lunes, 28 de septiembre de 2020

El corazón del museo (Primera parte)......Jordi Cuevas Gemar

Foto: Hazen Size, La Desbandá de Málaga
Joaquín hacía rato que oía en sueños las campanas de la Encarnación. Dang, dang, dang… Se veía de vuelta en el pueblo, rodeado de una multitud gozosa, embriagada de felicidad, ascendiendo por el sendero que llevaba hasta la ermita. Era domingo de Carnaval; sus paisanos tocaban flautines y panderos, cantaban a voz en cuello, y se pasaban unos a otros las chorreantes botas de vino, hasta que las blancas camisas, limpias y recién planchadas, quedaban rojas, empapadas y pegadas a la piel.
Pero cuando Joaquín Berrocal abrió los ojos, el tañido insistente de la campana de la iglesia ya no invitaba a la fiesta. Y su cuerpo enseguida lo supo: a pesar del frío de febrero, que se colaba como un ladrón por la ventana mal ajustada, la almohada bajo su cabeza estaba empapada de sudor. Se levantó de un salto, con los ojos como platos: a lo que llamaban las campanas, con su furioso repique, era a huir de las bombas que, de un momento a otro, amenazaban con caer sobre la ciudad.
No era la primera vez: desde que empezó la Guerra, Málaga se había acostumbrado dolorosamente a los bombardeos. Y en las últimas semanas, habían sido especialmente duros. Era Málaga la Roja, adonde llegaban los braceros desde toda Andalucía esperando emplearse como estibadores en el puerto, dependientes de alguna tienda u obreros industriales donde los quisieran contratar. Y los señoritos de Jerez o Sevilla –como sus propios señorones con apellidos ingleses de la calle Larios, o de los barrios elegantes de la Caleta, Miramar o el Limonar– nunca le habían perdonado a la vieja Mainake, la Malaka fenicia y romana, que se hubiera vuelto en los últimos tiempos una taifa de anarquistas, socialistas y comunistas: de gente que no se resignaba a una vida de esclavos y luchaba por un futuro mejor.
Desde que comenzó la Guerra, además, Málaga era también precario refugio de miles de desplazados procedentes de Sevilla, de Granada o de los pueblos del interior: personas que habían tenido que huir de sus casas por temor a los bombardeos –o por el temor, mayor aún, a las represalias; hombres, mujeres y niños, prácticamente con lo puesto, dueños tan sólo de su miedo y su desesperación, ante el avance, implacable y sangriento, de las tropas sublevadas contra el gobierno de la República. De los Nacionales, como se habían dado en llamar.  
Por ello, cuando llegaban los aviones, éstos no se limitaban a bombardear los barcos de guerra fondeados en el puerto, los depósitos de combustible o las instalaciones de interés militar; sino que aprovechaban, también, para soltar sus proyectiles sobre alguno de los barrios populares de la ciudad. Porque en aquellas barriadas de callejas enfangadas y corralones humildes, blancos de cal, como El Perchel o Huelin –ahora rebautizado, pomposamente, “Barrio de la Libertad”–, eran mayoría la gente de izquierdas, socialistas, comunistas o de la CNT; y había que dar un escarmiento a toda aquella canalla, como Queipo en sus “charlas” solía decir.
Y, tras cada bombardeo, los habitantes de los barrios incendiados se dirigían, buscando venganza –las manos desolladas de revolver entre cascotes, las camisas tintas en sangre, los ojos rojos de polvo y lágrimas y vacíos de compasión–, a cualquiera de las muchas chekas que llenaban la ciudad. En ellas se amontonaban los sospechosos de simpatizar con el Alzamiento; es decir, toda aquella gente religiosa, acomodada o de derechas incómoda por el triunfo, en las últimas elecciones –aún no hacía ni un año, pero tan lejanas ya– de la unión de las izquierdas en el Frente Popular. La anárquica tropa llegaba, hacía una “saca” de presos y en el acto los fusilaban, sin demoras ni entretenimiento ni mayor tramitación.
Joaquín se puso a toda prisa el mismo pantalón de pana que había dejado sobre la silla de enea antes de irse a dormir. Aparte de aquélla, pocos muebles en la habitación: la cama de barras de hierro, una mesilla de noche, un poco rayada, y el armario casi negro, con señales de carcoma y campamento de telarañas en su parte inferior. En la pared desangelada, una imagen de la patrona de su pueblo –una virgen de rodillas como peñas y manto de azul nocturno, estrellado de flores doradas–, a la que siempre se encomendaba con menos fe que devoción.
Aguzó el oído, y a lo lejos le pareció oír el ya familiar zumbido del Tío de los Molletes, que era como los malagueños habían bautizado, con negro sentido del humor, al aparato de la aviación rebelde que les bombardeaba muchos días a primera hora de la mañana: “¡Que viene er tío los molletes…!”, decían; como si, en lugar de mortíferas bombas, les lloviesen desde el cielo panecillos para desayunar.
Sin acabar de abrocharse el abrigo, Joaquín bajó en tres zancadas al portal y comenzó a correr instintivamente hacia la cercana colina del Ejido, en cuyas laderas arcillosas se habían excavado, durante los últimos meses, decenas de cuevas utilizadas como refugios por la población. En otras partes de la ciudad se habían habilitado, para el mismo fin, diversos espacios, como los sótanos de la Fábrica de Tabacos o los del Palacio de la Tinta; y, cuando sonaban las alarmas, cada uno ya sabía –más o menos– hacia cuál de ellos se debía dirigir. Sin embargo, aquel día, en el caos de carreras sin sentido que Joaquín halló al salir a la calle parecía intuirse un miedo descontrolado, un terror diferente al que los habituales bombardeos solían provocar. Algo que sólo podía deberse a alguna otra clase de amenaza, para la cual a Joaquín no le alcanzaba la imaginación.
–Pero, ¿qué pasa, de qué corréis…?
Un hombre en alpargatas y con la camisa mal abotonada se le echó prácticamente encima.
–¡Los moros, los moros! ¡Que vienen los moros!
–¿Qué moros?
–¡Cohone, chiquillo, qué moros va a ser…! ¡Pos los moros de Franco, y toos los fascistas, que ya están llegando por la carretera de Marbella! –Y por si no había quedado aún claro, el hombre seguía gritando–: ¡Los moros, los moros! ¡Que vienen los moros…!
A Joaquín se le erizó el pelo del cogote. Y se quedó clavado en la acera, sin saber muy bien qué hacer.
Los moros, los moros. Se le vino a la cabeza, en un solo momento, toda la violenta fama que arrastraban tras de sí aquellos mercenarios despiadados –los tristemente famosos Tabores de Regulares, las tropas indígenas del Protectorado Español en Marruecos– que el insidioso general Franco había conseguido transportar a la Península en las primeras semanas de conflicto, tras el fracaso de la intentona en las principales ciudades del país; aquel mismo general Franco a quien al principio todos menospreciaban por su figura rechoncha, por su menguada estatura y su ridícula voz atiplada, pero que ahora afianzaba cada vez más su liderazgo entre los cabecillas de la rebelión.
El zumbido sobre sus cabezas se hizo más fuerte y Joaquín elevó la mirada al cielo. Por el noroeste aparecieron las siluetas de dos trimotores que surcaban el cielo plomizo como si fuese suyo, sin ningún caza a la vista que acudiese a disputarlo (pero ¿dónde estaba la aviación del Gobierno, que llevaba días sin aparecer?); como dos perdigueros confiados cruzando el patio de un cortijo, con su trotecillo suave, esperando a que venga el amo para salir a cazar. Los gritos y las carreras crecieron en la calle, y Joaquín se protegió, instintivamente, arrebujándose en un portal. Pero sólo durante un momento: hasta que reparó en lo inseguro de su cobijo y en lo inútil de su reacción. Y de nuevo echó a correr.
Pero, si era cierto que los Nacionales estaban a punto de entrar en la ciudad, ¿tenía algún sentido resguardarse en un refugio antiaéreo? ¿Acaso no les iban a sacar de allí ensartados en sus bayonetas como si fuesen cucarachas? Mientras galopaba, a Joaquín parecía a punto de estallarle la cabeza.
Los moros, los moros. Eran muchos los horrores que le habían referido sobre aquella horda de salvajes, asesinos y violadores; entre otros, los que le habían contado los paisanos llegados desde su propio pueblo, del cual habían huido despavoridos después de que lo tomaran los rebeldes a mediados de agosto, y que ahora se hacinaban en la Iglesia del Carmen y otros lugares de la ciudad. Le contaron que el Rucho, el de la panadería, había salido corriendo en cuanto vio entrar a los primeros marroquíes, con sus turbantes blancos, por la parte de las Huertas del Río, pero que al llegar a su casa se encontró que su mujer había atrancado la puerta para que los extraños no pudieran entrar; entre su hija y ella intentaron ayudarle a entrar por la ventana, pero uno de los mercenarios le clavó un cuchillo en la pierna mientras subía, tiraron de él entre varios, y en cuanto cayó al suelo lo degollaron como a un cordero, ante la mirada aterrorizada y los gritos inútiles de las dos mujeres. Y que a su vecino el Vale se lo habían llevado con su hijo pequeño, que debía tener unos seis años; y después, al chiquillo lo habían vuelto a dejar otra vez delante de su casa, mudo de espanto, porque a su padre lo habían matado ante sus ojos aterrados. Y quién sabe qué más le hicieron, o qué inenarrables horrores le habrían hecho contemplar.
Qué distintos, estos moros, de aquellos otros a los que él tanto había admirado. De los que levantaron la Mezquita de Córdoba y la Alhambra de Granada. De Avicena y Averroes. De los que rescataron del olvido a Aristóteles y Platón.
Al llegar al Ejido se detuvo a recuperar el resuello. Volvió a oír los trimotores; viraban de vuelta hacia el norte, de donde venían cuando los vio la primera vez. A los lejos retumbaban los cañones de Gibralfaro, escupiendo su impotencia contra los bombarderos que no conseguían derribar; inútiles con su estruendo si no contaban con el apoyo de su propia aviación. Y a Joaquín ahora los aviones franquistas ya no le parecieron perros; se le antojaron, más bien, buitres carroñeros, describiendo círculos en torno a un animal a punto de morir. Y, en lugar de refugiarse en alguna de las cavidades de la montaña, se dejó caer al suelo, la cabeza entre las manos, sollozando con desesperación. 
Se serenó al cabo de un rato. Ya no zumbaban los aviones, y también habían callado los antiaéreos de Gibralfaro y las campanas de la catedral; aunque un extraño eco de los cañonazos parecía seguirse oyendo al otro lado del Guadalmedina, por el Monte Coronado, y continuaban las carreras aquí y allá. Vio gente que acarreaba bultos: hatillos, maletas, capazos cargados de ropa o de comida. ¿Huían? ¿Hacia dónde? ¿Y por qué?
¿De verdad Málaga estaba a punto de caer?
Imposible. Aquello no podía estar ocurriendo.
La República había sido, para todos, un bello sueño de primavera. Y la victoria del Frente Popular, un estallido de ilusión. Pero el sueño, con la guerra, se había vuelto pesadilla: las patrullas, los fusilamientos, los bombardeos, la escasez de todo, el no tener qué comer. Las iglesias llenas de gente hacinada, de familias sin hogar. Y todos querían que la pesadilla acabase. Pero no que acabase de aquel modo. No despertando a una pesadilla peor.
Pero calma, calma. No perdamos la calma, pensemos con frialdad. Bombardeos hemos tenido muchos, lo de hoy no tiene por qué ser peor. Histeria, histeria colectiva, eso es lo que nos está pasando: la gente se deja llevar por el pánico, uno dice “los moros, los moros”, y todos echan a correr. Sí, se oyen rumores: hace días que la gente habla de desplome de frentes, del de Ronda, del de Antequera, y sí, es verdad, han llegado más refugiados; no han dejado de venir desde que empezó la guerra, estos días han seguido llegando, eso no es novedad, aunque cada vez vengan de más cerca, cada vez de más cerca; sí, eso asusta, asusta mucho. Pero no hay que perder la calma, hay que pensar con frialdad.
La prensa, la prensa: la prensa sí trae noticias, son noticias, no rumores, de la prensa nos podemos fiar. ¿Cómo van a estar a punto de entrar en Málaga los moros y los legionarios? Si el dieciocho de julio no pudieron con el pueblo en armas, ¿es que ahora lo van a conseguir? Málaga resistió, como resistió Madrid, como resistió Barcelona, como Valencia, como todas las ciudades donde los obreros son fuertes y están organizados, menos Sevilla, claro, pero bueno, en Sevilla hay mucho señorito y mucha beata, los sevillanos son de mucha procesión y mucho postureo, con la Macarena y el Rocío para aquí y para allá y para arriba y para abajo, nunca han sido muy de fiar.
La prensa, la prensa. El Popular lo dice, todos los días trae noticias de los frentes, a veces viene censurado, sí, es normal, estamos en guerra, pero es un diario serio, no se inventa las cosas, y casi ni un día desde que se lio todo esto ha dejado de salir. El Popular lo dice, al enemigo se le está conteniendo valerosamente en todas partes, sólo se han producido repliegues tácticos, pronto vendrán refuerzos, barcos, cañones, aviones, Málaga no tiene nada que temer.
El Popular lo dice: Málaga resiste, Málaga no cae, Málaga será la tumba del fascismo. ¿Acaso puede mentir El Popular?
Y Joaquín no supo responder a su propia pregunta, o no se atrevió. Pero se le ocurrió alguien que quizá sí podría. Don Hermógenes, su inmediato superior en el Museo Provincial.

 El veterano conservador del museo vivía en un barrio más acomodado que el suyo: un barrio de calles empedradas y con árboles en las aceras, y que había padecido algo menos que otros los bombardeos de los nacionales; quizá para compensar que, durante los primeros días del conflicto, había sido de los que habían sufrido más incendios y saqueos, en busca de supuestos partidarios de la rebelión.
Joaquín caminaba deprisa –los taxis estaban todos requisados, los tranvías habían dejado de circular– y su paso se convertía a trechos en un trotecillo ligero, temeroso de que, en cualquier momento, los siniestros buitres con hélices volviesen a pasar sobre él. De tanto en tanto oía esporádicas explosiones o veía elevarse una columna de humo en la lejanía, sobre los tejados, y su angustia iba en aumento. Algunos estampidos sonaban a su derecha, por la parte de la costa, y era fácil imaginarse que alguna nave rebelde les cañoneaba desde el mar. Pero también le pareció oírlos a su izquierda, o a su espalda –quizá no fuesen más que ecos, o su mismo miedo incontrolado–, y ello sugería la presencia de piezas de artillería ubicadas hacia el norte y el oeste, en las montañas cercanas; lo cual, de ser cierto, significaba que las tropas enemigas se encontraban no a días, sino tan sólo a unas horas de poder tomar la ciudad. Y Joaquín apretaba el paso, trotaba, corría, tropezaba con la gente, se detenía exhausto, y volvía a comenzar.
Cuando por fin llegó a la dirección que recordaba, encontró la portería abierta. Sólo entonces percibió lo atolondrado de su comportamiento, y cayó en la cuenta de que probablemente don Hermógenes también habría salido de su casa buscando refugio seguro, como marcaba el sentido común. De hecho, ni siquiera sabía si seguiría en Málaga: hacía varios días que no lo veía, y más de uno le había aconsejado con buen criterio que se fuera una temporada al campo, tanto para alejarse de los bombardeos como de las “patrullas” de incontrolados de la CNT. Pero don Hermógenes, estoicamente, respondía siempre que donde está el cuerpo está el peligro, y que, dado el desorden de los tiempos, su lugar estaba –más que nunca– cerca del Museo, para vigilar en lo posible que éste no fuera destruido ni saqueado, como había pasado con tantos otros edificios, como la iglesia del Sagrario o el Palacio Episcopal. Ésa era su obligación y la cumpliría, aunque se dejara la vida en ello; lo cual, por otra parte –dadas las actuales circunstancias–, era de una espeluznante probabilidad.
Llamó a la puerta y esperó. Al no recibir respuesta volvió a llamar, repiqueteando suave pero insistentemente con los nudillos, para asegurarse de ser oído pero tratando de no causar alarma, a la vez que susurraba poniendo la boca junto a la mirilla.
–¡Don Hermes, soy yo! ¡Soy Joaquín, el del Museo! ¡Vengo solo, ábrame!
Tras unos interminables minutos en los que estuvo varias veces a punto de dar la vuelta y marcharse, le llegó por fin el sonido metálico de la mirilla y entrevió fugazmente un ojo verdicastaño, que enseguida desapareció. Luego oyó descorrerse el cerrojo y se abrió la puerta, dejando ver una figura tranquilizadora y maternal.
–¡Chacha Frasquita, qué alegría verla en casa…!
–Pasa, armamía, pasa… Ohú, qué enritación de guerra, a ver cuándo se acaba ya de una vez, que no ganamos pa disgustos.
Joaquín abrazó a la asistenta y la besó en las arrugadas mejillas.
–No sabía si encontraría a alguien. Toda la gente se ha echado a la calle, andan como si el mundo estuviera a punto de acabarse.
–Y razón lo mismo no les falta –respondió, desde un rincón en penumbra, una conocida voz. 
Don Hermógenes salió de la sombra, se acercó a Joaquín y le saludó con cordialidad, estrechándole la mano mientras le palmeaba la espalda.
–Frasquita, ¿queda algo de café, para ponerle una tacita a este muchacho?
La mujer palmeó expresivamente el mandil que le cubría el regazo.
–¡Asú, Asú Asú…! Una tacita de achicoria es lo que le voy a hacer ya mismo, que el café ni me acuerdo de la última vez que lo vimos en esta casa.
–Y tráele también algo para comer, que seguro que ni ha desayunado.
Joaquín agradeció la taza de líquido humeante que casi enseguida tuvo ante él, sobre la brillante mesa de caoba, y migó en él los dos trozos de pan de maíz resecos con los que Frasquita consiguió acompañarlo, antes de acabar apurando la bebida de un trago largo, hasta que no quedaron ni los posos. Reparó entonces en que hacía rato que no oía explosiones. Quizá ya había concluido el cañoneo. Quizá el castigo se había limitado a la zona occidental de la ciudad, donde se concentraban los barrios populares. O quizá era la atmósfera de aquella casa, por la paz que transmitían don Hermógenes y Chacha Frasquita, la que conseguía crear una burbuja intemporal de tranquilidad.
–Don Hermes –habló por fin Joaquín cuando tuvo la boca vacía, y después de limpiarse cuidadosamente con la limpísima servilleta blanca que le trajo la solícita asistenta–, ¿cree usted que de verdad están a punto de entrar las tropas de Franco, como dice la gente por la calle?
Pero no dio tiempo a la respuesta; atropelladamente, añadió:
–No puede ser que el Gobierno lo permita, ni la Junta de Defensa se va a quedar sin hacer nada, ¿no? Y más desde que le han dado el mando a Villalba, que ése sí que parece un militar de verdad, de los que mandan y les obedecen, y no como el inútil de Arteaga, que no hacía nada, que lo dejaba todo en manos de los Comités.
El conservador le miró con un punto de triste condescendencia.
–Hijo, pa mí que el Gobierno no echa cuenta de Málaga desde que empezó la guerra. Y más ahora, con los nacionales a pique de entrar en Madrid. Aquí, en la Junta esa, lo único que hacen es pelearse los comunistas con los anarquistas, que parece que se tengan más coraje entre ellos que a Franco y a Millán-Astray. Y de ese coronel Villalba, yo que tú tampoco me fiaría, porque por lo que he escuchado tiene a todos sus hermanos en el otro lado, y lo mismo lo que está deseando es pasarse él también de bando en cuantico que pueda, no vaya a ser que al final Franco gane la guerra y a él lo fusilen por no haber estado donde tenía que estar.
–Pero el periódico de ayer mismo decía que nuestras fuerzas estaban conteniendo a los fascistas en todos los frentes y consolidando posiciones…
–¡Y El Popular qué va a decir! Tampoco dijeron nada cuando cayeron Antequera ni Ronda, que nos enteramos por la cantidad de criaturitas que llegaron hasta aquí corriendo de los moros, y hubo que meterlas en donde primero pillaron…
–Pero… ¿tiene usted noticias de primera mano?
Aunque Joaquín no se atrevía a enunciarlo en voz alta, don Hermógenes entendió perfectamente lo que quería indicar.
–Digo… Anoche, Queipo por la radio gritaba que estaban como quien dice aquí mismo, que venían las columnas fascistas avanzando por todos los lados y que no había quien las parara… Decía que las de Granada y Antequera ya habían pasado por el Boquete de Zafarraya y por la Boca del Asno, y que los que venían por Marbella estaban a punto de entrar en Fuengirola y en Torremolinos.
Joaquín miró instintivamente hacia todos lados, como si pudieran oírlos a través de las ventanas cerradas y atrancadas –convertidas en improvisados parapetos que apenas dejaban pasar la luz, tras estanterías y armarios–, antes de bajar la voz y preguntar en un susurro:
–Ya tendrá usted cuidado de que no le oiga nadie cuando pone Radio Sevilla, ¿no?
Aunque estaba terminantemente prohibido por ser considerado un acto de traición, e incluso se habían dado órdenes de requisa, lo cierto es que todo el que aún tenía un aparato de radio lo encendía cada noche a las diez en punto para escuchar las famosas charlas de Queipo de Llano: las emisiones que el general golpista realizaba diariamente a través de los micrófonos de Unión Radio de Sevilla desde que comenzó la guerra, donde leía sus bandos de guerra, y en las que, día sí, día también, daba cuenta de los progresos que el ejército rebelde realizaba, según él, en todos los frentes de batalla.
Aquel general pistonudo, arrogante y de voz de cazalla, que había llegado a ser un auténtico héroe popular en los primeros tiempos de la República, por su supuesta adhesión al nuevo régimen y su aireada enemistad con los figurones del anterior, se había convertido ahora en una auténtica estrella de la radio; con sus arengas conseguía, de forma muy eficaz –entre chistes de sal gorda, imaginativos insultos y terribles pero verosímiles amenazas–, levantar el ánimo a los suyos y desmoralizar a los del bando contrario. Y todo el mundo le quería oír.
–Digo, tú por eso no sufras, que en este vecindario somos todos de confianza. Y además ya gasto yo cuidado, la pongo siempre muy bajita, y si hace falta me tapo con una manta y todo, para que no se escuche desde fuera.
Joaquín sabía que aquella confianza estaba lejos de ser justificada, pues no pocas de las mejores viviendas del barrio habían sido incautadas por el Comité de Alojamiento después de ser abandonadas por sus acomodados habitantes, huidos de la ciudad o detenidos o asesinados por simpatizar con los facciosos. Aunque la invasión en el barrio no había llegado a los extremos de la vivida en otros más exclusivos, como el Limonar o el Paseo de Miramar, donde las rojinegras banderas de la FAI ondeaban ahora en los palacetes que no habían resultado destruidos en los primeros días de la sublevación, convertidos sus jardines en atestados campamentos para decenas o centenares de personas –campesinos anarquistas o familias de milicianos, en su mayoría– huidas de las sierras de Ronda y de Grazalema durante las ofensivas del verano.
De todos modos meditó las informaciones en silencio durante unos segundos, y luego insistió:
–Pero, ¿a usted le parece que iba en serio, o que Queipo lo decía nada más que para meternos el susto en el cuerpo?
No sería la primera vez que Queipo fanfarroneaba, ni que difundía noticias falsas. Ya había dado varias veces por buena la toma de ciudades como Gijón, Albacete o Valencia, sobre todo en los confusos primeros días del alzamiento, y todas ellas permanecían todavía en manos de la República. Pero también sabía Joaquín que no había que tomarse a broma a Queipo, porque cumplía sus amenazas. Como cuando decía "¡Malagueños, maricones! ¡Si no sabéis llevar pantalones, ponédselos a la luna, porque esta noche voy a ir a bombardearos!" Y entonces, ya no era el Tío de los Molletes el que les visitaba, sino el Tío de las Biznagas el que dejaba caer su carga de muerte desde el cielo y les sorprendía en sus camas cuando más indefensos estaban. Las biznagas: esos delicados ramilletes de jazmín, tan populares en Málaga, que tan sólo esparcen su aroma al anochecer.
Y seguía hiriendo sus oídos, como si se la hubiesen lanzado a él mismo, una de las más sonadas amenazas de Queipo contra la ciudad: “¡Canalla roja de Málaga, espera a que llegue yo ahí! Me sentaré en un bar de la calle Larios, a beberme una cerveza, y por cada sorbo mío caeréis diez.” 
–Mira, hijo, yo no sé si los nacionales van a entrar hoy, o si lo van a hacer dentro de una semana o dentro de un mes. Pero para mí que esto ya no puede durar mucho. Y mira… Si tienen que entrar en Málaga, prefiero que lo hagan con Queipo que con Franco. Porque a Queipo se le nota que es una persona de categoría, y no un ordinario como Franco, que no tiene distinción ni cultura. Figúrate tú, que por ahí le llaman Paca la Culona... –Algunos rumoreaban que ese burlesco apodo lo había difundido el propio Queipo de Llano, que se profesaba con el gallego una manifiesta y recíproca antipatía–. Queipo es elegante, buen mozo, monta divinamente a caballo, se le nota que ha leído... ¡Hasta escribe libros! Y digo, que además es muy gracioso… No dirás tú que no tuvo gracia cuando dijo aquello de que, si les daba a ellos por fusilar a diez rojos por cada uno de derechas que fusilaran en el otro lado, se iba a acabar en una chispa el problema del paro en España… 
Ni puñetera gracia le había hecho a Joaquín la broma aquella.
–¡Y valiente! –Añadió el conservador del museo, apretando los puños con expresión admirativa–. Que tiene un par de cojones... En Sevilla se hizo el amo en cuatro o cinco días con un puñado de soldaditos, como él dice, estando como estaba la ciudad toda llena de milicianos. Se ve que no tenía nada más que un camión de Regulares, pero que lo hacía pasar todos los días una pila de veces por el mismo sitio para que pareciera que tenía muchos, como si se hubiera traído para España a todos los moros de África, hasta que los rojos se cagaron del susto y salieron corriendo. ¡Digo, lo que se dice un hidalgo castellano!
Joaquín meneaba la cabeza de un lado a otro escépticamente, mientras guardaba silencio por respeto a su amigo y superior. Él desde luego no podía ni quería compartir el peculiar sentido del humor de alguien que, desde la radio y con uniforme de general, llamaba a cometer asesinatos y violaciones: “Ahora van a saber las mujeres de los rojos lo que son hombres de verdad, y no esos maricas milicianos. Se lo van a enseñar con gusto nuestros legionarios y regulares. Y no se van a librar, por mucho que pataleen y forcejeen. ¿No decían que les gustaba el amor libre?” Ni veía gallardía ni hidalguía alguna en un militar que, siempre desde la comodidad de sus despachos cercanos al poder, se había permitido conspirar primero contra la dictadura de Primo de Rivera, luego contra el Rey, y ahora contra el Gobierno legítimo de la República, a todos los cuales había jurado, uno tras otro, guardar lealtad.  
–Eso sí –prosiguió don Hermógenes–, para cuando entren, yo que tú procuraría que no me pillaran encima el carnet de la UGT, ese que tienes. Porque los nacionales no son unos bárbaros ni unos salvajes –recalcó, negando enérgicamente con el dedo–, y Queipo lo ha dicho muchas veces, que a quien no tenga responsabilidades, lo van a dejar tranquilo… Pero digo que, con el barullo de la guerra, a veces no se sabe muy bien quiénes son unos y quiénes son otros, ni lo que uno ha hecho ni ha dejado de hacer, y lo mismo pueden acabar pagando justos por pecadores.
El conservador era consciente del mucho valor que para él mismo habían tenido tanto aquel carnet de la UGT como la amistad de su subalterno aquel día en que una patrulla de la CNT entró en el museo.
–¡El compañero Hermógenes no es ningún fascista! ¡Es un trabajador de la cultura! –les había espetado Joaquín, enfrentándose a ellos–. ¡Y si os lo queréis llevar, me vais a tener que llevar a mí también!
 Y muy probablemente lo habrían hecho si un batallón de las JSU no hubiese estado haciendo instrucción en la plaza, alrededor de la farola y los quioscos, justo en ese momento, y los anarquistas no hubieran querido arriesgarse a salir a tiros de allí.
–Así que ya sabes –continuó hablando el conservador, al cabo de un momento–, a la que puedas, te presentas a las nuevas autoridades y te pones a lo que dispongan, que te vean que eres persona de orden, y afecto. Y procura que te den un carguillo en donde sea, aunque no sea en el Museo. Porque como esta guerra dure mucho, no se me haría raro que acabaran movilizando a los de tu quinta, que todavía no sois inútiles para el servicio, y entonces más vale que los que tengan el mando estén contentos contigo y les hagas falta aquí, que no te manden a pegar tiros en el frente.
La charla se prolongó hasta pasada la hora del almuerzo, que Joaquín declinó compartir con el conservador y su asistenta a pesar de la insistencia de ambos. Al final, Joaquín agradeció a don Hermógenes los consejos y el desayuno; se despidió de su superior con un estrecho apretón de manos, que se convirtió en abrazo sin solución de continuidad, y de chacha Frasquita con dos besos en las arrugadas mejillas, mientras la mujer le clavaba con cariño los dedos en los brazos hasta hacerle daño y le miraba intensamente con sus ojos sabios y acuosos, de profundidad oceánica, como queriendo retener su imagen para siempre.
–Hijo, vete con Dios. Yo le voy a rezar mucho a la Virgen para que no deje de mirar por ti.
La calle recibió de nuevo a Joaquín con su atmósfera gris y ominosa de febrero y los ecos de estampidos lejanos. La paz de la casa de don Hermógenes y chacha Frasquita volvía a dejar paso a la pesadilla del cataclismo inminente.
Angustiado, pensó una vez más acerca de lo de las responsabilidades y lo que le había dicho don Hermógenes de su carnet de la UGT –que, por supuesto, llevaba siempre encima por si le paraba alguna patrulla de milicianos–, y recordó que en los cajones de su mesa en el Museo conservaba también buen número de hojas del sindicato, que quizá haría bien en destruir por si los fascistas llegaban a entrar en la ciudad. Del carnet decidió que no se desharía hasta el ultimísimo momento, pues hasta entonces podía seguir siéndole útil. Y ante lo imprevisible de la situación, se encaminó de inmediato hacia el centro, ansioso por llegar al Museo antes de que fuera demasiado tarde.
Bajó casi al trote por la empinada calle Ferrándiz –el antiguo Camino de la Caleta–, dejó a su derecha el Jardín de los Monos y el Palacio de la Marquesita, y siguió luego a buen paso por la tiesa y coqueta calle Victoria hasta las inmediaciones de la plaza de Riego, donde aún negreaban frente al obelisco de Torrijos los calcinados restos tapiados de la iglesia de la Merced: el templo, convertido desde los desórdenes del 31 en un cascarón vacío, parecía disfrutar ahora de una póstuma venganza sobre el resto de la ciudad, contagiada de desgracia y destrucción. Desde allí, se internó en el barrio de la Judería por la larga y sinuosa calle Granada, en la que de nuevo le costó trabajo abrirse paso entre el asustado gentío, y ya no la abandonó hasta desembocar por ella en el cuadrado casi perfecto de la Plaza de la Constitución, ahora llamada del 14 de Abril.
La plaza también estaba atestada de gente dominada por los nervios y el desconcierto, y muchos acarreaban fardos y maletas, como si se afanaran en una mudanza precipitada y febril. Joaquín también distinguió algunos milicianos armados, y procuró pegarse instintivamente a la pared, porque había aprendido que en los momentos de desorden nunca se sabe de dónde llegará el tiro que te tiene que matar. 

Continuará...

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