me calentaba la cara. Lo dijo con entusiasmo, como si se alegrara de ser la primera en darme una información interesante. Por la forma en que habló, me quería sorprender. O quizá buscaba un tema de conversación para el resto de la tarde, algo que estuviera lejos del protocolo de esos días, con tanta gente hablando de su trabajo y tratando de quedar bien ante un público exigente.
       Ella masticaba su asado con desgano y bebía el refresco en tragos espaciados. Al final puso a un lado la carne y se limitó a probar las papas fritas y la ensalada. Sacó una manzana del bolso y la mordió con deseos, pero se quedó mirando lejos, hacia la plaza de Maldonado, hacia algún punto impreciso entre la estatua de Artigas y el lumínico de la tienda. Pensaba en algo, o parecía estar pensando. Acercaba la fruta a la boca y chupaba el jugo antes de dar otra mordida. Dejaba que los labios recorrieran un amplio espacio sobre la corteza roja y en un impulso lento arrancaba un pedazo minúsculo con los dientes, lo hacía resbalar sobre la lengua un tiempo largo y masticaba con calma, como si no tuviera el apuro mínimo, ni la menor idea del tiempo o el lugar donde estábamos.
         Sólo interrumpía el acto maquinal de saborear la fruta para arreglarse la bufanda alrededor del cuello. La prenda oscura hacía contraste con su rostro pálido y se empeñaba en rodar sobre el antepecho del abrigo para dejar al descubierto una parte del cuello delicado y blanco. Ella acercaba la mano, devolvía la prenda a su lugar y masticaba la fruta sin mirarme ni decir una palabra. Después miraba lejos sin siquiera molestarse con el ruido que yo hacía al tragar la carne, ni con mi rudeza tropical de mondar los huesos hasta dejarlos pelados, ni con la poco delicada costumbre de chuparme los dedos y limpiarme los dientes con las uñas a la vista de todos.
       Al parecer le quedaba claro que no me preocupaba causar una buena impresión, o quizá su fría delicadeza argentina le permitía situarse por encima de hábitos tan terrenos y lo tomaba todo como simples actos naturales del oscuro habitante del Caribe que era yo, uno que estaba en el encuentro de escritores porque algún funcionario del gobierno uruguayo se tomó las molestias de invitar a un cubano y pagar su pasaje en avión, su estancia en un hotel de lujo y sus gastos más elementales de comida y almuerzo.
          Y era cierto que llegué en el último momento y no debía ser tenido en cuenta por una mujer de su clase, tan frívola y esnob, envuelta en un abrigo negro. Pero debíamos compartir el horario y la mesa del almuerzo como parte del arreglo general de los organizadores del encuentro, y ella condescendía tanto como era posible y se dejaba llevar por las circunstancias, pero se mostraba ante mis ojos tal y como era: una intelectual exitosa de clase media que podía hacerme desaparecer de la escena con sólo desearlo.
        Durante casi media hora ni siquiera me miró. Se entretenía con su manzana y seguía hurgando con los ojos en alguna locación indeterminada de la plaza. Pensaba, o simulaba pensar, y en general me pareció que estaba lejos. Vagaba por una ciudad cualquiera y no tenía tiempo para cruzar dos palabras con el ente improvisado y extraño que le correspondió como compañero de almuerzo en su tercer día en Maldonado.
        —¿Qué vas a hacer por la tarde? —preguntó de pronto, y ahora se empinó en el asiento y me miró a la cara.
        Un rubor tenue, casi imperceptible, coloreó su rostro pálido. Los labios dejaron de moverse y quedaron abiertos, levemente humedecidos con el jugo de la fruta. Dejaban ver los dientes parejos y perfectos, tan brillantes y pulidos que la luz del mediodía rebotaba en ellos. Cerró la boca al descubrir que le miraba los implantes de las muelas. Se puso seria durante un tiempo brevísimo, pero alegró otra vez la expresión y se inclinó adelante.
        —Tenés que ir a ver los lobos marinos. No te podés perder eso. Están ahí mismo, en Punta del Este, junto a los barcos.
         Yo sólo había visto lobos marinos por televisión. Los confundía con las focas y las morsas y no tenía una idea muy clara sobre sus diferencias y su aspecto. Pero me interesaba la idea de conocerlos, en general, aunque sólo fuera para contárselo a la gente, para decir que vi lobos, los toqué, los oí respirar desde muy cerca en su ambiente natural.
        —Sería bueno verlos, sí —dije sin dejar de masticar—. En general los lobos siempre me han gustado. Saben a lobo.
       —No, de verdad —respondió sin molestarse con el sarcasmo—. ¿No me creés? Están allí, cerca del hotel. Sólo tenés que bajar a la rambla de madera y llegar a la orilla del río. Hay mucha gente mirándolos.
        No quise parecer un malagradecido, ni me interesaba pasar por un macho tropical insensible ante una situación que para ella parecía ser importante. Mostré todo el interés que pude, sonreí y me quedé esperando su invitación a pasear por la rambla. Ella se inclinó otra vez y ya casi abría la boca para hablar cuando un hombre vestido de negro nos interrumpió.
         —¡Al fin te encuentro! —sin esperar aviso o invitación, haló una silla y se sentó junto a Patricia.
        Era un hombre maduro y enjuto, con amplias entradas sobre la frente y una mirada rápida y escrutadora. La ausencia de barba y bigotes le daba un aire juvenil y alegre, y en general lucía muy limpio y cuidado, salvo quizá porque llevaba zapatos deportivos de piel marrón y el polvo de varios días se había acumulado en los intersticios de las costuras.
        —¡Gustavo! —dijo Patricia—. Estaba acá con el amigo cubano. Nos tocó almorzar juntos. ¿Y vos dónde te metiste? Yo también te estuve buscando.
       —Andaba por ahí —respondió el hombre—. Ya sabés. Uno viene a Maldonado por cinco días y quiere aprovechar el tiempo visitando a las viejas amistades. ¿Y me decís que el amigo es cubano? Ya sabía que teníamos un cubano entre los invitados. Pensé que era negro.
        Sonrió después que dijo eso. Miró a los ojos de la muchacha y abrió los labios al tiempo que alargaba la mano para tocarla en el hombro. Esperaba que ella riera con la observación, pero ella se quedó seria y apartó el cuerpo, y él dejó de sonreír. Se quedaron callados los dos, y yo me quedé mirándolos. Traté de masticar en silencio los últimos trozos de la carne y pensé que, a falta de interlocutores de mi gusto, debía aprovechar el tiempo de estancia en un país diferente y conversar un poco. Pero estaría atento, muy atento, en esa guardia eterna de los extranjeros cuando participan de una conversación que no les interesa.
        Por suerte, en lo adelante Patricia cumplió bien con sus roles de anfitriona y dirigió sus palabras hacia mí. Se inclinó otra vez y me hizo recordar su información anterior.
        —¿Te embullás? La tarde es linda hoy —se volteó hacia Gustavo y explicó—: Estaba invitando al amigo cubano a ver los lobos en el puerto. Estoy segura que le gustarán.
       —¿Los lobos? —Gustavo parecía sorprendido, o levemente irritado. Se reclinó en el asiento, cruzó las manos detrás de la cabeza y miró al cielo—. Cierto. Ahora mismo estará la gente mirándolos. Les tiran pescado y se entretienen con ellos.
       Patricia nos miró por turnos. Bebió un trago minúsculo de refresco y sonrió. Se veía complacida con la perspectiva de pasar la tarde en la costa. Se entusiasmó con alguna idea repentina, mordió otra vez la manzana y volvió a sonreír.
        —Sí. Será bárbaro estar allá con este sol. Será bárbaro. La rambla es preciosa por las tardes. La gente va con sus chicos y la pasan muy bien.
        —Pero yo quiero proponer otra cosa —Gustavo echó el cuerpo atrás—. Preferiría que nos fuéramos los tres a tomar cerveza en El Grillo o en Imarangatú.
       Me miró cuando dijo los tres, pero se dirigió a Patricia. Se le acercó bastante y le habló en voz baja y moderada. La forma casi íntima revelaba su interés por estar a solas con ella.
         —Ahora está vacío allá. ¿Qué creés?
        Y sin otra conversación u otras palabras nos pusimos de acuerdo los tres. Tomamos un taxi hacia Punta del Este y casi no hablamos en el camino. Gustavo se complacía mirando el rostro de la muchacha sin ponerme atención, y ella mordía una manzana y miraba lejos.
        A mí me hizo bien mirar el paisaje. Todo el camino hasta Punta del Este me lo pasé mirando a los lados. Las casas de ladrillos con su jardín de césped verde y los cipreses altos como pinos me dejaban en el pecho y en los ojos una sensación de bienestar. Olvidé a la pareja y los dejé hacer sin preocuparme por lo que dijeran a mis espaldas.
        El salón del Club Imarangatú estaba vacío. Disponía de sesenta mesas y suficiente iluminación. La barra era larga, de madera pulida, y en sus extremos se alzaban dos torres dispensadoras, todo en acero cromado o algún metal inoxidable. Podía ser aluminio, pero nunca lo supe. La regia instalación y la perspectiva de beber me hicieron olvidar los viejos vicios de examinarlo todo, de establecer si algo estaba hecho de metal o de madera, o si la gente alrededor hablaba en turco o en inglés.
        Nos sentamos a una mesa del fondo y Gustavo chasqueó los dedos para pedir la cerveza. Un muchacho vestido de rojo y negro se acercó despacio, tomó el pedido y se alejó hacia las torres. El hombre que dispensaba, un poco maduro ya, se tomó su tiempo. En general, todo era lento. La conversación también resultaba lenta para mi gusto. Esperaba que los tragos avivaran a mis acompañantes, pero no podía apurar las cosas porque yo no pagaba. Tenía que esperar. Debía habituar mi velocidad de costumbre a la cadencia de la flema gaucha.
       Gustavo se sentía dueño de la situación y procuraba marcar el ritmo del diálogo. Durante algún tiempo esa estrategia funcionó, y la muchacha seguía sus palabras con atención al punto de ignorarme. Me hacían sentir incómodo en sus papeles bien diferenciados de viejo seductor y doncella deslumbrada. Pasó una hora y todo se mantuvo sin cambios. Gustavo ordenaba cerveza chasqueando los dedos y hacía que los jóvenes meseros se apuraran.
      —¿Los ves ahora, tan lentos y holgazanes? —señaló con desprecio a los muchachos—. Ya los verás dentro de quince días, cuando el salón esté lleno y los turistas brasileños ocupen todas las mesas. Volarán con las jarras en la mano con tal de ganarse una propina. Simplemente eso: volarán.
        Lo dijo para mí, y me miró por un segundo, pero volteó los ojos hacia la muchacha y se inclinó adelante. Ella comprendió que necesitaba confirmación.
        —Volarán, cierto. Tienen unas habilidades increíbles. Corren por el salón con todas esas jarras llenas en las manos sin chocar, y sin derramar una gota. No sé cómo pueden hacerlo.
    En ese momento rieron los dos. Me obligaron a imaginar la escena donde doscientos brasileños chasqueaban los dedos y gritaban sus pedidos en portugués o en el idioma mezclado de Rio Grande do Sul, desde Porto Alegre y Pelotas hasta la frontera, y los meseros corrían con diez jarras en la mano para complacer sus bocas sedientas y ganar una propina abundante.
        Podía decir lo mismo de mi país, y quise hacerlo. Teníamos una situación parecida en los salones de los restaurantes donde decenas de turistas suizos y canadienses vociferaban en inglés o en francés para hacer volar a los meseros mulatos. Lo pensé mejor y descubrí que para mí también resultaba interesante la situación de mi país. Era interesante, en definitiva, porque yo sólo podía imaginar lo que ocurría en esos sitios, pero no podía verlo. Preferí quedarme callado y beber cerveza mientras ellos hablaban de lo que iba a ocurrir en quince días. Ya estaba cansado del tono prepotente de Gustavo y la aparente ingenuidad de la muchacha que se dejaba envolver en una conversación ambigua y tonta.
      Decidí tomar la iniciativa y blufear un poco. En general era bueno hacerme oír por dos personas tan diferentes, decir las cosas propias, lo que había visto y oído en otra parte del mundo, una parte lejana y desconocida para ellos. Un escritor uruguayo sesentón y una intelectual argentina de treinta años no se quedarían indiferentes ante un discurso tropical adornado con todo lo que el trópico lleva. Con alguna exageración, quizá, para dar mayor efecto a las palabras, de modo que pudiera buscarme un lugar de prestigio entre mis colegas de clase media. Aunque el papel de bufón no me interesara en lo absoluto, mis bolsillos vacíos me obligaban a usar otras armas. Estaba lejos de mi país y de mi gente. Debía echar a un lado las reticencias y ganar espacio de la forma que pudiera.
         Me dejé llevar por los tragos y les dije a Patricia y Gustavo un par de cosas sobre las chiquillas de quince años de mi barrio que restregaban su sexo con violencia contra la pelvis de un muchacho en cualquier fiesta como si eso fuera lo más común y no hubiera que sonrojarse porque alguien mirara. Lo dije rápido, sin escoger las palabras, pero me cuidé de utilizar alguna frase soez o irrespetuosa. Esperaba que entendieran todo de un tirón y empezaran a hacer preguntas sobre uno u otro comportamiento. Lo hice como si estuviera hablando con amigos cercanos en un sitio cualquiera de mi país, en una de esas tardes con mucho ron y calor suficiente en que uno se encuentra con alguien y decide beber y conversar. Necesitaba hacerlo así para que la indiferencia de clase media de mis interlocutores no terminara por echarme a perder la estancia en un país extraño.
        Hicieron un gesto de no comprender. Tuve que hacer un dibujo en un papel y explicar la postura de las muchachas en las fiestas, y ellos tuvieron reacciones diferentes. Patricia abrió los ojos y la boca y quedó sin hablar. Gustavo hizo un movimiento desdeñoso con la mano y quiso decir algo, pero al final se contuvo y quedó mirando a la muchacha y esperando que ella dijera cualquier cosa.
         —¿Vos estás bromeando? —dijo ella con una voz ingenua de doncella asustada, como si en sus treinta años nadie le hubiera dicho sus muchas cosas sucias al oído, montones de cosas sucias de las que una mujer de esa edad ya debe haber oído de los labios de un hombre mientras se revuelcan desnudos en una cama blanda—. Tenés que estar bromeando. Seguro. No puede ser que unas chicas de quince ya estén haciendo esas cosas. No lo puedo creer.
       —Podés creerlo —imité su acento porteño—. Podés imaginar que esa posición se mantiene durante media hora y nadie se asombra ni se asusta como vos lo estás haciendo ahora. Es natural allá, ¿lo entendés? ¡Na-tu-ral!
        —Bien, lo creo. Pero sólo se restregan un poco, como vos decís, y no pasa nada más. Eso es lo que querés decir. Seguro es eso: un juego de muchachos y nada más. ¿No lo creés así, Gustavo?
         Gustavo hizo mutis y entrecruzó las manos bajo la barbilla. Quería decir algo, pero el tema era difícil de abordar delante de la muchacha, o quizá no sabía qué decir. Quedó callado y prefirió escuchar antes de someterse al juicio de un hombre extranjero, alguien que podía hacerlo quedar en ridículo con dos palabras, y él nunca se arriesgaría en un lance tan peligroso.
      La muchacha parecía muy interesada en el tema. Lo dejaba ver con el movimiento de las manos. Estrujaba una servilleta y se rascaba las palmas, se me encimaba y me soltaba las preguntas como si estuviéramos solos y habláramos de un tema cualquiera.
          —Decime, por favor, la verdad. ¿Es sólo un juego? Unas caricias y un restregamiento, como vos decís, y luego ya. Eso es todo, ¿cierto?
      Yo quería decir que era un juego común entre adolescentes sin mayores trascendencias. No me interesaba pasar por atrevido ante personas de un refinamiento marcado. Quise decir que todo se limitaba a unas caricias y unos roces, pero ella me miró con insistencia. Se había acodado en la mesa y me miraba a los ojos y a los labios con la avidez de una mujer que se deja llevar por una conversación interesante y olvida las conveniencias de una postura adecuada ante un hombre desconocido. Decidí tirar a fondo y responder con las palabras que ella quería oír.
       —No —dije, y su rostro se tensó. Sus manos y su cuello temblaron brevemente—. No es un juego. Después de media hora de restregamiento ya están listos para irse a un sitio oscuro y hacer el amor con furia tropical, y lo hacen repetidas veces, sin cuidarse de ser vistos. No les importa. No están en eso. Es más, se considera un mérito si alguien los ve. Se vanaglorian haciendo el cuento y explicando los detalles.
          —No puede ser. ¡Son apenas unas chiquillas!
        —Y lo son —dije—. Pero ya están preparadas. Desde la escuela van adquiriendo las herramientas, y a los catorce o quince ya están listas.
         —¿Herramientas? —se asombró Patricia, y esta vez olvidó a Gustavo y se me encimó bastante. Su boca me quedó cerca y su aliento de manzanas mezcladas con cerveza me rozó la cara—. ¿Vos decís herramientas? ¿Qué querés decir con eso? Explícame, a ver.
        Se me quedó mirando con sus ojos claros y profundos mientras Gustavo maldecía el momento en que me invitó a acompañarlos al salón. Él trató de llamar la atención de la muchacha y explicó algo sobre el comportamiento de los adolescentes en algunas culturas tropicales modernas. Inició un discursillo académico con citas de Malcolm McDowell y palabrería oficiosa, pero se quedó callado al notar que nadie le hacía caso.
    —Tenés que seguir contándome —ella insistió en que debíamos pedir otra ronda y continuar la conversación—. Sí. Nos tomamos otra jarra y me contás en detalle. Me lo decís todo, ¿bien?
        Pero Gustavo ya se levantaba. Hizo señas a los meseros, sacó la billetera del bolsillo dando a entender que la sesión de cervezas terminó.
       Ella insistió en quedarnos y seguir el diálogo. Lo miró desde abajo y movió las manos para explicar la necesidad de alargar el momento. Se la notaba ansiosa. Tenía el rostro coloreado por la tensión y la cerveza, y había en sus ojos un brillo de súplica.
        —Recordá que el amigo cubano quiere ver los lobos marinos —dijo Gustavo con voz lastimera de líder desplazado.
        —Ah, cierto —ella me miró. Su expresión ya era otra—. No te podés perder eso. Son como perritos. Se acercan al muro y podés pasarles la mano por la cabeza.
       El hotel quedaba cerca. Podíamos subir a cambiarnos y bajar después hasta el malecón del Río de la Plata donde los lobos marinos esperaban por nosotros. En el último momento, cuando nos acercábamos al elevador, Gustavo se las arregló para convencer a Patricia de que la tarde estaba fría. No era bueno para ella exponerse al viento del Atlántico.
         —¿Qué decís? —ella se molestó bastante—. La tarde está preciosa. Mirá ese sol y ese cielo limpio.
         —Está limpio ahora, pero dentro de un rato empezará a soplar el viento de la noche, vendrán las nubes y quizá llueva. Mejor te quedás acá y tomás una ducha caliente —dijo, y ella movió la cabeza en señal de aprobación—. Y no te preocupés por el amigo cubano. Yo lo acompaño a ver los lobos.

Un bote de pescadores se había arrimado al muelle y golpeaba con fuerza los pilotes y las boyas. Sobre la cubierta, un hombre viejo le gritaba a un muchacho. Le decía algo sobre las cuerdas y las redes, y el muchacho se esforzaba en cumplir con la ruda tarea de un marinero pescador. Me pareció muy joven para un trabajo tan fuerte. Lo imaginé jugando en el patio de una escuela, pateando una pelota o haciendo cualquier otra cosa que no fuera recoger una red complicada y amplia, tan pesada que laceraba sus débiles dedos de muchacho.
       Era del tamaño de un chiquillo de liceo, pero sus ojos y sus movimientos daban a entender que era mucho más joven, acaso de doce o trece años, por eso la escena me disgustó lo suficiente como para voltear la cara hacia los yates de lujo que se balanceaban lejos. Recordé en ese momento la tierna relación de los personajes de Hemingway, la tibia protección del viejo pescador hacia el muchacho Santiago, sus palabras cálidas, su esfuerzo por conseguir que se sintiera a gusto en un medio tan hostil.
       Volví a mirar hacia el bote cuando el pescador blasfemó en voz alta. El muchacho dejó caer la red sobre el piso de la embarcación, y el pescador maldijo otra vez y escupió con fastidio sobre el agua. Nos miró, trató de sonreír y señaló con la mano los paquetes de mejillones sobre el banco de madera.
        —Son frescos —gritó—. Recién sacados del agua. A doscientos pesos el paquete.
      Gustavo examinó los mejillones. Hizo un gesto de conocedor y me hizo señas de que estaban buenos, pero cambió el rostro y miró a los pescadores.
        —Será otro día —gritó—. Ahora sólo queremos ver a los lobos.
     El pescador se quedó callado. Escupió otra vez, y ahora el viento sopló fuerte y el salivazo casi pasó rozando la borda.
        —Ya es tarde —gritó el muchacho—. A esta hora ya se han ido a la isla. Tenés que volver por la mañana.
        Gustavo caminó hasta el borde del muro. Hizo bocina con una mano y me señaló con la otra.
        —Es que acá el amigo cubano nunca los ha visto. Primera vez en el país.
        El muchacho abandonó el trabajo con la red y trotó sobre la cubierta hasta acercarse a nosotros.
        —Buscá más allá, cerca de los botes. A veces se quedan hasta tarde.
       Volvimos atrás, sobre la rambla de madera del puerto, hasta el malecón que bordeaba la ensenada donde se anclaban los botes más elegantes. Se oía el ruido de las olas al chocar con los cascos. Una mujer regordeta vestida de vigilante dormitaba sobre un banco estrecho. Se había recostado a la pared y tenía las manos cruzadas sobre el abdomen. La gorra del uniforme le tapaba los ojos.
        —¿Te fijás? —preguntó Gustavo—. Una mujer dormida custodia el puerto. Una simple mujer armada con bastón de goma y un equipo de radio. Es un sitio muy seguro, como podés ver. Y esos yates son caros. Es gente de Brasil o Argentina que ya empieza a llegar para el verano. Millonarios, quizá, o gente de clase media que ahorra sus pesos y viene a pasar la temporada.
     Yo preferí no decir nada. Comparaba las instalaciones del balneario con otras similares de mi país. Imaginaba grupos de policías vestidos de azul y armados con pistolas de reglamento, y otros grupos de guardianes invisibles que atisbaban desde los sitios más altos y atendían a cualquier movimiento sospechoso de los nacionales y los extranjeros. Y ahora, haciendo una comparación mental entre una instalación y otra, me volvió a la cabeza la escena de la cervecería, la cara de Gustavo cuando sacaba de la cartera sus cinco billetes de a cien pesos para pagar la cerveza.
       Recordé la tez de Patricia sonrojada por los tragos. Una aureola voluptuosa le cubría el rostro. Era otra vez Patricia enfundada en un abrigo negro, envuelta en su bufanda como una bebé dentro de la fuerte climatización del club, y otra vez pensé que no era lo mismo, ni lo sería nunca: no había comparación posible entre el bullicio del trópico y la silenciosa, casi aburrida tranquilidad de las locaciones rioplatenses de Punta del Este, o acaso de Piriápolis o Punta Ballenas, que por ser pueblos menores serían aun más callados y tranquilos. No había comparación con el Caribe ni siquiera en el comienzo de una primavera con sol pálido. Pero no hacía tanto frío. No había necesidad de un abrigo tan grueso. Volví a ver sus piernas, tan largas y parejas, meciéndose nerviosas cuando ella preguntaba sobre cuestiones de sexo, de cómo era en mi país, de la edad promedio en que las mujeres se iban por primera vez a la cama con un hombre. Y me recordé hablándole, diciéndole un par de mentiras que no lo eran tanto. Eso lo pensé después, cuando Gustavo me halaba hacia el sitio donde los lobos marinos se alimentaban con el pescado que les tiraba la gente.

Pudimos ver a los lobos al final de la tarde. Eran como perritos, como decía Patricia. Se movían en el agua con una rapidez increíble, coleteaban con fuerza y asomaban la cabeza justo debajo de nosotros, y luego se sumergían y reaparecían más allá, junto a los botes. Eran muy mansos y amigables y se podía rozar su cabeza. Por tercera vez en la jornada pensé en mi país, en lo que pasaría si a un lobo marino o a una foca se le ocurría asomar la cabeza frente a una muchedumbre que vigilaba la costa esperando un momento como ese, un instante breve y raro en que un mamífero marino de una tonelada se ponía al alcance de decenas de manos y bocas ávidas. Pensé en una foca, un animal juguetón y dócil que divertía a los muchachos en el acuario. Y aquí tenía a los lobos marinos al alcance de la mano. Eran tan rápidos y alegres como podía ser un animal que vive en el agua fría de un mar oscuro y profundo. No me gustó la idea de ser un lobo marino, ni tenía ganas de ser una foca o una ballena ni cualquier triste mamífero que pasa la vida en el agua.
          —En temporada vienen acá por cientos —dijo Gustavo.
       Señaló un promontorio blanquecino en la distancia, un montón de arena y piedras a mitad de camino hacia el océano. Me obligó a mirar en aquella dirección y explicó todo.
       —Es la isla Gorriti. Allá los podés encontrar por miles. La isla es la segunda reserva del mundo. ¿Lo podés imaginar? ¡La segunda!
         Lo dijo con orgullo, y sonrió. Le resultaba suficiente el placer de dar esa información de privilegio, como si no fuera un delito eterno ser el segundo en algo. Lo repitió cuando los lobos se retiraron hacia los yates y desaparecieron del campo visual por un momento.
        —Sí —dijo—. Somos la segunda reserva. En realidad pasan todo el tiempo allá, pero algunos vienen a alimentarse aquí. Pasan el día entero, y antes que oscurezca se marchan todos. ¿Los podés imaginar recorriendo esos dos kilómetros, coleteando hacia la isla y sacando la cabeza del agua cada cinco metros? Desde allá, desde el mirador, se puede ver todo. Es un espectáculo formidable.
       Gesticuló otra vez y explicó algo sobre la temporada próxima. Miles de turistas arribarían al balneario cuando el invierno se alejara y el sol de la primavera entrante calentara con fuerza la arena negra de las playas, los patios de cipreses de las casas de ladrillos y los hoteles blancos de la ribera rioplatense.
       —Vendrán los millonarios brasileños y argentinos, y ya entonces no será fácil encontrar mesa en una cervecería, como esta tarde.
      Se rascó la cabeza. Pareció recordar la escena dentro del salón vacío, la cara de la muchacha, su obstinación en preguntarme cosas de sexo. Le dolía haberme invitado, o quizá sólo estaba tratando de olvidarlo todo y buscaba un pretexto para evadir la conversación.
          Los lobos habían regresado. Asomaban la cabeza y hacían su juego. Gustavo los miró.
          —¿Decís que no tienen lobos allá?
        Era una pregunta ingenua. Siendo un hombre de más de cincuenta años y profesor universitario, lucía ridículo repitiendo sus preguntas tontas. No se parecía en nada al hombre que estuviera hablando conmigo un par de horas atrás, cuando estábamos sentados en el salón de la cervecería y él ordenaba cerveza en jarras para tres con ademanes enérgicos y prepotentes. Respondí para demostrar que yo también podía ser cortés y educado.
      —Sólo podríamos tener lobos marinos en el acuario, y ahora no estoy seguro si los tenemos o no. Recuerda que vivo en el trópico.
      Quedó en silencio. Intentó sonreír, pero sus labios sólo lograron curvarse en una mueca ambigua y nerviosa, algo que quizá era una sonrisa, o quizá no lo era. Sólo me quedó claro que se sintió turbado. Debió sentir lo mismo cuando estábamos sentados en el salón y la muchacha se acodaba sobre la mesa y me echaba el aliento a la cara. Y en ese momento, justo en ese momento, cuando los lobos asomaban sobre el muro, la imagen de Patricia cambió en mi cabeza. Recordé su aliento mezclado y caliente, en cualquier caso agradable, salido de una boca bien cuidada, con dientes parejos y perfectos y labios firmes y sensuales. Me sorprendí pensando en ella como en un ente sensual y asequible. Desde algún lugar distante la voz de Gustavo me preguntó alguna otra cosa. Nunca supe lo que decía. No lo quise escuchar. Sólo pude acercarme más al muro y mirar el movimiento de los lobos. Allí, a escasos dos metros, el cuerpo de Patricia se movía en el agua. Era como un gran pez plateado que se mostrara en exclusiva para mí. Sus piernas largas la empujaban con lentitud sobre la superficie, y ella se desplazaba con una calma que obligaba a admirar su figura esbelta, ya sin abrigo y sin botas, sólo ella y el agua, ella y una pregunta eterna sobre el sexo, sobre cómo era en mi país y cuántas veces en la noche lo hacía una pareja. Preguntaba con los ojos mientras se arreglaba la bufanda. Sus manos buscaban el borde de la tela y devolvían la prenda a su sitio adecuado. Ya entonces la fría indiferencia argentina desapareció por completo, y ella coleteó con los pies sin dejar de mirarme. Sus ojos seguían siendo profundos y azules, pero esta vez me resultaron tiernos, amorosos. Un velo de ingenuidad la hacía parecer atractiva y sensual. Ante mis ojos volvía a comer una manzana. La masticaba despacio, saboreándola, y pasaba la lengua sobre la corteza en una suerte de invitación callada. En algún momento quise hablarle, decirle que enseguida iba a estar con ella, pero la imagen se disolvió en el agua cuando Gustavo me tocó en el brazo.
         —¿Sabés? —dijo con una voz apagada y lejana, como si le costara mucho decidirse y sintiera sobre la espalda la presión del momento—. Yo quería hablar con vos.
         Yo estaba esperando esas palabras. Quizá, cuando estábamos en el salón de la cervecería y vi que se sentía incómodo, ya supe que en algún momento de la tarde o la noche iba a buscarme y a decir la frase: Yo quiero hablar contigo. Era normal que necesitara hacerlo. Después de verse anulado delante de la mujer que cortejaba por un advenedizo del Caribe, sólo podía tener a mano el recurso más usado: Yo quiero hablar contigo. Para mí esa intención estuvo clara desde que propuso irnos a la rambla sin Patricia, y desde ese momento tuve la certeza de la respuesta que daría.
        —Necesito hablar con vos —repitió, pero esta vez ya el tono había subido y la voz volvía a ser la de siempre.
        Lo miré el tiempo necesario para confirmar que era el mismo Gustavo quien me hablaba, y luego miré hacia algún lugar indeterminado junto a los botes. Ya oscurecía y los lobos se habían ido a la isla. A esa hora precisa estarían chapoteando en el agua oscura del Río de la Plata, asomando sus cabezas para respirar y empujándose con agilidad entre las olas. Miré hacia la isla y respiré fuerte. El aire limpio de Punta del Este me inundó los pulmones. Me sentía libre y bien, y eché a andar hacia el hotel por el pasillo de la rambla. Atrás, en algún sitio cualquiera junto al río, la voz de Gustavo se silenciaba con el choque sordo y constante de los botes de madera.

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