miércoles, 17 de marzo de 2021

La Kennedy......Lauro Cruz Sánchez

Foto: www.belezasemtamanho.com

Ella baila sola, resistiendo la agresión del desconcierto circundante, en contacto directo con el fluir de la sangre. Baila sola, no porque se sienta rechazada; ella baila sola porque se considera dueña del mundo y, precisamente por eso, porque el orbe es suyo, lo desprecia, hasta llegar a la abstracción total, abstracción que desaparece a la gente, borra los objetos en su derredor y desdeña las miradas ociosas.

En el Parque Lázaro Cárdenas, en la colonia Doctores, la fiesta semanal continúa. Los pasos y saltos estilizados de los que dominan el baile engalanan la explanada; la manera retro de bailar de los viejos parece simpática. Algunos llegan al ridículo, cuando intentan bailar como los jóvenes. La estatua del presidente Cárdenas parece ufanarse desde sus veinte metros de altura; se siente inalcanzable por la alegría de los estúpidos; de esos diminutos seres que, domingo a domingo, asisten al jolgorio.

Ella baila sola porque sus giros la empoderan, intenta hacer una hazaña del hastío, sus torpes movimientos de cadera la hacen sentir voluptuosa. Baila sola porque así castiga al destino, que le ha lamido los orígenes, la condena a caminar sobre la línea roja de la vida y a vagar en la zona pavorosa de la noche.

A pesar de la gran algarabía que se vive en la explanada, su redonda silueta se mimetiza con su soledad en la banqueta de enfrente, en medio de la sucia luz de la nada.

En franca comunión con ella misma, con el fluir de su sangre y los latidos de sus huesos. Algunos la maltratan; otros, la evitan. Aunque siempre existen incautos que la ayudan a sobrevivir.

La Kennedy baila sola porque detesta la compañía de los demás. El hecho de aislarse es una respuesta a todos aquellos que saben que los odia. Girando sobre sus evocaciones, con los ojos cerrados, surca los aires, posa sus pies en la cabeza de Cárdenas.

—¡Cuuleeeros!, ¡Cuuleeeros! ¡Bola de abortos malogrados! –grita y ríe desde las alturas, señalando a la muchedumbre. Aquella risa loca sacude todo su cuerpo.

Más tarde, inicia el descenso, como una hoja en el regazo del viento.

Cuando el día empezaba a puntear, la suerte estuvo de parte de Jaquelín Pantoja, autonombrada la Kennedy —debido a que admiró a dicho presidente en su pubertad—, y pudo obtener varias monedas, suficientes para conseguir activo. Más tarde, drogadictos de rasgos impersonales la convidaron unos tragos de Tonayán, frente a la iglesia San José de los Obreros. Acostumbrada al fétido aliento de los desconocidos, regala caricias y sorbe babas. Eso le ayuda a olvidarse del hambre, de tal manera que su prioridad, en este momento, es el baile, volar sobre la alfombra musical, olvidar la cuna que la vio nacer y el barrio donde creció. ¡Que chinguen a su madre todos los de la Alcaldía Gustavo A. Madero!, piensa.

—¡Naah, vale madres! ¡Además, el D. F. ya no es el D. F.! ¿O no, mi buen? —busca la complicidad de su amigo imaginario.

Sentir el olvido… Saborear el aire… Olvidarse de su historia y de su cosmogonía particular… Despreciar a la Kennedy, por puta… Arrojada fuera del orden natural de las cosas, aislada de toda jerarquía, tiene la impresión de arrastrar sus fatigados pies en medio de un desierto.

Había hecho cita con un desconocido para drogarse y coger, pero sus movimientos rítmicos borraron de su mente todo compromiso, ¿o fue ayer que estuvo con él? ¿Es mañana, la cita?

—¡Naaah, que se jodan todos, ya encontraré otros! —exclama, mientras se contonea. El número de sus amigos crece al mismo tiempo que aumenta su propia soledad.

Desde hace veinte años, varias ciudades de la República la han visto peregrinar, dejando atrás un mundo cuyo orden ha rechazado: Acapulco, Monterrey, Colima, la CDMX, al lado de perdedores, beodos, fantasmas de la noche, rastreando especímenes afines −criaturas desesperadas en busca de cualquier madriguera tibia.

Es una etapa de su vida que parece no tener fin, un pozo sin fondo, una caída libre hacia la nada. La salida es la muerte, tal vez, pero sólo tal vez.

Vivir en el lado oscuro de la vida; es una maldición que ni el dinero te quita de encima.

El sólo hecho de pensar en acercarse a la muchedumbre le repugna. No conoce la soberbia pero tenía perfecto conocimiento del valor de la dignidad.

Entonces, un cálido viento le susurra al oído: “Eres una bendición para mí: baila descalza, en franca comunión con la Tierra… Hoy te sientes adicta a ti misma… Cierra la mente, abre los sentidos, seré tu cómplice… Habla con tu sobriedad adormecida, grita en silencio… Llora en el hombro del sol… La miseria de la vida es infinita; la soledad, un instante. La calle es tuya; la tarde, también”.

Aquella voz interna la transporta a muchos lugares, sus carcajadas silenciosas la arrancan del piso.  Flota en ellas durante unos instantes.

Sus pies desnudos se niegan a buscar el regreso a casa, una salida —¿o una entrada?—, sin saber por qué. El tiempo no existe; los recuerdos son quimera. Su paso vacilante abre heridas en la memoria; heridas de silencio… silencios que son destierro, destierro convertido en vinagre, vinagre que debe ingerir para continuar existiendo.

Ella baila descalza, la lluvia la consiente, goza su bondad, y le produce una súbita sensación de frescura; la humedad en sus pies es un gran deleite, los brazos del agua masajean su espalda. Da un largo trago a su botella, mientras gira con un brazo estirado. En el baile la acompañan miradas curiosas de transeúntes, choferes y aquellos mirones del parque, que ahora se cubren del agua y ríen, de manera odiosa.

 A la Pinche Borracha, la Puta Mugrosa, la Vaca Drogadicta –como es conocida en el barrio–, le encanta bailar descalza, pues así se conecta con su niñez, cuando cualquier pequeña sorpresa se convertía en alegría. Abre los brazos, exagera el movimiento de las nalgas, sonríe a las nubes, salta, pisa fuerte hasta hacerse daño y no sabe por qué, tampoco le importa.

Sus movimientos son torpes, vacilantes, ofensivos a la vista. Su rostro está empapado de sensualidad. Lanza su cabellera al viento, larga, negra e hirsuta. Los pequeños ojos, enmarcados por sus amplias mejillas, están cerrados; su cuerpo recibe con agrado las gotas de lluvia. Intenta emular a los bailadores que vio en televisión: sus celulíticas piernas titubean con los brazos extendidos –que penden rechonchos y flácidos, como badajos oxidados–, danzando, ora a los lados, ora enfrente. Instantes después, rodean su cuello, abrazando su soledad.

Desde niña, el baile fue uno de sus pasatiempos favoritos, antes de comenzar a ganar peso de manera inexplicable. Su familia no entendió el porqué de su figura rechoncha, con el paso de los años. La alimentación era bastante magra, al contrario de los maltratos, que se convirtieron en una constante. En la actualidad, le sucede lo mismo: la comida ingerida durante el día es escasa, no obstante, su aspecto es el de una embarazada. Su autodestierro va creciendo, engordando, igual que un cerdo.

Las burlas sobre su persona son continuas, debido a las insinuaciones e invitaciones al hotel a todos los hombres del suburbio, sin distinción de edades, aunque siempre es rechazada o ignorada. Ya no molesta a la gente, saben que forma parte de su demencia. Invita a todos, pero una fuerza extraña en su interior le ordena seguir su camino, sin esperar respuesta.

–Vamos a coger… Vamos a coger –indica con un ademán, mirando fijamente a los ojos de sus futuras víctimas. Su gesto desmedrado no refleja ninguna emoción. El aire sopla con tibieza bajo su minúscula falda.

Es por eso que ella baila sola y descalza, conducida por el azar y la inercia. Desaparece del barrio junto con los rasgos de su padre muerto, que tanto amó. La muerte de su progenitor, sin duda, marcó el fin de su adolescencia. Sus pies rasgan en el concreto, buscando a Manchita, su perro atropellado. Impulsada por la misma fuerza extraña, desea llegar al centro de la Tierra para desenterrar el cadáver de su hermana, entre los efluvios de la droga, recreándose en sí misma. Aquellos monstruos habitan en su alma, sin su permiso. El destino la trata como trapo sucio.

Cuando la música se torna lenta, la Pinche Borracha cierra los ojos. Restriega sus senos contra un poste de luz, susurrando palabras obscenas al oído de su pareja. Ríe de forma grotesca cuando cree que éste le responde. La memoria ha borrado sus orígenes; el alcohol ha dañado su memoria.

Tiene la manía de guardar silencio, no cruza palabra con la gente más que para lo estrictamente necesario: solicitar una moneda, algún alimento o droga, con sus conocidos. Sin embargo, habla con la madrugada, la noche y el viento. Parece que su existencia se sostiene de un hilo invisible. De reacia memoria y voluntad indómita, se lanza al abismo de su alma. Está acostumbrada a dialogar con esos seres imaginarios que la acompañan a todos lados, como fieles mascotas.

A veces recorre las calles sin rumbo fijo, convertida en un ente sin palabras, con la mirada perdida, la vista hacia adelante, sin atender a nada ni a nadie, ejerciendo su sagrado derecho a desaparecer. La tarde deja caer un piadoso velo sobre sus espaldas. Ahora, el sol, el viento, la lluvia y la luna la tienen sin cuidado.

—Vamos a coger —responde a los perros feroces que salen a su encuentro en sus caminatas, y les escupe de manera instintiva para aminorar su ataque. Una enseñanza aprendida… ¿De parte de quién?

—¡Naah, vale madres! ¡De todos modos, los pinches perros me la pelan! –Sus pasos se alejan, como un reflujo del mar.



La desnudez de su alma y la soledad de sus pies la facultan para hacerse invisible, cubrirse con un manto de indolencia cuando el ruido de los autos la despierta por la madrugada y se descubre rodeada de vómito. El frío del alba le muerde las mejillas y la espalda. No sabe cómo carajos llegó esa mierda a su lado. Los primeros parroquianos comienzan a circular por la banqueta. Los recuerdos los recorre con el zoom de la memoria… Estuvo bebiendo y bailando con desconocidos en una imprenta, varios de ellos la penetraron, a pesar de andar en sus días. Ya no pudo llegar a la gasolinera donde le permitían guardar su cobija, que la protege del frío y ablanda el cemento durante la noche. Tal vez los empleados bancarios le hicieron esa maldad de rodearla con inmundicia, al descubrirla en el umbral del cajero, piensa.

–Bueno, ¡pues que se jodan, a'i les dejo ese regalito, ja! –más tarde, todo queda en el olvido, como un mal sueño. Es un cuerpo atrapado en la penumbra de la vida, concretado en una silueta morena de carnes amorfas, flácidas y hediondas. No obstante, el caos de ese muladar es un fiel reflejo de su vida.

Su necio cuerpo la domina, la empuja a recorrer las calles, viajando en el microbús de la amargura, bañada de nerviosismo, congoja y desolación. La ciudad se oculta tras los edificios, desaparece entre los autos.

El domingo siguiente, el parque se viste de cotidianidad; la Kennedy, también. Las nubes forman un toldo deslumbrante y magnífico sobre el rumbo. Las aves se posan en grandes bandadas entre los árboles. Hace gestos al mirar a la gente allí reunida, cargada de patetismo. Soporta los embates del barullo de enfrente. Las costumbres de esa gente apestan, de la misma manera que las risas, burlas y miradas curiosas. La Puta Mugrosa –una mujer solitaria, de muslos anchos, caderas bien plantadas y redondeces totales, aunque de senos altivos– cierra los ojos e inicia el ritual, sus pasos intentan ser más llamativos y seductores, mostrando el dedo medio a Lázaro Cárdenas y a la concurrencia. Gesticula en la plenitud del atardecer, embriagada de viento, ahíta de sol, ensimismada por completo, dentro de aquella sensación de levitar con los sentidos aplanados, sin saber por qué. La tarde es una copia fiel a la de la semana pasada, sumergida en un profundo y duradero éxtasis. El parque reacciona con una extrema sensibilidad, ora en silencio, ora alborotado.

Esta vez, sin embargo, envuelta en una realidad que la asfixia, el sudor se apodera de su obesidad. En la soledad, con un hueco en el estómago, se siente acompañada, aunque el aislamiento empieza a estrangularla. Ahora, su infancia se le presenta como una bicicleta arrumbada; su juventud, una muñeca rota, al lado de objetos estropeados. Se siente como en una cárcel invisible. Grita en silencio. En este momento, sus lágrimas claman por la noche, los ojos se niegan a mirar. La sangre no puede circular; el corazón se resiste a palpitar. Se asfixia entre edificios, árboles y automóviles. La estatua, con fuego en los ojos, le ordena postrarse a sus pies. De repente, se queda petrificada, al igual que su voluntad y su deseo. Permanece en silencio, más quieta que una roca. En su mirada se dibuja un haz de espesas sombras; luego, obedeciendo a aquel mandato, echa a andar. La gente la devora con los ojos. El cielo se muestra funesto. Por encima de los edificios, las amontonadas nubes entregan un espectáculo atroz.

Cubierta por un color de profundidades marinas, sus sentidos alcanzan a percibir un sordo y trémulo murmullo. Tambaleante, encorvada, decadente, torpe en el andar, hirsuta de cabello, hinchada del rostro, entra en el parque, con las rodillas temblando y la vida hecha una absoluta mierda. Resiste la agresión de las injurias circundantes. Parece que la estatua se encuentra a kilómetros. Los ojos se le dilatan, casi hasta escaparse de las órbitas. Le tiemblan las piernas, la frente perlada de sudor.

Toda su realidad se vuelve opaca. Ahora, el parque es una enorme mancha sin luz, parecida a una inmensa y tenebrosa cueva. Los perros callejeros ladran con furia, el gentío –que la envuelve en su torbellino– tiene rasgos borrosos, sus burlas se confunden con el bullicio ensordecedor de los pájaros. Las manos del viento la ahorcan, los rayos del sol le oprimen el pecho. Sigue descalza, pero ya no es bendita entre las mujeres, como le decía su padre; ni la Lucerito en el papel soñado, como machacaba su madre. Cae a los pies del presidente, con una cierta sensación de frío y de vacío. Su sangre se confunde con el alcohol de la botella rota. Cárdenas –una estatua ennegrecida, sin rastro de belleza– lanza una mueca socarrona, sin apartar la espada de su cuerpo. “La única solución para tu existencia es la muerte”. Esta vez siente una granizada de menudos piquetes en el corazón. Le parece que ingresa en una gruta lóbrega, el piso está helado como témpano. En el lugar, su olfato percibe un extraño olor a moho.

Ahora lo comprendía todo: esperaba su hora viajando en un mundo de tinieblas, con los huesos del espíritu rotos. Como salpicada con furia por manchas del tiempo, su cara muestra un ocre mortuorio. Sobre su faz exangüe, destaca la pintura roja de sus labios, desparramada sobre boca y mejillas, con lágrimas negras por el rímel esparcido.

—¡Hijo de puta! —alcanza a murmurar la Kennedy. Los colores de la vida comienzan a desaparecer en su rostro. Con una mueca de burla, siente de nuevo el encanto fascinador de la vida. De pronto, había recuperado la frescura sin mácula de su niñez.

De lo alto desciende un viento fresco que envuelve su cuerpo, bañado en sudor. La borrachera ha desaparecido a causa de la opresión en el pecho. Con el último suspiro de su sobriedad, muestra el dedo corazón a Cárdenas, a la gente que la rodea y a la muerte.

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