Foto: Paco Luna, Casa de la Música, Miramar |
La idea de ver lobos marinos me gustó
desde el principio. Patricia los mencionó en la calle Sarandí
cuando almorzábamos juntos en una mesa al aire libre y el sol de la
primavera naciente me calentaba la cara. Lo dijo con entusiasmo, como
si se alegrara de ser la primera en darme una información
interesante. Por la forma en que habló, me quería sorprender. O
quizá buscaba un tema de conversación para el resto de la tarde,
algo que estuviera lejos del protocolo de esos días, con tanta gente
hablando de su trabajo y tratando de quedar bien ante un público
exigente.
Ella
masticaba su asado con desgano y bebía el refresco en tragos
espaciados. Al final puso a un lado la carne y se limitó a probar
las papas fritas y la ensalada. Sacó una manzana del bolso y la
mordió con deseos, pero se quedó mirando lejos, hacia la plaza de
Maldonado, hacia algún punto impreciso entre la estatua de Artigas y
el lumínico de la tienda. Pensaba en algo, o parecía estar
pensando. Acercaba la fruta a la boca y chupaba el jugo antes de dar
otra mordida. Dejaba que los labios recorrieran un amplio espacio
sobre la corteza roja y en un impulso lento arrancaba un pedazo
minúsculo con los dientes, lo hacía resbalar sobre la lengua un
tiempo largo y masticaba con calma, como si no tuviera el apuro
mínimo, ni la menor idea del tiempo o el lugar donde estábamos.
Sólo
interrumpía el acto maquinal de saborear la fruta para arreglarse la
bufanda alrededor del cuello. La prenda oscura hacía contraste con
su rostro pálido y se empeñaba en rodar sobre el antepecho del
abrigo para dejar al descubierto una parte del cuello delicado y
blanco. Ella acercaba la mano, devolvía la prenda a su lugar y
masticaba la fruta sin mirarme ni decir una palabra. Después miraba
lejos sin siquiera molestarse con el ruido que yo hacía al tragar la
carne, ni con mi rudeza tropical de mondar los huesos hasta dejarlos
pelados, ni con la poco delicada costumbre de chuparme los dedos y
limpiarme los dientes con las uñas a la vista de todos.
Al
parecer le quedaba claro que no me preocupaba causar una buena
impresión, o quizá su fría delicadeza argentina le permitía
situarse por encima de hábitos tan terrenos y lo tomaba todo como
simples actos naturales del oscuro habitante del Caribe que era yo,
uno que estaba en el encuentro de escritores porque algún
funcionario del gobierno uruguayo se tomó las molestias de invitar a
un cubano y pagar su pasaje en avión, su estancia en un hotel de
lujo y sus gastos más elementales de comida y almuerzo.
Y
era cierto que llegué en el último momento y no debía ser tenido
en cuenta por una mujer de su clase, tan frívola y esnob, envuelta
en un abrigo negro. Pero debíamos compartir el horario y la mesa del
almuerzo como parte del arreglo general de los organizadores del
encuentro, y ella condescendía tanto como era posible y se dejaba
llevar por las circunstancias, pero se mostraba ante mis ojos tal y
como era: una intelectual exitosa de clase media que podía hacerme
desaparecer de la escena con sólo
desearlo.
Durante
casi media hora ni siquiera me miró. Se entretenía con su manzana y
seguía hurgando con los ojos en alguna locación indeterminada de la
plaza. Pensaba, o simulaba pensar, y en general me pareció que
estaba lejos. Vagaba por una ciudad cualquiera y no tenía tiempo
para cruzar dos palabras con el ente improvisado y extraño que le
correspondió como compañero de almuerzo en su tercer día en
Maldonado.
—¿Qué
vas a hacer por la tarde? —preguntó de pronto, y ahora se empinó
en el asiento y me miró a la cara.
Un
rubor tenue, casi imperceptible, coloreó su rostro pálido. Los
labios dejaron de moverse y quedaron abiertos, levemente humedecidos
con el jugo de la fruta. Dejaban ver los dientes parejos y perfectos,
tan brillantes y pulidos que la luz del mediodía rebotaba en ellos.
Cerró la boca al descubrir que le miraba los implantes de las
muelas. Se puso seria durante un tiempo brevísimo, pero alegró otra
vez la expresión y se inclinó adelante.
—Tenés
que ir a ver los lobos marinos. No te podés perder eso. Están ahí
mismo, en Punta del Este, junto a los barcos.
Yo
sólo había visto lobos marinos por televisión. Los confundía con
las focas y las morsas y no tenía una idea muy clara sobre sus
diferencias y su aspecto. Pero me interesaba la idea de conocerlos,
en general, aunque sólo fuera para contárselo a la gente, para
decir que vi lobos, los toqué, los oí respirar desde muy cerca en
su ambiente natural.
—Sería
bueno verlos, sí —dije sin dejar de masticar—. En general los
lobos siempre me han gustado. Saben a lobo.
—No,
de verdad —respondió sin molestarse con el sarcasmo—. ¿No me
creés? Están allí, cerca del hotel. Sólo tenés que bajar a la
rambla de madera y llegar a la orilla del río. Hay mucha gente
mirándolos.
No
quise parecer un malagradecido, ni me interesaba pasar por un macho
tropical insensible ante una situación que para ella parecía ser
importante. Mostré todo el interés que pude, sonreí y me quedé
esperando su invitación a pasear por la rambla. Ella se inclinó
otra vez y ya casi abría la boca para hablar cuando un hombre
vestido de negro nos interrumpió.
—¡Al
fin te encuentro! —sin esperar aviso o invitación, haló una silla
y se sentó junto a Patricia.
Era
un hombre maduro y enjuto, con amplias entradas sobre la frente y una
mirada rápida y escrutadora. La ausencia de barba y bigotes le daba
un aire juvenil y alegre, y en general lucía muy limpio y cuidado,
salvo quizá porque llevaba zapatos deportivos de piel marrón y el
polvo de varios días se había acumulado en los intersticios de las
costuras.
—¡Gustavo!
—dijo Patricia—. Estaba acá con el amigo cubano. Nos tocó
almorzar juntos. ¿Y vos dónde te metiste? Yo también te estuve
buscando.
—Andaba
por ahí —respondió el hombre—. Ya sabés. Uno viene a Maldonado
por cinco días y quiere aprovechar el tiempo visitando a las viejas
amistades. ¿Y me decís que el amigo es cubano? Ya sabía que
teníamos un cubano entre los invitados. Pensé que era negro.
Sonrió
después que dijo eso. Miró a los ojos de la muchacha y abrió los
labios al tiempo que alargaba la mano para tocarla en el hombro.
Esperaba que ella riera con la observación, pero ella se quedó
seria y apartó el cuerpo, y él dejó de sonreír. Se quedaron
callados los dos, y yo me quedé mirándolos. Traté de masticar en
silencio los últimos trozos de la carne y pensé que, a falta de
interlocutores de mi gusto, debía aprovechar el tiempo de estancia
en un país diferente y conversar un poco. Pero estaría atento, muy
atento, en esa guardia eterna de los extranjeros cuando participan de
una conversación que no les interesa.
Por
suerte, en lo adelante Patricia cumplió bien con sus roles de
anfitriona y dirigió sus palabras hacia mí. Se inclinó otra vez y
me hizo recordar su información anterior.
—¿Te
embullás? La tarde es linda hoy —se volteó hacia Gustavo y
explicó—: Estaba invitando al amigo cubano a ver los lobos en el
puerto. Estoy segura que le gustarán.
—¿Los
lobos? —Gustavo parecía sorprendido, o levemente irritado. Se
reclinó en el asiento, cruzó las manos detrás de la cabeza y miró
al cielo—. Cierto. Ahora mismo estará la gente mirándolos. Les
tiran pescado y se entretienen con ellos.
Patricia
nos miró por turnos. Bebió un trago minúsculo de refresco y
sonrió. Se veía complacida con la perspectiva de pasar la tarde en
la costa. Se entusiasmó con alguna idea repentina, mordió otra vez
la manzana y volvió a sonreír.
—Sí.
Será bárbaro estar allá con este sol. Será bárbaro. La rambla es
preciosa por las tardes. La gente va con sus chicos y la pasan muy
bien.
—Pero
yo quiero proponer otra cosa —Gustavo echó el cuerpo atrás—.
Preferiría que nos fuéramos los tres a tomar cerveza en El Grillo o
en Imarangatú.
Me
miró cuando dijo los tres,
pero se dirigió a Patricia. Se le acercó bastante y le habló en
voz baja y moderada. La forma casi íntima revelaba su interés por
estar a solas con ella.
—Ahora
está vacío allá. ¿Qué creés?
Y
sin otra conversación u otras palabras nos pusimos de acuerdo los
tres. Tomamos un taxi hacia
Punta del Este y casi no hablamos en el camino. Gustavo se complacía
mirando el rostro de la muchacha sin ponerme atención, y ella mordía
una manzana y miraba lejos.
A
mí me hizo bien mirar el paisaje. Todo el camino hasta Punta del
Este me lo pasé mirando a los lados. Las casas de ladrillos con su
jardín de césped verde y los cipreses altos como pinos me dejaban
en el pecho y en los ojos una sensación de bienestar. Olvidé a la
pareja y los dejé hacer sin preocuparme por lo que dijeran a mis
espaldas.
El
salón del Club Imarangatú estaba vacío. Disponía de sesenta mesas
y suficiente iluminación. La barra era larga, de madera pulida, y en
sus extremos se alzaban dos torres dispensadoras, todo en acero
cromado o algún metal inoxidable. Podía ser aluminio, pero nunca lo
supe. La regia instalación y la perspectiva de beber me hicieron
olvidar los viejos vicios de examinarlo todo, de establecer si algo
estaba hecho de metal o de madera, o si la gente alrededor hablaba en
turco o en inglés.
Nos
sentamos a una mesa del fondo y Gustavo chasqueó los dedos para
pedir la cerveza. Un muchacho vestido de rojo y negro se acercó
despacio, tomó el pedido y se alejó hacia las torres. El hombre que
dispensaba, un poco maduro ya, se tomó su tiempo. En general, todo
era lento. La conversación también resultaba lenta para mi gusto.
Esperaba que los tragos avivaran a mis acompañantes, pero no podía
apurar las cosas porque yo no pagaba. Tenía que esperar.
Debía habituar mi velocidad de costumbre a la cadencia de la flema
gaucha.
Gustavo
se sentía dueño de la situación y procuraba marcar el ritmo del
diálogo. Durante algún tiempo esa estrategia funcionó, y la
muchacha seguía sus palabras con atención al punto de ignorarme. Me
hacían sentir incómodo en sus papeles bien diferenciados de viejo
seductor y doncella deslumbrada. Pasó una hora y todo se mantuvo sin
cambios. Gustavo ordenaba cerveza chasqueando los dedos y hacía que
los jóvenes meseros se apuraran.
—¿Los
ves ahora, tan lentos y holgazanes? —señaló con desprecio a los
muchachos—. Ya los verás dentro de quince días, cuando el salón
esté lleno y los turistas brasileños ocupen todas las mesas.
Volarán con las jarras en la mano con tal de ganarse una propina.
Simplemente eso: volarán.
Lo
dijo para mí, y me miró por un segundo, pero volteó los ojos hacia
la muchacha y se inclinó adelante. Ella comprendió que necesitaba
confirmación.
—Volarán,
cierto. Tienen unas habilidades increíbles. Corren por el salón con
todas esas jarras llenas en las manos sin chocar, y sin derramar una
gota. No sé cómo pueden hacerlo.
En
ese momento rieron los dos. Me obligaron a imaginar la escena donde
doscientos brasileños chasqueaban los dedos y gritaban sus pedidos
en portugués o en el idioma mezclado de Rio Grande do Sul, desde
Porto Alegre y Pelotas hasta la frontera, y los meseros corrían con
diez jarras en la mano para complacer sus bocas sedientas y ganar una
propina abundante.
Podía
decir lo mismo de mi país, y quise hacerlo. Teníamos una situación
parecida en los salones de los restaurantes donde decenas de turistas
suizos y canadienses vociferaban en inglés o en francés para hacer
volar a los meseros mulatos. Lo pensé mejor y descubrí que para mí
también resultaba interesante la situación de mi país. Era
interesante, en definitiva, porque yo sólo
podía imaginar lo
que ocurría en esos sitios, pero no podía verlo.
Preferí quedarme callado y beber cerveza mientras ellos hablaban de
lo que iba a ocurrir en quince días. Ya estaba cansado del tono
prepotente de Gustavo y la aparente ingenuidad de la muchacha que se
dejaba envolver en una conversación ambigua y tonta.
Decidí
tomar la iniciativa y blufear un poco. En general era bueno hacerme
oír por dos personas tan diferentes, decir las cosas propias, lo que
había visto y oído en otra parte del mundo, una parte lejana y
desconocida para ellos. Un escritor uruguayo sesentón y una
intelectual argentina de treinta años no se quedarían indiferentes
ante un discurso tropical adornado con todo lo que el trópico lleva.
Con alguna exageración, quizá, para dar mayor efecto a las
palabras, de modo que pudiera buscarme un lugar de prestigio entre
mis colegas de clase media. Aunque el papel de bufón no me
interesara en lo absoluto, mis bolsillos vacíos me obligaban a usar
otras armas. Estaba lejos de mi país y de mi gente. Debía echar a
un lado las reticencias y ganar espacio de la forma que pudiera.
Me
dejé llevar por los tragos y les dije a Patricia y Gustavo un par de
cosas sobre las chiquillas de quince años de mi barrio que
restregaban su sexo con violencia contra la pelvis de un muchacho en
cualquier fiesta como si eso fuera lo más común y no hubiera que
sonrojarse porque alguien mirara. Lo dije rápido, sin escoger las
palabras, pero me cuidé de utilizar alguna frase soez o
irrespetuosa. Esperaba que entendieran todo de un tirón y empezaran
a hacer preguntas sobre uno u otro comportamiento. Lo hice como si
estuviera hablando con amigos cercanos en un sitio cualquiera de mi
país, en una de esas tardes con mucho ron y calor suficiente en que
uno se encuentra con alguien y decide beber y conversar. Necesitaba
hacerlo así para que la indiferencia de clase media de mis
interlocutores no terminara por echarme a perder la estancia en un
país extraño.
Hicieron
un gesto de no comprender. Tuve que hacer un dibujo en un papel y
explicar la postura de las muchachas en las fiestas, y ellos tuvieron
reacciones diferentes. Patricia abrió los ojos y la boca y quedó
sin hablar. Gustavo hizo un movimiento desdeñoso con la mano y quiso
decir algo, pero al final se contuvo y quedó mirando a la muchacha y
esperando que ella dijera cualquier cosa.
—¿Vos
estás bromeando? —dijo ella con una voz ingenua de doncella
asustada, como si en sus treinta años nadie le hubiera dicho sus
muchas cosas sucias al oído, montones de cosas sucias de las que una
mujer de esa edad ya debe haber oído de los labios de un hombre
mientras se revuelcan desnudos en una cama blanda—. Tenés que
estar bromeando. Seguro. No puede ser que unas chicas de quince ya
estén haciendo esas cosas. No lo puedo creer.
—Podés
creerlo —imité su acento porteño—. Podés
imaginar que esa posición se mantiene durante media hora y nadie se
asombra ni se asusta como vos lo estás haciendo ahora. Es natural
allá, ¿lo entendés? ¡Na-tu-ral!
—Bien,
lo creo. Pero sólo
se restregan
un poco, como vos decís, y no pasa nada más. Eso es lo que querés
decir. Seguro es eso: un
juego de muchachos y nada más. ¿No lo creés así, Gustavo?
Gustavo
hizo mutis y entrecruzó las manos bajo la barbilla. Quería decir
algo, pero el tema era difícil de abordar delante de la muchacha, o
quizá no sabía qué decir. Quedó callado y prefirió escuchar
antes de someterse al juicio de un hombre extranjero, alguien que
podía hacerlo quedar en ridículo con dos palabras, y él nunca se
arriesgaría en un lance tan peligroso.
La
muchacha parecía muy interesada en el tema. Lo dejaba ver con el
movimiento de las manos. Estrujaba una servilleta y se rascaba las
palmas, se me encimaba y me soltaba las preguntas como si
estuviéramos solos y habláramos de un tema cualquiera.
—Decime,
por favor, la verdad. ¿Es sólo
un juego? Unas caricias y un restregamiento,
como vos decís, y luego ya. Eso es todo, ¿cierto?
Yo
quería decir que era un juego común entre adolescentes sin mayores
trascendencias. No me interesaba pasar por atrevido ante personas de
un refinamiento marcado. Quise decir que todo se limitaba a unas
caricias y unos roces, pero ella me miró con insistencia. Se había
acodado en la mesa y me miraba a los ojos y a los labios con la
avidez de una mujer que se deja llevar por una conversación
interesante y olvida las conveniencias de una postura adecuada ante
un hombre desconocido. Decidí tirar a fondo y responder con las
palabras que ella quería oír.
—No
—dije, y su rostro se tensó. Sus manos y su cuello temblaron
brevemente—. No es un juego. Después de media hora de
restregamiento ya
están listos para irse a un sitio oscuro y hacer el amor con furia
tropical, y lo hacen repetidas veces, sin cuidarse de ser vistos. No
les importa. No están en eso. Es más, se considera un mérito si
alguien los ve. Se vanaglorian haciendo el cuento y explicando los
detalles.
—No
puede ser. ¡Son apenas unas chiquillas!
—Y
lo son —dije—. Pero ya están preparadas. Desde la escuela van
adquiriendo las herramientas, y a los catorce o quince ya están
listas.
—¿Herramientas?
—se asombró Patricia, y esta vez olvidó a Gustavo y se me encimó
bastante. Su boca me quedó cerca y su aliento de manzanas mezcladas
con cerveza me rozó la cara—. ¿Vos decís herramientas?
¿Qué querés decir con eso? Explícame, a ver.
Se
me quedó mirando con sus ojos claros y profundos mientras Gustavo
maldecía el momento en que me invitó a acompañarlos al salón. Él
trató de llamar la atención de la muchacha y explicó algo sobre el
comportamiento de los adolescentes en algunas culturas tropicales
modernas. Inició un discursillo académico con citas de Malcolm
McDowell y palabrería oficiosa, pero se quedó callado al notar que
nadie le hacía caso.
—Tenés
que seguir contándome —ella insistió en que debíamos pedir otra
ronda y continuar la conversación—. Sí. Nos tomamos otra jarra y
me contás en detalle. Me lo decís todo, ¿bien?
Pero
Gustavo ya se levantaba. Hizo señas a los meseros, sacó la
billetera del bolsillo dando a entender que la sesión de cervezas
terminó.
Ella
insistió en quedarnos y seguir el diálogo. Lo miró desde abajo y
movió las manos para explicar la necesidad de alargar el momento. Se
la notaba ansiosa. Tenía el rostro coloreado por la tensión y la
cerveza, y había en sus ojos un brillo de súplica.
—Recordá
que el amigo cubano quiere ver los lobos marinos —dijo Gustavo con
voz lastimera de líder desplazado.
—Ah,
cierto —ella me miró. Su expresión ya era otra—. No te podés
perder eso. Son como perritos. Se acercan al muro y podés pasarles
la mano por la cabeza.
El
hotel quedaba cerca. Podíamos subir a cambiarnos y bajar después
hasta el malecón del Río de la Plata donde los lobos marinos
esperaban por nosotros. En el último momento, cuando nos acercábamos
al elevador, Gustavo se las arregló para convencer a Patricia de que
la tarde estaba fría. No era bueno para ella exponerse al viento del
Atlántico.
—¿Qué
decís? —ella se molestó bastante—. La tarde está preciosa.
Mirá ese sol y ese cielo limpio.
—Está
limpio ahora, pero dentro de un rato empezará a soplar el viento de
la noche, vendrán las nubes y quizá llueva. Mejor te quedás acá y
tomás una ducha caliente —dijo, y ella movió la cabeza en señal
de aprobación—. Y no te preocupés por el amigo cubano. Yo lo
acompaño a ver los lobos.
Un
bote de pescadores se había arrimado al muelle y golpeaba con fuerza
los pilotes y las boyas. Sobre la cubierta, un hombre viejo le
gritaba a un muchacho. Le decía algo sobre las cuerdas y las redes,
y el muchacho se esforzaba en cumplir con la ruda tarea de un
marinero pescador. Me pareció muy joven para un trabajo tan fuerte.
Lo imaginé jugando en el patio de una escuela, pateando una pelota o
haciendo cualquier otra cosa que no fuera recoger una red complicada
y amplia, tan pesada que laceraba sus débiles dedos de muchacho.
Era
del tamaño de un chiquillo de liceo, pero sus ojos y sus movimientos
daban a entender que era mucho más joven, acaso de doce o trece
años, por eso la escena me disgustó lo suficiente como para voltear
la cara hacia los yates de lujo que se balanceaban lejos. Recordé en
ese momento la tierna relación de los personajes de Hemingway, la
tibia protección del viejo pescador hacia el muchacho Santiago, sus
palabras cálidas, su esfuerzo por conseguir que se sintiera a gusto
en un medio tan hostil.
Volví
a mirar hacia el bote cuando el pescador blasfemó en voz alta. El
muchacho dejó caer la red sobre el piso de la embarcación, y el
pescador maldijo otra vez y escupió con fastidio sobre el agua. Nos
miró, trató de sonreír y señaló con la mano los paquetes de
mejillones sobre el banco de madera.
—Son
frescos —gritó—. Recién sacados del agua. A doscientos pesos el
paquete.
Gustavo
examinó los mejillones. Hizo un gesto de conocedor y me hizo señas
de que estaban buenos, pero cambió el rostro y miró a los
pescadores.
—Será
otro día —gritó—. Ahora sólo queremos ver a los lobos.
El
pescador se quedó callado. Escupió otra vez, y ahora el viento
sopló fuerte y el salivazo casi pasó rozando la borda.
—Ya
es tarde —gritó el muchacho—. A esta hora ya se han ido a la
isla. Tenés que volver por la mañana.
Gustavo
caminó hasta el borde del muro. Hizo bocina con una mano y me señaló
con la otra.
—Es
que acá el amigo cubano nunca los ha visto. Primera vez en el país.
El
muchacho abandonó el trabajo con la red y trotó sobre la cubierta
hasta acercarse a nosotros.
—Buscá
más allá, cerca de los botes. A veces se quedan hasta tarde.
Volvimos
atrás, sobre la rambla de madera del puerto, hasta el malecón que
bordeaba la ensenada donde se anclaban los botes más elegantes. Se
oía el ruido de las olas al chocar con los cascos. Una mujer
regordeta vestida de vigilante dormitaba sobre un banco estrecho. Se
había recostado a la pared y tenía las manos cruzadas sobre el
abdomen. La gorra del uniforme le tapaba los ojos.
—¿Te
fijás? —preguntó Gustavo—. Una mujer dormida custodia el
puerto. Una simple mujer armada con bastón de goma y un equipo de
radio. Es un sitio muy seguro, como podés ver. Y esos yates son
caros. Es gente de Brasil o Argentina que ya empieza a llegar para el
verano. Millonarios, quizá, o gente de clase media que ahorra sus
pesos y viene a pasar la temporada.
Yo
preferí no decir nada. Comparaba las instalaciones del balneario con
otras similares de mi país. Imaginaba grupos de policías vestidos
de azul y armados con pistolas de reglamento, y otros grupos de
guardianes invisibles que atisbaban desde los sitios más altos y
atendían a cualquier movimiento sospechoso de los nacionales y los
extranjeros. Y ahora, haciendo una comparación mental entre una
instalación y otra, me volvió a la cabeza la escena de la
cervecería, la cara de Gustavo cuando sacaba de la cartera sus cinco
billetes de a cien pesos para pagar la cerveza.
Recordé
la tez de Patricia sonrojada por los tragos. Una aureola voluptuosa
le cubría el rostro. Era otra vez Patricia enfundada en un abrigo
negro, envuelta en su bufanda como una bebé dentro de la fuerte
climatización del club, y otra vez pensé que no era lo mismo, ni lo
sería nunca: no había comparación posible entre el bullicio del
trópico y la silenciosa, casi aburrida tranquilidad de las
locaciones rioplatenses de Punta del Este, o acaso de Piriápolis o
Punta Ballenas, que por ser pueblos menores serían aun más callados
y tranquilos. No había comparación con el Caribe ni siquiera en el
comienzo de una primavera con sol pálido. Pero no hacía tanto frío.
No había necesidad de un abrigo tan grueso. Volví a ver sus
piernas, tan largas y parejas, meciéndose nerviosas cuando ella
preguntaba sobre cuestiones de sexo, de cómo era en mi país, de la
edad promedio en que las mujeres se iban por primera vez a la cama
con un hombre. Y me recordé hablándole, diciéndole un par de
mentiras que no lo eran tanto. Eso lo pensé después, cuando Gustavo
me halaba hacia el sitio donde los lobos marinos se alimentaban con
el pescado que les tiraba la gente.
Pudimos
ver a los lobos al final de la tarde. Eran como perritos, como decía
Patricia. Se movían en el agua con una rapidez increíble,
coleteaban con fuerza y asomaban la cabeza justo debajo de nosotros,
y luego se sumergían y reaparecían más allá, junto a los botes.
Eran muy mansos y amigables y se podía rozar su cabeza. Por tercera
vez en la jornada pensé en mi país, en lo que pasaría si a un lobo
marino o a una foca se le ocurría asomar la cabeza frente a una
muchedumbre que vigilaba la costa esperando un momento como ese, un
instante breve y raro en que un mamífero marino de una tonelada se
ponía al alcance de decenas de manos y bocas ávidas. Pensé en una
foca, un animal juguetón y dócil que divertía a los muchachos en
el acuario. Y aquí tenía a los lobos marinos al alcance de la mano.
Eran tan rápidos y alegres como podía ser un animal que vive en el
agua fría de un mar oscuro y profundo. No me gustó la idea de ser
un lobo marino, ni tenía ganas de ser una foca o una ballena ni
cualquier triste mamífero que pasa la vida en el agua.
—En
temporada vienen acá por cientos —dijo Gustavo.
Señaló
un promontorio blanquecino en la distancia, un montón de arena y
piedras a mitad de camino hacia el océano. Me obligó a mirar en
aquella dirección y explicó todo.
—Es
la isla Gorriti. Allá los podés encontrar por miles. La isla es la
segunda reserva del mundo. ¿Lo podés imaginar? ¡La segunda!
Lo
dijo con orgullo, y sonrió. Le resultaba suficiente el placer de dar
esa información de privilegio, como si no fuera un delito eterno ser
el segundo en algo. Lo repitió cuando los lobos se retiraron hacia
los yates y desaparecieron del campo visual por un momento.
—Sí
—dijo—. Somos la segunda reserva. En realidad pasan todo el
tiempo allá, pero algunos vienen a alimentarse aquí. Pasan el día
entero, y antes que oscurezca se marchan todos. ¿Los podés imaginar
recorriendo esos dos kilómetros, coleteando hacia la isla y sacando
la cabeza del agua cada cinco metros? Desde allá, desde el mirador,
se puede ver todo. Es un espectáculo formidable.
Gesticuló
otra vez y explicó algo sobre la temporada próxima. Miles de
turistas arribarían al balneario cuando el invierno se alejara y el
sol de la primavera entrante calentara con fuerza la arena negra de
las playas, los patios de cipreses de las casas de ladrillos y los
hoteles blancos de la ribera rioplatense.
—Vendrán
los millonarios brasileños y argentinos, y ya entonces no será
fácil encontrar mesa en una cervecería, como esta tarde.
Se
rascó la cabeza. Pareció recordar la escena dentro del salón
vacío, la cara de la muchacha, su obstinación en preguntarme cosas
de sexo. Le dolía haberme invitado, o quizá sólo estaba tratando
de olvidarlo todo y buscaba un pretexto para evadir la conversación.
Los
lobos habían regresado. Asomaban la cabeza y hacían su juego.
Gustavo los miró.
—¿Decís
que no tienen lobos allá?
Era
una pregunta ingenua. Siendo un hombre de más de cincuenta años y
profesor universitario, lucía ridículo repitiendo sus preguntas
tontas. No se parecía en nada al hombre que estuviera hablando
conmigo un par de horas atrás, cuando estábamos sentados en el
salón de la cervecería y él ordenaba cerveza en jarras para tres
con ademanes enérgicos y prepotentes. Respondí para demostrar que
yo también podía ser cortés y educado.
—Sólo
podríamos tener lobos marinos en el acuario, y ahora no estoy seguro
si los tenemos o no. Recuerda que vivo en el trópico.
Quedó
en silencio. Intentó sonreír, pero sus labios sólo
lograron curvarse en una mueca ambigua y nerviosa, algo que quizá
era una sonrisa, o quizá no lo era. Sólo
me quedó claro que se sintió turbado. Debió sentir lo mismo cuando
estábamos sentados en el salón y la muchacha se acodaba sobre la
mesa y me echaba el aliento a la cara. Y en ese momento, justo en ese
momento, cuando los lobos asomaban sobre el muro, la imagen de
Patricia cambió en mi cabeza. Recordé su aliento mezclado y
caliente, en cualquier caso agradable, salido de una boca bien
cuidada, con dientes parejos y perfectos y labios firmes y sensuales.
Me sorprendí pensando en ella como en un ente sensual y asequible.
Desde algún lugar distante la voz de Gustavo me preguntó alguna
otra cosa. Nunca supe lo que decía. No lo quise escuchar. Sólo
pude acercarme más al muro y mirar el movimiento de los lobos. Allí,
a escasos dos metros, el cuerpo de Patricia se movía en el agua. Era
como un gran pez plateado que se mostrara en exclusiva para mí. Sus
piernas largas la empujaban con lentitud sobre la superficie, y ella
se desplazaba con una calma que obligaba a admirar su figura esbelta,
ya sin abrigo y sin botas, sólo
ella y el agua, ella y una pregunta eterna sobre el sexo, sobre cómo
era en mi país y cuántas veces en la noche lo hacía una pareja.
Preguntaba con los ojos mientras se arreglaba la bufanda. Sus manos
buscaban el borde de la tela y devolvían la prenda a su sitio
adecuado. Ya entonces la fría indiferencia argentina desapareció
por completo, y ella coleteó con los pies sin dejar de mirarme. Sus
ojos seguían siendo profundos y azules, pero esta vez me resultaron
tiernos, amorosos. Un velo de ingenuidad la hacía parecer atractiva
y sensual. Ante mis ojos volvía a comer una manzana. La masticaba
despacio, saboreándola, y pasaba la lengua sobre la corteza en una
suerte de invitación callada. En algún momento quise hablarle,
decirle que enseguida iba a estar con ella, pero la imagen se
disolvió en el agua cuando Gustavo me tocó en el brazo.
—¿Sabés?
—dijo con una voz apagada y lejana, como si le costara mucho
decidirse y sintiera sobre la espalda la presión del momento—. Yo
quería hablar con vos.
Yo
estaba esperando esas palabras. Quizá, cuando estábamos en el salón
de la cervecería y vi que se sentía incómodo, ya supe que en algún
momento de la tarde o la noche iba a buscarme y a decir la frase: Yo
quiero hablar contigo. Era
normal que necesitara hacerlo. Después de verse anulado delante de
la mujer que cortejaba por un advenedizo del Caribe, sólo
podía tener a mano el recurso más usado: Yo
quiero hablar contigo. Para
mí esa intención estuvo clara desde que propuso irnos a la rambla
sin Patricia, y desde ese momento tuve la certeza de la respuesta que
daría.
—Necesito
hablar con vos —repitió, pero esta vez ya el tono había subido y
la voz volvía a ser la de siempre.
Lo
miré el tiempo necesario para confirmar que era el mismo Gustavo
quien me hablaba, y luego miré hacia algún lugar indeterminado
junto a los botes. Ya oscurecía y los lobos se habían ido a la
isla. A esa hora precisa estarían chapoteando en el agua oscura del
Río de la Plata, asomando sus cabezas para respirar y empujándose
con agilidad entre las olas. Miré hacia la isla y respiré fuerte.
El aire limpio de Punta del Este me inundó los pulmones. Me sentía
libre y bien, y eché a andar hacia el hotel por el pasillo de la
rambla. Atrás, en algún sitio cualquiera junto al río, la voz de
Gustavo se silenciaba con el choque sordo y constante de los botes de
madera.
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