domingo, 30 de octubre de 2022

Dos......Paola Andrea Rinetti*

Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato  

Foto: Jack Nicholson en El resplandor,
 de Stanley Kubrick
Se quitó con sumo cuidado los tapones de goma que cubrían sus oídos y, aún sin abrir los ojos, comenzó a despojarse de las numerosas y pesadas frazadas y acolchados que la envolvían.
         Los tres buzos que llevaba puestos no fueron suficientes para mitigar el choque helado que su cuerpo sintió en cuando se puso de pie sobre el helado parqué. Dejó los tapones de goma en la mesita de luz y rápidamente se colocó varias capas más de ropa, ropa que se encontraba apilada en desorden sobre una silla junto a la cama matrimonial.
           Su respiración formaba nubecitas blancas en el ambiente. Tenía la nariz roja y los ojos llorosos. Un hilo de luz se colaba por entre los tablones de madera que tapiaban las ventanas de aquella habitación. Miró su reloj y, mientras leía las agujas que marcaban las diez y siete de la mañana, abandonó el cuarto luego de colocarse un par de borceguíes de cuero que apenas pudieron entrar por la presión que ejercían los numerosos pares de medias.
          El comedor se hallaba en orden y en silencio. Se aproximó a una de las ventanas del frente, también tapiadas, y observó a través de una pequeña rendija. Todo se hallaba en orden; tan solo el vecino retirando con un palo, y a través de la reja de su vivienda, un cadáver que yacía rígido y afirmado a uno de los hierros.
          Recogió de la mesada un colador de tela y dos tazas cachadas y sin mango, y se dirigió hacia el patio trasero. Abrió la puerta y se encontró con él removiendo la tierra de varias macetas que contenían verduras. Sus ojos se cruzaron y sonrieron sutilmente. Hacia un lado, una pila de leños encendidos calentaba agua en una olla, rodeada de pequeños platos de vidrio que contenían hebras de té húmedas.
           Los rayos solares la inundaron. Sintió que su cuerpo se energizaba. El cielo estaba despejado, sin nubes, y casi le pareció oír el canturreo de algún pajarito. Se sentó junto al fuego y removió los platitos con hebras para que éstas se secaran con mayor rapidez. Sus ojos se dirigieron al suelo y se encontraron con las sombras de los fornidos alambres de púas que se proyectaban desde lo alto, los que unían y cerraban los altos y cementados muros de aquel patio; los que habían terminado de colocar la tarde anterior.
          Eligió un plato, colocó las hebras en el colador y, ubicando debajo las tazas, les vertió el agua hirviendo. Dejó ambos tés reposando y procedió a colaborar con las tareas de jardinería.
        El patio estaba desprovisto de vegetación, a excepción de las macetas que contenían las verduras. El terreno, llano y agrietado, tan solo presentaba resecados vestigios de lo que alguna vez habían sido plantas y flores.
           —Uno debería salir hoy… dijo él, acomodando las macetas al sol.
           —No, hoy no… dijo ella mirando al suelo.
           —Tal vez mañana… finalizó el.
        Ella guardó silencio. Habían tenido esa misma conversación el día anterior; y el anterior, y el anterior también. Cortaron las verduras maduras y las depositaron en el interior de la olla que hervía en el fuego. Luego se sentaron a tomar el té en silencio. Por momentos se oían breves sonidos, algunos distantes, otros no tanto: el motor de algún automóvil que intentaba ser encendido, gritos, discusiones, alguna que otra risa, pedidos de auxilio, disparos. No se sobresaltaban; no preguntaban ni hacían comentarios al respecto.
          Allí permanecieron sentados, aferrados a su taza, silenciosos. Observaban el crepitar del fuego, los leños consumirse y quebrarse, las verduras bailoteando y agitándose en el agua hervida; las herramientas de jardinera sobre la tierra, las hojas bamboleándose con el viento, las pequeñas verduras que apenas nacían. El té negro de sus tazas, alguna que otra hebra que había sobrevivido al colador y flotaba en la superficie, las manos resecas y cortadas, las uñas sucias y quebradas.
          El frío se volvió intenso, y luego insoportable. Apagaron el fuego y entraron en la casa. Colocaron todas las macetas en el centro del comedor y las cubrieron con una lona, como hacían todas las noches. Cerraron la puerta de acceso al patio con candados y, además, colocaron delante un antiguo modular que bloqueaba completamente la entrada.
          Se sentaron en el suelo, encendieron una vela y comieron las verduras hervidas, también en silencio, sin mirarse. La temperatura seguía descendiendo. Hacía varias horas que había oscurecido. Sus cuerpos comenzaron a tiritar.
          Finalizada la escueta cena, apagaron la vela y se dirigieron al dormitorio. Ella se quitó algunas capas de ropa y las depositó sobre la silla. Él se giró para no verla desvestirse e incomodarla, y luego se introdujo bajo la henchida pila de acolchados. A continuación, fue ella quien se perdió debajo de tanto abrigo y se recostó boca arriba, con el rostro acariciado por la seda. Ella se aproximó un poco más al centro, él la imitó. No llegaban a tocarse, ni siquiera a rozarse; pero estaban un poquito más cerca que la noche anterior, y muchísimo más que la primera.
          Ella cerró los ojos. Aún faltaban varias horas. Ella dormiría hasta tarde, él madrugaría y trabajaría en la huerta luego de haber hecho el fuego para calentar agua. Ella prepararía el té y lo ayudaría con las tareas. Tal vez uno debiera salir, tal vez no. Cenarían austeramente y tal vez conversarían, tal vez no.
          Así habían transcurridos diariamente las cinco horas diurnas, aquellas que antes habían sido seis, y antes siete, y antes ocho, aquellas que pronto serian cuatro, y tres, y dos..., hasta que el sol finalmente terminara de morir, arrastrando consigo lo poco que quedaba.
          Sacudió la cabeza para despejarla de malos pensamientos. Estiró sus manos y recogió de la mesita de luz los tapones para sus oídos, que llevó rápidamente a sus orejas; que la aislaban del mundo; que impedían que escuchara los alaridos y súplicas de quienes no habían podido encontrar resguardo para la despiadada noche, eterna, helada; seres desconocidos, o no tanto, que amanecerían rígidos y congelados, aferrados a los frentes de las casas, anticipando el implacable e inevitable destino de la humanidad.


Paola Andrea Rinetti
*
Nació en Necochea (provincia de Buenos Aires, Argentina) en 1987. Es Realizadora Integral en Artes Audiovisuales, productora, guionista, escritora, correctora y redactora. Además de haber obtenido hasta la fecha varias publicaciones, menciones y premios en diversos concursos literarios a nivel nacional e internacional, en 2013 publica su primer libro de relatos, titulado Cenital y otros cuentos (Editorial Dunken). Realiza charlas y dicta talles y seminarios sobre creatividad y guión de cine, y participa como columnista en radios locales. Actualmente, se halla próxima a publicar un segundo libro de historias breves, alguna de las cuales espera adaptar para llevarlas a la pantalla como cortometrajes. Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato.

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