Foto: Iris Notario |
Alternaba
la revisión de su Face con música de Luis
Fonsi, Daddy Yankee, Nicky Jam, Maluma. Cantaba con mucho sentimiento.
Escucharla me hacía sentir doblemente desdichado. Primero, porque odiaba esa
clase de música, y luego porque su desafinada voz se convertía para mí, rockero
de la vieja guardia, en apasionantes acordes de Patti Smith, deliciosos
lamentos de Annie Lennox o exquisitos compases de Pink Floyd, pues me cantaba
al oído, embriagándome con su fresco aliento. Rozaba sus labios contra mi
oreja, mientras yo recorría su espalda con mis manos, apenas tocándola, como
frágil figurilla de cristal. Sus incipientes piernas de piel blanca —formas
imprecisas de la pubertad— eran acariciadas con devoción, recorría centímetro a
centímetro de la ingle a la rodilla, de la nalga a la pantorrilla.
La
vida nos había tendido una red de la cual yo sabía cómo escapar, pero no tenía
ninguna intención de hacerlo. Ella parecía sentirse cómoda y gozar en esa
trampa, que le otorgaba dividendos económicos, despreciando mis insinuaciones e
ignorando mi angustia, burlándose de mi cara de imbécil al mendigarle una
caricia.
Al
llegar a visitarme, desde el momento que depositaba su mochila sobre un sillón,
los sentidos se me embotaban, su presencia doblegaba mi voluntad,
desapareciendo con la varita mágica de su fresca sonrisa cualquier sentimiento
de culpa. Aquella rutina diaria era parte de un plan emergente y de seguridad.
A la niña no le gustaba trasladarse a la secundaria en transporte público.
Prefería hacerlo en taxi. Debido a que su madre, Doña Dolores, carecía de los
medios necesarios para satisfacer sus excentricidades, me eligió a mí como su
mecenas. Sin embargo, Lolita no sólo recibía caricias mías, también tenía
aventuras con jóvenes de su edad. Carecía de un novio formal.
—Los
novios son una hueva, profe, prefiero los amigos con derechos, que sólo me sirven
para un free, pero están… ¡mmmmh! Con
ellos sí me siento mujer.
—Pero
apenas eres una niña…
—Pues
ellos me hacen sentir adulta.
—¿Y
también les pides dinero “prestado”?
—¡Cómo
cree, profe, no soy prosti… aún! —Manejaba la desfachatez de una manera tan natural
que era imposible no postrarse a sus pies. Sus expresiones contenían una pesada
carga de inmoralidad; sus ademanes incitaban al pecado.
—¿Por
qué dices “aún”? Estás insinuando que…
—¿Quién
sabe, profe? —me interrumpió— Esas señoras me llamaron mucho la atención, creo
que desde los diez años —desvié la conversación hacia otro terreno, para no
darle importancia a esas palabras.
—¿Qué
te pasó, pequeña? ¿Te madrearon o qué? —La seguí hasta el baño. No respondió a
mi pregunta, como siempre. Sólo se ocupó de controlar el acceso de tos que la
invadió y lavar su cara bajo el chorro de agua.
—‘Péreme…
‘péreme… —Ya había desenrollado papel higiénico y se limpiaba la cara, el
cabello y las manchas sobre su cuerpo.
—¡Hijo
de su puta madre! ¡Hijo de la chingada! —gritaba divertida, mientras se buscaba
manchas, ahora sobre sus piernas; su rostro estaba encendido de malicia, su
mirada, siempre alegre, ahora gozaba de un brillo malévolo.
—¡Bueno, cuéntamelo todo, me tienes aquí como tu pendejo!
—¡Ese pinche David! —escudriñaba su rostro frente al espejo—. ¡Se vino sobre mí!, ¡El muy cabrón me los echó en la cara, profe! ¡Menos mal que no había vecinas, si no...!
Dicha
escena había tenido lugar en la azotea del edificio, entre los lavaderos, con
el sol de las dos de la tarde como único testigo. Acostumbraba a aprovechar el
manto negro de la noche para ocultar sus travesuras en esa parte del edificio,
sólo que esta vez, al parecer, la calentura les ganó a los jóvenes.
En
repetidas ocasiones, los muchachos le faltaban al respeto y le pedían una cita
en la azotea, pero Lolita no se inmutaba. Simplemente les mostraba el dedo corazón,
mirándolos fijamente: “Que te la dé tu puta madre, wey”, aunque más adelante,
ya con las aguas más serenas, aquella solicitud era atendida debidamente.
—El
hecho de coger a tan temprana edad no es lo grave, Lolita —en el barrio debía
usar este lenguaje directo, para hacerme entender y derribar las barreras
invisibles de las condiciones sociales—, lo cabrón es que te embaracen o vayan
a contagiarte alguna enfermedad —me miraba un instante y volvía al monitor—, si
lo haces con res-pon-sa-bi-li-dad —le remarcaba estas palabras—, no hay pedo.
¿Me estás oyendo, malvada?
—Relájese,
profe, ya me lo ha dicho varias veces, a las “fiestas” hay que ir con
“gorritos”, ¿o no? —sus respuestas estaban cargadas de fastidio y su atención
se perdía en la inmensidad de las redes sociales. Instantes después, el malvado
de la película —una figura amorfa que me nulificaba los sentidos— emergía de
mis entrañas, abandonaba su oscuro escondite. La escena ya era un rito. La niña
ante la computadora y yo atrás de ella, acariciando sus hombros desnudos,
hablándole al oído, embriagándome con su púber aroma, ambas manos bajo la blusa,
acariciando sus pechos. Ella guardaba silencio y aceleraba su respiración, la
mirada fija en el monitor. La atmósfera se poblaba de lascivia y desenfado, y
simulaba atender sus mensajes, para ponerse en pie de súbito ante mi absoluta
desolación.
—¡Bueno,
ya, basta de arrumacos! —explotaba mi burbuja con un manotazo sobre la mesa. Me
costaba trabajo regresar a la realidad—. Ya me voy, profe, ¿me presta 50 pesos
para mi taxi?
¿No
era la misma táctica que utilizan las mujeres en los puteros? Siempre te piden
“para el taxi”… Así eran las reglas del juego y sus encantos las dictaban.
El
caso de los albañiles también fue muy comentado en el vecindario. En la misma
cuadra donde vivíamos se construía un conjunto habitacional, financiado por el
INVI, y en esa obra laboraban algunos jóvenes con aspecto de provincianos,
ayudantes de albañil, con escasos dieciocho años sobre sus espaldas. Lolita se
enamoró de uno de ellos y no fueron pocas las veces que los vecinos la vieron
salir de aquella obra negra a diferentes horas del día. En una ocasión —eran
las nueve de la mañana, lo recuerdo muy bien—, salí a la tienda a comprar
víveres, y en la calle me encontré a Lolita, vestida con un camisón blanco,
sostenido apenas por delgados tirantes translúcidos, escotado de pecho y
espalda. Venía de regreso a su casa.
—¡Chamaca
malvada! ¿Qué andas haciendo a estas horas y en esas fachas? —Tuve que hacer esfuerzos
sobrehumanos para no abrazarla a media calle. Todas sus virtudes de adulta
precoz se magnificaban con aquel atuendo. Para mí, fue una aparición que mis
genitales no pudieron ignorar y lo celebraron al instante, con un ligero
cosquilleo.
—Te
ves buenísima, recabrona —le dije en voz baja, y toqué con deseo ardiente uno
de sus hombros desnudos. Fue apenas un instante. El tiempo se detuvo. Todo a mi
alrededor desapareció. Me sentí flotar sobre una nube de lujuria… Su tersa
piel, su cabellera desordenada y sus codos manchados con cal o cemento… Su
electrizante mirada enmarcada con nuestros gestos de complicidad. Sus labios,
húmedos aún por la intensa actividad con el estúpido ayudante de albañil… Mi
angustia al imaginarme la escena… Mi enorme impotencia por la diferencia de
edades, barrera invisible entre los dos…
—Nada.
¿Qué he de hacer? —Agachó la mirada y sonrió con picardía—. Le llevé un café a
mi novio ¿Me presta veinte pesos? —Le entregué el billete embelesado, como
autómata, y seguí mi camino volteando hacia atrás a cada tres pasos que daba.
No era conveniente que los vecinos me vieran platicando con una chiquilla
ataviada con prendas tan ligeras y a esa hora de la mañana.
—Señor…
señor…, aquí tiene su cambio —hasta entonces reaccioné de mi sopor; y comprendí
que el hecho de tener aquel acercamiento de intimidad con Lolita me situaba en
un lugar privilegiado. “God knows I’m
good”, repetía como una oración, parafraseando a David Bowie, y así me
tranquilizaba, además de inyectarme ánimos.
Su nombre verdadero era Laura.
Yo me tomé la libertad de tergiversarlo para mis putrefactos intereses.
Descubrí en ella las actitudes del personaje de Nabokov: el desenfado en su
andar, la provocación en su mirada, la insinuación en el saludo y la promesa de
algo inquietante en la despedida. Desde los primeros días que llegó a
visitarnos, acompañada de su madre, Doña Dolores, decidí llamarla Laulita,
jugando con su nombre y el personaje de la novela, sin embargo, más adelante,
al observar que sus encantos no dejaban lugar a dudas, opté por llamarla Lolita,
ya que, como un derivado del nombre de su madre, le correspondía ese apelativo
y, curiosamente, por sus actitudes de putita precoz, también. Todos los
elementos engranaban a la perfección; así, yo sería el feliz Humbert Humbert de
“El regreso de Lolita”, “Lolita en la colonia Obrera” o “Lolita y yo”, en fin,
algo así. Es obvio que no contaríamos con la excelencia narrativa del escritor
original pero, como mi madre decía, diosito no da todo.
Condené
a Laurita a ser la “Lolita” de la colonia Obrera que, con sus coqueterías y
devaneos, aturdían a un servidor hasta el punto de hacerle perder la cordura.
Mi
mujer y yo decidimos no tener hijos, por sanidad mental. Hacía un año que mi
esposa había muerto víctima de una diabetes mellitus galopante, y en vida hizo
muy buena amistad con doña Dolores. Constantemente llegaban ella y su hija a
nuestra casa a pedir favores económicos —por lo general, a fin de mes, para
completar la renta de su departamento—, a hacernos alguna consulta de tareas
para Lolita, trámites en la Delegación o, simplemente, para conversar
trivialidades de vecinos. Lolita era hija única. Doña Dolores y su marido se
separaron cuando la niña tenía apenas seis años, y se fue a trabajar al
extranjero. Perdió todo contacto con él, de tal manera que ella debía trabajar
para mantener la nave del hogar a flote. En el vecindario se rumoraba que doña
Lola y yo terminaríamos casándonos, como resultado de aquella situación. “Ella
sola, yo solo, mi casa sola…”
La
trataba con mucho respeto y la ayudaba en lo que podía en honor a la amistad
que tuvo con mi mujer, pero no tenía ninguna intención de enamorarla. La madre
de Lolita, de 54 años, era empleada en una tienda de autoservicio. Yo soy
profesor de Literatura, jubilado, con 62 años en mi haber y he borrado de mi
diccionario la palabra “matrimonio” Toda mi vida hice alarde de sabiduría ante
propios y extraños por haber decidido no procrear hijos. Tal vez el hecho de
haber convivido durante muchos años con nueve hermanos sea el motivo de mi
aversión a los niños, aunque como se podrá apreciar, no es el mismo sentimiento
hacia las niñas.
En
varias ocasiones, cuando Lolita y su madre llegaban a visitarme, la niña pedía
permiso para utilizar mi computadora y se dirigía hacia mi habitación ante los
reclamos inútiles de la madre.
—No
empieces con tus cosas, Laurita —la madre simulaba reprender a su hija—, por
eso no me gusta que vengas, ¿qué tal si el maestro está ocupando su
computadora?
—¡Es
rápido, mamá, mientras ustedes platican! —La niña ya estaba instalada ante el
monitor.
La
doña y yo platicábamos escasos diez o quince minutos, con recuerdos de mi mujer
y su marido como temas. Al momento de partir, la escena se repetía:
—¡Vámonos,
niña, que el maestro tiene que trabajar! –La doña ya se había despedido de mí—.
¡Ay, esta niña! Perdone tantas molestias, maestro, pero ya sabe cómo es
Laurita.
—¡Déjela!,
en diez minutos la corro, mientras escombro un poco la alacena, que la tengo
muy desordenada.
Al
salir la madre, me dirigía hacia donde se encontraba la niña, trémulo, y me
instalaba atrás de ella, colocando mis manos sobre sus hombros, ejerciendo una
ligera presión, a manera de masaje. Eran unos minutos en que el tiempo se hacía
eterno para ella, supongo, porque para mí significaban apenas un suspiro. Mis
manos ya estaban bajo la blusa de la niña… La belleza de su piel… El encanto de
su actitud… Mis manos recorriendo groseramente su pecho de lado a lado, espalda
y hombros… Mi descomunal erección no pasaba desapercibida ante los ojos de la pequeña,
pues ya rozaba mi sexo con el antebrazo, al escribir en el teclado. Esgrimiendo
una indolente actitud, en silencio, sólo se dejaba hacer, y su belleza borraba
todo en la habitación, desaparecía los objetos que nos rodeaban, y mi voluntad
se esfumaba ante su malvada inocencia —¿era gozo?, ¿aceptación?—, cubriendo la
habitación con una gruesa nube de lujuria. Y, como siempre, sin ningún
preámbulo, se ponía de pie de un salto, haciendo explotar la lúbrica burbuja en
que me transportaba.
—¿Y
ahora, a que te vas a dedicar, pequeña? —mis manos ya iniciaban el ritual
acostumbrado.
—A
puta, profe. Se gana buena lana y no tengo que batallar con las odiosas
matemáticas ni lidiar con los maestros idiotas, que no’más están chingando. Sin
ofender, ¿eh? –Me lanzó una simpática mirada de disculpa.
Lo
dijo con tanta seguridad que todo mi bagaje pedagógico se fue por el caño de lo
insólito. Los conocimientos acumulados durante treinta años al servicio de la
educación no me alcanzaron para debatir aquel proyecto de vida. Tampoco pude
reprimir una carcajada nerviosa.
—¿Ah,
sí? –Suspendí el masaje. De repente, me sentí culpable de la creación de aquel
pequeño monstruo. Jalé una silla a su lado, forzándola a un interrogatorio, sin
tocarla, acariciándola sólo con mis palabras y la mirada. Intenté persuadirla
de muchas maneras, utilizando el tono más gentil, pero todo fue inútil. Fiel a
su costumbre, me ignoraba, hundiendo su mirada rencorosa un instante sobre mi
rostro y atendiendo su Face después.
La
amistad de la Dani y Lolita se hizo cada vez más estrecha, a tal grado que en
el barrio se rumoraba que ésta última ya era parte del gremio de las sexo-servidoras.
La
falsa Lolita ya era una putita consumada. Sus visitas a mi casa eran cada vez
más esporádicas. Rehuía mi plática. Ya no necesitaba mi computadora, pues ahora
usaba un celular con múltiples aplicaciones que superaba a mi viejo ordenador
de escritorio.
Doña
Lola llegaba a platicar conmigo, ya sin la hija, a expresarme sus penas y
preocupaciones acerca del comportamiento de Laurita. No paraba de llorar. Me
pedía consejos. Lolita ya faltaba a su casa muy seguido, haciendo caso omiso a
las amenazas y advertencias de su madre. Algunos vecinos me confiaron que
Lolita los había visitado, acompañada por la Dani, ofreciéndose para un acostón
a cambio de cantidades ridículas, pues no tenían para pagar el hotel donde se
hospedaban. Mi sentimiento de culpa iba en aumento. Me recriminaba mi actuar
para con ella. Sólo me consolaba saber que desde tiempo atrás ya andaba
cogiendo con los muchachos de su edad. Lo mío sólo era cachondeo, oleajes de
caricias que desembocaban en cascadas de onanismo. Devaneos execrables de un
viejo enfermo, frustrado y caduco. Doña
Dolores me pidió que buscara en internet alguna granja, asilo, internado o lo
que fuera necesario para corregir los pasos equivocados de su hija, que tenía quince
días fuera de casa, sin que nadie supiera su paradero.
En mi
interior albergaba una falsa esperanza de que la muchacha me enviara un mensaje
por Face, indicándome sus
coordenadas, pero nada sucedía. Mis mensajes por Inbox se quedaban en “Visto” y
no había respuesta. Acompañé a doña Dolores al CAPEA y dimos cuenta de su
desaparición. Aunque yo estaba enterado de sus puterías, no fui capaz de
confesarlo. Con lo que su imaginación le dictara era suficiente. ¿Para qué
agregar sal y limón a las heridas?
Colocamos
avisos tamaño carta con los datos generales y descripción de Lolita en varias
colonias de la ciudad. “¿LA HAS VISTO? COMUNICATE CON NOSOTROS”, rezaba el
cartel. Lolita aparecía bella, inocente, atractiva, con el dedo índice sobre
sus labios. Pegué algunos a lo largo del departamento, evocando su piel a cada
paso. Por supuesto, la doña nunca se enteró de mis maldades con su hija. Los
anuncios por toda mi casa le causaron una sonrisa. A mí me provocaban angustia.
Necesitaba su risa, sus bromas, sus desplantes altivos, su aroma, su presencia.
Doña Lola y yo nos hermanamos en el sufrimiento. Ambos la necesitábamos. Aunque
de diferente manera, los dos la amábamos. Las viejas dolencias en la columna se
me recrudecieron, pero hice grandes esfuerzos para que la vecina no los notara.
Me doblaba y me doblaba, pero no me rompía, como los grandes fajadores en el
boxeo. Tenía el deber de mostrarme íntegro ante doña Lola, pues también su
salud se debilitaba día con día. Las noches a duermevela comenzaron a hacer
estragos en su interior. La presión se elevó, al contrario del ánimo. El
insomnio y la falta de apetito estaban minando su salud.
Un
sábado por la mañana, extrañado porque Doña Dolores no se presentaba en mi
departamento, según lo convenido, llamé a su puerta con insistencia, la mente
envuelta en graves presagios. No obtuve respuesta. Me preocupé doblemente.
Intensifiqué la enjundia al llamar. La respuesta fue la misma. Con la ayuda de
un cerrajero forcé la puerta y, al entrar, descubrí a la madre de Lolita de hinojos
sobre la cama, sentada en el suelo, apoyando la cabeza sobre el colchón, aún
con vida. Reaccionó hasta el tercer intento, después de leves cachetadas y
alcohol que la hice inhalar.
—Ya no
me alcanza la vida, maestro –la voz le pesaba, las palabras, entrecortadas, se
negaban a salir de aquel cuerpo exánime—, encuéntrela… Usted ha sido muy bueno
con nosotras… Gracias por su apoyo… No la desampare…
Murió
con mi mano entre las suyas, apretándola con fuerza… La misma sucia y asquerosa
mano que se masturbaba después de acariciar a su pequeña, la misma estúpida
mano que había ofendido la inocencia de Lolita, de su Laurita… Y dejaba bajo mi
custodia a una prostituta precoz, una encantadora jovencita con la cual había
practicado juegos prohibidos… Una púber perversa. Todo mi ser lanzaba fuegos
artificiales de gran colorido ante el majestuoso panorama que la vida me
mostraba.
El
regreso de Lolita fue toda una revelación. Su futurista corte de cabello nos
dejó atónitos, a los vecinos y a mí: casi a rape del lado izquierdo, su cabeza
enarbolaba la bandera gay con su correspondiente gama de colores, y se extendía
hacia el lado derecho, donde el cabello le llegaba al brazo; tenía porte de
cortesana, y mantuvo la mirada a los vecinos que le recriminaban su vileza al
abandonar a su madre. No derramó una sola lágrima, lo cual me pareció muy
honesto de su parte. Iba tomada de la mano de Dani, que lucía un cabello muy
corto y chamarra de cuero negro, con estoperoles en las mangas. Ahora formaban
una linda pareja, aunque la comunidad no estuvo de acuerdo conmigo. Después de
las exequias, pedí hablar a solas con mi Lolita. Se negó de manera rotunda.
Exigió la presencia de su amante, así que hablé con ambas en mi departamento y
le comuniqué el último deseo de su madre. Ahora era su tutor, por voluntad de
una moribunda. En su rostro se dibujó una mueca que pretendió ser sonrisa
burlona y se quedó en gesto irónico. Se mostró muy agradecida por mi actitud,
sin embargo, dijo, no necesitaba ninguna tutoría, pues ya gozaba de la
protección de su Dani.
—Algún
día regresaré a visitarte —ahora me mostraba su autoridad, al tutearme— para
que me permitas checar mi Face en tu
computadora, como antes lo hacíamos, sólo que ahora le vas a aumentar dos
ceros, ¿eh, recabrón? —me envió un guiño encantador; yo lo recibí como la
promesa de algo superior, un encuentro amoroso con todas las de la ley.
—Te
esperaré toda la vida, bebé —respondí.
—Todo
cuanto poseo pasará a tus manos. Cuando muera, hasta la Torre Latino será tuya
—bromeé.
—¡No
mames! —protestó—. ¿Qué dirán tus hermanos? —Me hablaba al oído, como antes me
cantaba, sentía su respiración en el cuello, algo sublime.
—¡Naaahh!
¡Los hermanos, a callar! Ellos sólo son accidentes de la vida y tú eres mi
novela favorita, mi patria, mi bandera, mi segunda piel, el lugar donde quiero
volver —grité convencido, citando una canción de Víctor Manuel.
Esta
vez la tenía en mis brazos, y recordé su manera de entregarse. Completamente
olvidada de sí misma, desmayada sobre la silla, ebria de pasión, los ojos
cerrados y la cabeza inclinada hacia un costado, entregándome su exquisito
abandono de diosa púber, su interminable cuello, con los pechos al aire… Y, de
la misma manera que años atrás lo hacía, de un salto se apartó de mí, secó sus
lágrimas con un ademán rabioso y dijo con mucha gracia:
—¡Bueno, basta de arrumacos, mueve ese culo podrido que voy a revisar mi Face!
¡Chingón!
ResponderEliminarFelicidades
¡¡Muchas gracias de parte del autor, Edmundo!!!!
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