domingo, 12 de marzo de 2023

El nombre......Emerio Medina

Foto: Mihaela NorocEl atlas de la belleza, La Habana (Cuba)
Pero el nombre se había quedado rebotando en las paredes. Rufino Leyva lo oyó descolgarse desde el techo y reptar por el piso de tierra. Y lo oyó más tarde, bajo la almohada, cuando trataba de dormirse por cuarta vez...
       Para entonces habían vuelto a crecer las cañas. El agua de las últimas lluvias de diciembre se empeñó en arrastrar todas las sales de la tierra, y en la brisa flotaba el olor dulzón que los cañaverales maduros dejaban caer sobre las guardarrayas. Los hombres eran escuálidas aves amarillas saltando entre los camellones del camino húmedo. Acompañaban el tabaco y el morral con el tintineo de las cantimploras de aluminio. Pronto el humo de los tabacos terminó por barrer los olores de hierbas que subían en remolinos invisibles, y el aire se fue llenando con las imprecaciones y el griterío de los macheteros. Pancho Cervera aspiró el aire sobre el tallo más próximo y suspiró con fastidio.
          Rufino Leyva fue el último en llegar. Venía solo, y marcaba el paso con una callada tristeza de insomnio y una mirada indiferente que se perdía en el suelo. Pancho Cervera fumaba y se frotaba las manos. Aquí es la cosa, dijo, y lanzó un escupitajo sobre las cañas cercanas. Aquí, dijo Rufino, y los dos hombres se prepararon para el corte.
         Tomó tiempo a los cuerpos entrar en calor. Algunos se quedaron fumando en la guardarraya y miraban con recelo la tupida maraña verde, impenetrable. Otros, los menos reacios, tiraron los primeros golpes, y pronto la cuadrilla completa dobló la espalda sobre las hojas mojadas. Las mochas y los machetes subían y bajaban en feliz chapoteo de cañas y cogollos. Un boquete ancho se iba abriendo en el costado del cañaveral. Era una herida profunda que unos dientes gigantescos se empeñaran en agrandar con calma. Sólo las hojas parecían no querer resignarse a su suerte. Devolvían los golpes sobre las partes desprotegidas de los brazos con una protesta silenciosa. Y los hombres maldecían y arremetían con furia contra los tallos indefensos.
          Buena la caña este año, dijo Pancho. Buena, dijo Rufino sin parar la mocha.
        Pancho Cervera ya estaba acostumbrado a las respuestas cortas y a la parca reciedumbre de Rufino. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que Rufino llegaba contento al campo y hablaba de sueños nuevos y planes futuros. Era otro hombre Rufino entonces. Y era otro tiempo también. Era el tiempo en que los hombres hacían fiestas los domingos y las mujeres tiraban a la basura las sobras de la comida. Y era el tiempo de Yuli.
          Ya no era joven, ni lo era cuando habló con el papá de Yuli y el viejo dijo que sí porque pensó que era lo mejor para la muchacha. Y Rufino prometió quererla bien. Se la llevó a vivir a la casita de madera de la orilla del camino. Yuli era casi una niña. Una niña grande podía decirse. Todavía llevaba en los labios el sabor de las cunetas inundadas, y en los ojos le asomaba el frescor de las plantas recién nacidas. Le costó trabajo a Rufino hacerla entender su nueva obligación de mujer casada. Primero fue la paciencia y el trato amable y la explicación, pero perdió la calma y la hizo suya en la tercera noche. La muchacha se quedó quieta y se lavó la sangre, y Rufino se lo hizo otra vez cuando los gallos cantaban en la barriada y las cañas se estremecían con la noticia de que ya la niña era mujer.
        Pancho Cervera no tenía el empuje de Rufino. Apretaba la mocha y la dejaba caer con fuerza, pero se cansaba rápido y se detenía a coger aire con el tabaco apagado entre los dientes. Miraba a Rufino y trataba de entender cómo podía aquel hombre revolverse con tanta facilidad entre la selva de hojas largas sin detenerse a respirar. Era mayor que Pancho, y habían estado juntos en muchas zafras. Y era Pancho su único amigo cercano. Era tan cercano como para saber todo lo que Rufino sufrió con Yuli, de cómo ella se fue cuando las cosas se pusieron malas, y de cómo aguantó Rufino el golpe sin una palabra ni una vacilación. Pancho lo comparaba con aquel otro Rufino de antes, aquel que igual se revolvía entre las cañas, pero lo hacía con una sonrisa en sus labios recios.
         Fue en aquel tiempo cuando el nombre empezó a pegarse en las paredes. Primero fue un susurro, una murmuración de las tablas, pero luego Rufino mismo se sorprendió repitiéndolo junto a la cama cuando llegaba cansado del campo. Lo pronunciaba en el baño, lo masticaba hasta saborear todas sus letras. Yuli estaba en el olor de la cocina y en la humedad de la tablazón de pino. Y estaba en el piso de tierra. Especialmente estaba Yuli en el piso. Andaba descalza, y Rufino podía olerla en cada rincón. La adivinaba en el cuero de los asientos y en los bordes lisos de los platos, y respiraba libre y joven cuando se le acostaba al lado y la sentía cerca y segura. Fue un tiempo bueno porque los campos eran alegres y los hombres no sacaban cuentas sobre el futuro. Era sólo un buen tiempo de mucho trabajo y muchas cañas por cortar, un tiempo que hacía felices y grandes a los hombres y no debió terminar nunca. Pero llegó un momento de cambios y escaseces, y los hombres tuvieron que seguir doblando la espalda sobre las cañas con los pies descalzos y el estómago vacío. Y Yuli creció y perdió la apariencia infantil y la callada indiferencia por la vida simple de los campesinos. Hizo amistades entre los muchachos de la ciudad que llegaban a pasar la escuela al campo en la región. Pero ya era tarde. El nombre ya estaba impregnado en las paredes.
      Pronto el sol ocupó un lugar alto en el cielo. El aire se calentó lo suficiente para que los cuerpos empezaran a sudar. Los hombres no se detuvieron. Las huellas del combate desigual seguían creciendo en el suelo. La mordida en el costado del cañaveral ya era grande cuando llegó la carreta con el almuerzo. Pancho y Rufino fueron los últimos en salir del campo.
        Este tabaco es una mierda, se me apaga a cada rato, iba diciendo Pancho. Más mierda será el almuerzo, dijo Rufino, y Pancho movió a un lado y al otro la cabeza. Almorzaron en bandejas de aluminio que el tiempo había vuelto negruzcas. Después se sentaron a fumar a la sombra de la carreta. Pancho habló de lo malas que estaban las cosas con los cañeros y de los pocos hombres que habían quedado en los campos, de las alzadoras que no podían trabajar por la falta de petróleo y del almuerzo cada vez peor. La culpa es de esos rusos de mierda por haber sido tan pendejos, dijo, y miró a Rufino buscando confirmación. Pero Rufino dijo que no le importaban los rusos ni lo que hicieron con su país, y Pancho entendió que el tema no era bueno para conversar. Después habló de una tienda nueva que habían abierto en el pueblo para vender por dólares y sacó la cuenta de lo que ganaría hasta el final de la zafra. Venden de todo allí, dijo, y Rufino preguntó si vendían zapatos también. De todo, dijo Pancho, zapatos y televisores a color, jabón y pasta de dientes, y empezó a sacar la cuenta de lo que costaría un televisor, después dijo que era mucho y debía esperar la próxima zafra, a ver si, juntando las dos, se podía comprar el aparato. Pero Rufino no tenía cabeza para sacar cuentas. Esta es mi última zafra, dijo, compraré zapatos y me iré lejos, dicen que se puede sembrar arroz por allá por Sancti Spíritus. Qué sabes tú de arroz, dijo Pancho. Poco, dijo Rufino, pero dicen que no es difícil, y el gobierno te da un pedazo de tierra. Tierra es lo que sobra en este país, dijo Pancho, a mí que me dejen con mis cañas, no sé hacer otra cosa, lo único que me hace falta es un televisor para que los muchachos no anden saliendo de noche.
          Por la tarde llovió y los hombres salieron temprano del campo. Pancho y Rufino escaparon del aguacero bajo el cobertizo del centro de acopio. El agua caía sobre el techo con un repiqueteo que hablaba del silencio y del dolor. Los hombres callaban dentro de la piel sudada que el aire frío terminó por convertir en punzantes mortajas de pelos erizados y polvillo de cañas. Rufino miraba el charco que se iba formando cerca del cruce de la línea del tren donde los muchachos resbalaban a gusto en los días de lluvia. Fue allí donde vio a Yuli por primera vez. La recordaba ahora, toda llena de fango, revolcándose en el agua sucia con los niños de su edad. Le parecía oír su risa infantil y su voz y su aliento virgen mientras la lluvia caía sólo para convertir en tristeza lo que fuera un sueño real.
         Yuli estaba hecha una mujer cuando llegó el tiempo peor y el campo se tornó gris con sus carencias acentuadas y sus rigores. Fue el tiempo en que las muchachas bonitas empezaron a escapar a las ciudades. Y Yuli se fue. No lo hizo por mala, o porque fuera Rufino demasiado viejo. Era sólo que había crecido.
         A la risa infantil de los primeros tiempos siguió un mirar lascivo y una marcada pretensión de mujer. Volvía los ojos, ávidos, cuando alguien hablaba de la vida nueva que se abría en las ciudades. En la cama podía mostrarse indiferente y fría, o explotar de pronto con fantasías de sexo profundo y hambriento. En la casa andaba siempre descalza. La costumbre ya se había hecho fuerte cuando llegaron las brisas del cambio. Y con las brisas cambió también la costumbre. Ella empezó a culpar a Rufino por la mala vida y el dinero escaso. Un día se fue. La recordaba Rufino ahora mientras veía caer las últimas gotas sobre el charco desbordado del crucero.
         Pancho y Rufino salieron del cobertizo cuando el sol declinaba sobre los cañaverales. El camino estaba bordeado por paredones de cañas. Pancho habló otra vez de los rusos de mierda y del televisor imposible, de los precios tan altos y de las carencias. Y habló de Yuli.
       La vi, dijo Pancho. Rufino hizo como si no hubiera oído. Caminaba con la mirada fija en el suelo sin importarle el fango que se había pegado en las botas como una alfombra de hierbas y tierra que el agua hubiera tejido para él. Vi a Yuli, repitió Pancho. Qué quieres decir, dijo Rufino. Que la vi, está otra vez en la casa del papá. Pancho se quedó esperando la respuesta. Tenía deseos de seguir hablando de Yuli, pero Rufino dio a entender que no le interesaba el tema. Caminó callado arrastrando las botas entre los camellones sin mostrar preocupación. No le interesaba hablar de Yuli. No quería ni pronunciar el nombre.
        El nombre se había quedado rebotando entre las tablas. Rufino Leyva lavó las paredes y pasó una escoba por las planchas de zinc del techo, y aun después, a riesgo de agrandar los huecos, golpeó con un martillo las partes oxidadas y las bisagras herrumbrosas de las ventanas donde las letras se quedaron prendidas. Sólo cuando llegaron las primeras lluvias de diciembre empezó a olvidar. Pero con la lluvia llegó también el frío, y era la hora maldita de acostarse y tratar de dormir con los ojos abiertos. El nombre se descolgaba desde el repiqueteo de las gotas, saltaba de tabla en tabla, de hueco en hueco, mordía los bordes lisos de los platos, reptaba por el piso de tierra y se escondía bajo la almohada. Rufino Leyva se levantaba enseguida y abría la ventana, cerraba los ojos y dejaba que el nombre se le escapara de la boca, lo obligaba a salir acariciando cada sonido con la lengua, lo veía subir y mezclarse con las gotas de lluvia fría, y era otra vez la hora maldita de acostarse y tratar de dormir. Y el nombre era Yuli. Rufino Leyva se levantaba otra vez y lo pronunciaba con los ojos entrecerrados, lo dejaba escapar hacia los cañaverales donde la murmuración se había hecho fuerte, lo veía retorcerse en las guardarrayas y en los charcos del camino. Pero el nombre volvía cuando Rufino lograba dormirse, subía por las paredes reptando de tabla en tabla y se escabullía entre las planchas de zinc del techo.
         Los hombres llegaron hasta la carretera con las botas llenas de fango. El agua sucia terminó por colarse entre las junturas estropeadas por el uso y el tiempo, y mojó los pies. Pancho no volvió a hablar de Yuli. Lo hizo después, cuando llegaron al lugar donde debían separarse y Rufino preguntó si era verdad que vendían zapatos en la tienda nueva del pueblo. Y Pancho dijo que sí, pero que no servían para trabajar en los cañaverales. Son de salir, dijo. Y Rufino dijo que no pensaba comprar zapatos para trabajar. Los quería para Yuli.
        Pancho no supo qué decir de momento. Sólo cuando lo hubo pensado bien, dijo que Yuli no necesitaba zapatos. Ella tiene de todo ahora, tiene dinero de sobra y un marido extranjero. Pero Rufino dijo que se los iba a comprar de todas formas, y Pancho aconsejó no gastar el dinero por gusto. Si se los compras, los va a botar y se va a reír de ti. Se los compraré, dijo Rufino, los escogeré yo mismo y se los llevaré, y si no los quiere los voy a picar en pedazos. Y el grande Rufino Leyva, machetero largo y hombre parco y recio, cansado de tanto fango y tanta picazón comiéndole la sangre, sacó la mocha que llevaba en la cintura, la limpió con el pañuelo, le dio unos pases de lima sin dejar de caminar y probó el filo en el tallo de una caña miserable. Después se volvió y dijo Nos vemos mañana, y siguió caminando sin mirar atrás.
        Cuando llegó a la casa, se sentó a pensar en todo, y por primera vez maldijo a los rusos de mierda por haber sido tan pendejos y maldijo el nombre de Yuli. Pero el nombre se había quedado rebotando en las paredes. Rufino Leyva lo oyó descolgarse desde el techo y reptar por el piso de tierra. Lo oyó más tarde, bajo la almohada, cuando trataba de dormirse por cuarta vez. Y lo volvió a oír después, a medianoche, antes de arrancar a martillazos la primera tabla.

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