Foto: Hazen Size, La Desbandá de Málaga |
Pero cuando Joaquín Berrocal abrió los ojos,
el tañido insistente de la campana de la iglesia
ya no invitaba a la fiesta. Y su cuerpo enseguida lo supo: a pesar del frío de
febrero, que se colaba como un ladrón por la ventana mal ajustada, la almohada
bajo su cabeza estaba empapada de sudor. Se levantó de un salto, con los ojos
como platos: a lo que llamaban las campanas, con su furioso repique, era a huir
de las bombas que, de un momento a otro, amenazaban con caer sobre la ciudad.
No era la primera vez: desde que empezó la
Guerra, Málaga se había acostumbrado dolorosamente a
los bombardeos. Y en las últimas semanas, habían sido especialmente duros. Era
Málaga la Roja, adonde llegaban los braceros desde toda Andalucía esperando
emplearse como estibadores en el puerto, dependientes de alguna tienda u
obreros industriales donde los quisieran
contratar. Y los señoritos de Jerez o Sevilla –como sus propios señorones con
apellidos ingleses de la calle Larios, o de los barrios elegantes de la Caleta,
Miramar o el Limonar– nunca le habían perdonado a la vieja Mainake, la Malaka
fenicia y romana, que se hubiera vuelto en los últimos tiempos una taifa de
anarquistas, socialistas y comunistas: de gente que no se resignaba a una vida
de esclavos y luchaba por un futuro mejor.
Desde que comenzó la Guerra, además, Málaga era
también precario refugio de miles de desplazados procedentes de Sevilla, de
Granada o de los pueblos del interior: personas que habían tenido que huir de
sus casas por temor a los bombardeos –o por el temor, mayor aún, a las
represalias; hombres, mujeres y niños,
prácticamente con lo puesto, dueños tan sólo de su miedo y su desesperación–,
ante el avance, implacable y sangriento, de las tropas sublevadas contra el
gobierno de la República. De los Nacionales, como se habían dado en llamar.
Por ello, cuando llegaban los aviones, éstos no
se limitaban a bombardear los barcos de guerra fondeados en el puerto, los
depósitos de combustible o las instalaciones de interés militar; sino que
aprovechaban, también, para soltar sus proyectiles sobre alguno de los barrios
populares de la ciudad. Porque en aquellas barriadas de callejas enfangadas y
corralones humildes, blancos de cal, como El Perchel o Huelin –ahora
rebautizado, pomposamente, “Barrio de la Libertad”–, eran mayoría la gente de
izquierdas, socialistas, comunistas o de la CNT; y había que dar un escarmiento
a toda aquella canalla, como Queipo en sus “charlas” solía decir.
Y, tras cada bombardeo, los habitantes de los
barrios incendiados se dirigían, buscando venganza –las manos desolladas de
revolver entre cascotes, las camisas tintas en sangre, los ojos rojos de polvo
y lágrimas y vacíos de compasión–, a cualquiera de las muchas chekas que
llenaban la ciudad. En ellas se amontonaban los sospechosos de simpatizar con
el Alzamiento; es decir, toda aquella gente religiosa, acomodada o de derechas
incómoda por el triunfo, en las últimas elecciones –aún no hacía ni un año,
pero tan lejanas ya– de la unión de las izquierdas en el Frente Popular. La
anárquica tropa llegaba, hacía una “saca” de presos y en el acto los fusilaban,
sin demoras ni entretenimiento ni mayor tramitación.
Joaquín se puso a toda prisa el mismo pantalón
de pana que había dejado sobre la silla de enea antes de irse a dormir. Aparte de
aquélla, pocos muebles en la habitación: la cama de barras de hierro, una
mesilla de noche, un poco rayada, y el armario casi negro, con señales de
carcoma y campamento de telarañas en su parte inferior. En la pared
desangelada, una imagen de la patrona de su pueblo –una virgen de rodillas como
peñas y manto de azul nocturno, estrellado de flores doradas–, a la que siempre se encomendaba con menos fe que
devoción.
Aguzó el oído, y a lo lejos le pareció oír el
ya familiar zumbido del Tío de los Molletes, que era como los malagueños habían
bautizado, con negro sentido del humor, al aparato de la aviación rebelde que
les bombardeaba muchos días a primera hora de la mañana: “¡Que viene er tío
los molletes…!”, decían; como si, en lugar de mortíferas bombas, les
lloviesen desde el cielo panecillos para desayunar.
Sin acabar de abrocharse el abrigo, Joaquín
bajó en tres zancadas al portal y comenzó a correr instintivamente hacia la
cercana colina del Ejido, en cuyas laderas arcillosas se habían excavado, durante los últimos meses, decenas de cuevas utilizadas
como refugios por la población. En otras partes de la ciudad se habían
habilitado, para el mismo fin, diversos espacios, como los sótanos de la
Fábrica de Tabacos o los del Palacio de la Tinta; y, cuando sonaban las
alarmas, cada uno ya sabía –más o menos– hacia cuál de ellos se debía dirigir.
Sin embargo, aquel día, en el caos de carreras sin sentido que Joaquín halló al
salir a la calle parecía intuirse un miedo descontrolado, un terror diferente
al que los habituales bombardeos solían provocar. Algo que sólo podía deberse a
alguna otra clase de amenaza, para la
cual a Joaquín no le alcanzaba la imaginación.
–Pero, ¿qué pasa, de qué corréis…?
Un hombre en alpargatas y con la camisa mal
abotonada se le echó prácticamente encima.
–¡Los moros, los moros! ¡Que vienen los moros!
–¿Qué moros?
–¡Cohone, chiquillo, qué moros va a ser…! ¡Pos los
moros de Franco, y toos los fascistas, que ya están llegando por la
carretera de Marbella! –Y por si no había quedado aún claro, el hombre seguía
gritando–: ¡Los moros, los moros! ¡Que vienen
los moros…!
A Joaquín se le erizó el pelo del cogote. Y se
quedó clavado en la acera, sin saber muy bien qué hacer.
Los moros, los moros. Se
le vino a la cabeza, en un solo momento, toda la violenta fama que arrastraban
tras de sí aquellos mercenarios despiadados –los
tristemente famosos Tabores de Regulares, las tropas indígenas del Protectorado
Español en Marruecos– que el insidioso general Franco había conseguido
transportar a la Península en las primeras semanas de conflicto, tras el
fracaso de la intentona en las principales ciudades del país; aquel mismo
general Franco a quien al principio todos menospreciaban por su figura
rechoncha, por su menguada estatura y su ridícula voz atiplada, pero que ahora
afianzaba cada vez más su liderazgo entre los cabecillas de la rebelión.
El zumbido sobre sus cabezas se hizo más fuerte
y Joaquín elevó la mirada al cielo. Por el noroeste aparecieron las siluetas de
dos trimotores que surcaban el cielo plomizo como si fuese suyo, sin ningún
caza a la vista que acudiese a disputarlo (pero ¿dónde estaba la aviación del
Gobierno, que llevaba días sin aparecer?); como dos perdigueros confiados
cruzando el patio de un cortijo, con su trotecillo suave, esperando a que venga
el amo para salir a cazar. Los gritos y las carreras crecieron en la calle, y
Joaquín se protegió, instintivamente, arrebujándose en un portal. Pero sólo
durante un momento: hasta que reparó en lo inseguro de su cobijo y en lo inútil
de su reacción. Y de nuevo echó a correr.
Pero, si era cierto que los Nacionales estaban
a punto de entrar en la ciudad, ¿tenía algún sentido resguardarse en un refugio
antiaéreo? ¿Acaso no les iban a sacar de allí ensartados en sus bayonetas como
si fuesen cucarachas? Mientras galopaba, a Joaquín parecía a punto de
estallarle la cabeza.
Los moros, los moros. Eran
muchos los horrores que le habían referido sobre aquella horda de salvajes,
asesinos y violadores; entre otros, los que le habían contado los paisanos
llegados desde su propio pueblo, del cual habían huido despavoridos después de
que lo tomaran los rebeldes a mediados de agosto,
y que ahora se hacinaban en la Iglesia del Carmen y otros lugares de la ciudad.
Le contaron que el Rucho, el de la panadería, había salido corriendo en cuanto
vio entrar a los primeros marroquíes, con sus turbantes blancos, por la parte
de las Huertas del Río, pero que al llegar a su casa se encontró que su mujer
había atrancado la puerta para que los extraños no pudieran entrar; entre su
hija y ella intentaron ayudarle a entrar por la ventana, pero uno de los
mercenarios le clavó un cuchillo en la pierna mientras subía, tiraron de él
entre varios, y en cuanto cayó al suelo lo degollaron como a un cordero, ante
la mirada aterrorizada y los gritos inútiles de
las dos mujeres. Y que a su vecino el Vale se lo habían llevado con su hijo
pequeño, que debía tener unos seis años; y después, al chiquillo lo habían vuelto a dejar otra vez delante de su casa,
mudo de espanto, porque a su padre lo habían matado ante
sus ojos aterrados. Y quién sabe qué más le
hicieron, o qué inenarrables horrores le
habrían hecho contemplar.
Qué distintos, estos moros, de aquellos
otros a los que él tanto había admirado. De los que levantaron la Mezquita de Córdoba
y la Alhambra de Granada. De Avicena y Averroes. De los que rescataron del
olvido a Aristóteles y Platón.
Al llegar al Ejido se detuvo a recuperar el
resuello. Volvió a oír los trimotores; viraban de vuelta hacia el norte, de
donde venían cuando los vio la primera vez. A los lejos retumbaban los cañones
de Gibralfaro, escupiendo su impotencia contra los bombarderos que no
conseguían derribar; inútiles con su estruendo si no contaban con el apoyo de
su propia aviación. Y a Joaquín ahora los aviones franquistas ya no le
parecieron perros; se le antojaron, más bien, buitres carroñeros, describiendo
círculos en torno a un animal a punto de morir. Y, en lugar de refugiarse en
alguna de las cavidades de la montaña, se dejó caer al suelo, la cabeza entre las
manos, sollozando con desesperación.
Se serenó al cabo de un rato. Ya no zumbaban
los aviones, y también habían callado los antiaéreos de Gibralfaro y las
campanas de la catedral; aunque un extraño eco de los cañonazos parecía
seguirse oyendo al otro lado del Guadalmedina, por el Monte Coronado, y
continuaban las carreras aquí y allá. Vio gente que acarreaba bultos: hatillos,
maletas, capazos cargados de ropa o de comida. ¿Huían? ¿Hacia dónde? ¿Y por
qué?
¿De verdad Málaga estaba a punto de caer?
Imposible. Aquello no podía estar ocurriendo.
La República había sido, para todos, un bello
sueño de primavera. Y la victoria del Frente Popular, un estallido de ilusión.
Pero el sueño, con la guerra, se había vuelto pesadilla: las patrullas, los fusilamientos,
los bombardeos, la escasez de todo, el no tener qué comer. Las iglesias llenas
de gente hacinada, de familias sin hogar. Y todos querían que la pesadilla
acabase. Pero no que acabase de aquel modo. No despertando a una pesadilla
peor.
Pero calma, calma. No perdamos la calma,
pensemos con frialdad. Bombardeos hemos tenido muchos, lo de hoy no tiene por
qué ser peor. Histeria, histeria colectiva, eso es lo que nos está pasando: la
gente se deja llevar por el pánico, uno dice “los moros, los moros”, y todos
echan a correr. Sí, se oyen rumores: hace días que la gente habla de desplome
de frentes, del de Ronda, del de Antequera, y sí, es verdad, han llegado más
refugiados; no han dejado de venir desde que
empezó la guerra, estos días han seguido llegando, eso no es novedad, aunque
cada vez vengan de más cerca, cada vez de más
cerca; sí, eso asusta, asusta mucho. Pero no hay que perder la calma, hay que
pensar con frialdad.
La prensa, la prensa: la prensa sí trae
noticias, son noticias, no rumores, de la prensa nos podemos fiar. ¿Cómo van a
estar a punto de entrar en Málaga los moros y los legionarios? Si el dieciocho
de julio no pudieron con el pueblo en armas, ¿es que ahora lo van a conseguir?
Málaga resistió, como resistió Madrid, como resistió Barcelona, como Valencia, como todas las ciudades donde los obreros son fuertes y están organizados, menos
Sevilla, claro, pero bueno, en Sevilla hay mucho señorito y mucha beata, los
sevillanos son de mucha procesión y mucho postureo, con la Macarena y el Rocío
para aquí y para allá y para arriba y para abajo, nunca han sido muy de fiar.
La prensa, la prensa. El Popular lo
dice, todos los días trae noticias de los frentes, a veces viene censurado, sí,
es normal, estamos en guerra, pero es un diario serio, no se inventa las cosas,
y casi ni un día desde que se lio todo esto ha dejado de salir. El Popular
lo dice, al enemigo se le está conteniendo valerosamente en todas partes, sólo
se han producido repliegues tácticos, pronto vendrán refuerzos, barcos,
cañones, aviones, Málaga no tiene nada que temer.
El Popular lo dice: Málaga resiste, Málaga no cae, Málaga será la tumba
del fascismo. ¿Acaso puede mentir El Popular?
Y Joaquín no supo responder a su propia
pregunta, o no se atrevió. Pero se le ocurrió alguien que quizá sí podría. Don
Hermógenes, su inmediato superior en el Museo Provincial.
El
veterano conservador del museo vivía en un barrio más acomodado que el suyo: un barrio de calles empedradas y con árboles en
las aceras, y que había padecido algo menos que otros los bombardeos de los
nacionales; quizá para compensar que, durante los primeros días del conflicto,
había sido de los que habían sufrido más incendios y saqueos, en busca de
supuestos partidarios de la rebelión.
Joaquín caminaba deprisa –los taxis estaban
todos requisados, los tranvías habían dejado de circular– y su paso se
convertía a trechos en un trotecillo ligero, temeroso de que, en cualquier
momento, los siniestros buitres con hélices volviesen a pasar sobre él. De
tanto en tanto oía esporádicas explosiones o veía elevarse una columna de humo
en la lejanía, sobre los tejados, y su angustia iba en aumento. Algunos
estampidos sonaban a su derecha, por la parte de la costa, y era fácil
imaginarse que alguna nave rebelde les cañoneaba desde el mar. Pero también le
pareció oírlos a su izquierda, o a su espalda –quizá no fuesen más que ecos, o
su mismo miedo incontrolado–, y ello sugería la presencia de piezas de
artillería ubicadas hacia el norte y el oeste, en las montañas cercanas; lo
cual, de ser cierto, significaba que las tropas enemigas se encontraban no a
días, sino tan sólo a unas horas de poder tomar la ciudad. Y Joaquín apretaba
el paso, trotaba, corría, tropezaba con la gente, se detenía exhausto, y volvía
a comenzar.
Cuando por fin llegó a la dirección que
recordaba, encontró la portería abierta. Sólo entonces percibió lo atolondrado
de su comportamiento, y cayó en la cuenta de que probablemente don Hermógenes
también habría salido de su casa buscando refugio seguro, como marcaba el
sentido común. De hecho, ni siquiera sabía si seguiría en Málaga: hacía varios
días que no lo veía, y más de uno le había aconsejado con buen criterio que se
fuera una temporada al campo, tanto para alejarse de los bombardeos como de las
“patrullas” de incontrolados de la CNT. Pero don Hermógenes, estoicamente,
respondía siempre que donde está el cuerpo está el peligro, y que, dado el
desorden de los tiempos, su lugar estaba –más que nunca– cerca del Museo, para
vigilar en lo posible que éste no fuera destruido ni saqueado, como había
pasado con tantos otros edificios, como la
iglesia del Sagrario o el Palacio Episcopal. Ésa era su obligación y la
cumpliría, aunque se dejara la vida en ello; lo cual, por otra parte –dadas las
actuales circunstancias–, era de una espeluznante probabilidad.
Llamó
a la puerta y esperó. Al no recibir respuesta volvió a llamar, repiqueteando
suave pero insistentemente con los nudillos, para asegurarse de ser oído pero
tratando de no causar alarma, a la vez que susurraba poniendo la boca junto a
la mirilla.
–¡Don Hermes, soy yo! ¡Soy Joaquín, el del
Museo! ¡Vengo solo, ábrame!
Tras unos interminables minutos en los que
estuvo varias veces a punto de dar la vuelta y marcharse, le llegó por fin el
sonido metálico de la mirilla y entrevió fugazmente un ojo verdicastaño, que
enseguida desapareció. Luego oyó descorrerse el cerrojo y se abrió la puerta,
dejando ver una figura tranquilizadora y maternal.
–¡Chacha Frasquita, qué alegría verla en casa…!
–Pasa, armamía, pasa… Ohú, qué enritación
de guerra, a ver cuándo se acaba ya de una vez, que no ganamos pa
disgustos.
Joaquín abrazó a la asistenta y la besó en las
arrugadas mejillas.
–No sabía si encontraría a alguien. Toda la
gente se ha echado a la calle, andan como si el mundo estuviera a punto de
acabarse.
–Y razón lo mismo no les falta –respondió,
desde un rincón en penumbra, una conocida voz.
Don Hermógenes salió de la sombra, se acercó a
Joaquín y le saludó con cordialidad, estrechándole la mano mientras le palmeaba
la espalda.
–Frasquita, ¿queda algo de café, para ponerle
una tacita a este muchacho?
La mujer palmeó expresivamente el mandil que le
cubría el regazo.
–¡Asú, Asú Asú…! Una
tacita de achicoria es lo que le voy a hacer ya mismo, que el café ni me
acuerdo de la última vez que lo vimos en esta casa.
–Y tráele también algo para comer, que seguro
que ni ha desayunado.
Joaquín agradeció la taza de líquido humeante
que casi enseguida tuvo ante él, sobre la brillante mesa de caoba, y migó en él
los dos trozos de pan de maíz resecos con los que Frasquita consiguió
acompañarlo, antes de acabar apurando la bebida de un trago largo, hasta que no
quedaron ni los posos. Reparó entonces
en que hacía rato que no oía explosiones. Quizá ya había concluido el cañoneo.
Quizá el castigo se había limitado a la zona occidental de la ciudad, donde se
concentraban los barrios populares. O quizá era la atmósfera de aquella casa,
por la paz que transmitían don Hermógenes y Chacha Frasquita, la que conseguía
crear una burbuja intemporal de tranquilidad.
–Don Hermes –habló por fin Joaquín cuando tuvo
la boca vacía, y después de limpiarse cuidadosamente con la limpísima
servilleta blanca que le trajo la solícita asistenta–, ¿cree usted que de
verdad están a punto de entrar las tropas de Franco, como dice la gente por la
calle?
Pero no dio tiempo a la respuesta;
atropelladamente, añadió:
–No puede ser que el Gobierno lo permita, ni la
Junta de Defensa se va a quedar sin hacer nada, ¿no? Y más desde que le han
dado el mando a Villalba, que ése sí que parece un militar de verdad, de los
que mandan y les obedecen, y no como el inútil de Arteaga, que no hacía nada,
que lo dejaba todo en manos de los Comités.
El conservador le miró con un punto de triste
condescendencia.
–Hijo, pa mí que el Gobierno no echa
cuenta de Málaga desde que empezó la guerra. Y más ahora, con los nacionales a
pique de entrar en Madrid. Aquí, en la Junta esa, lo único que hacen es
pelearse los comunistas con los anarquistas, que parece que se tengan más
coraje entre ellos que a Franco y a Millán-Astray. Y de ese coronel Villalba,
yo que tú tampoco me fiaría, porque por lo que he escuchado tiene a todos sus
hermanos en el otro lado, y lo mismo lo que está deseando es pasarse él también
de bando en cuantico que pueda, no vaya a ser que al final Franco gane la
guerra y a él lo fusilen por no haber estado donde tenía que estar.
–Pero el periódico de ayer mismo decía que nuestras
fuerzas estaban conteniendo a los fascistas en todos los frentes y consolidando
posiciones…
–¡Y El Popular qué va a decir! Tampoco
dijeron nada cuando cayeron Antequera ni Ronda, que nos enteramos por la
cantidad de criaturitas que llegaron hasta aquí corriendo de los moros, y hubo
que meterlas en donde primero pillaron…
–Pero… ¿tiene usted noticias de primera mano?
Aunque Joaquín no se atrevía a enunciarlo en
voz alta, don Hermógenes entendió perfectamente lo que quería indicar.
–Digo… Anoche, Queipo por la radio gritaba que estaban como quien dice aquí mismo, que
venían las columnas fascistas avanzando por todos los lados y que no había
quien las parara… Decía que las de Granada y Antequera ya habían pasado por el
Boquete de Zafarraya y por la Boca del Asno, y que los que venían por Marbella
estaban a punto de entrar en Fuengirola y en Torremolinos.
Joaquín miró instintivamente hacia todos lados,
como si pudieran oírlos a través de las ventanas cerradas y atrancadas
–convertidas en improvisados parapetos que apenas dejaban pasar la luz, tras
estanterías y armarios–, antes de bajar la voz y preguntar en un susurro:
–Ya tendrá usted cuidado de que no le oiga
nadie cuando pone Radio Sevilla, ¿no?
Aunque estaba terminantemente prohibido por ser
considerado un acto de traición, e incluso se habían dado órdenes de requisa,
lo cierto es que todo el que aún tenía un aparato de radio lo encendía cada
noche a las diez en punto para escuchar las famosas charlas de Queipo de
Llano: las emisiones que el general golpista realizaba diariamente a través de los micrófonos de Unión Radio de Sevilla
desde que comenzó la guerra, donde leía
sus bandos de guerra, y en las que, día sí, día también, daba cuenta de los
progresos que el ejército rebelde realizaba, según él, en todos los frentes de
batalla.
Aquel general pistonudo, arrogante y de voz de
cazalla, que había llegado a ser un auténtico héroe popular en los primeros
tiempos de la República, por su supuesta adhesión al nuevo régimen y su aireada
enemistad con los figurones del anterior, se había convertido ahora en una
auténtica estrella de la radio; con sus arengas conseguía, de forma muy eficaz
–entre chistes de sal gorda, imaginativos insultos y terribles pero verosímiles
amenazas–, levantar el ánimo a los suyos y desmoralizar a los del bando
contrario. Y todo el mundo le quería oír.
–Digo, tú por eso no sufras, que en este
vecindario somos todos de confianza. Y además ya gasto yo cuidado, la pongo
siempre muy bajita, y si hace falta me tapo con una manta y todo, para que no
se escuche desde fuera.
Joaquín sabía que aquella confianza estaba
lejos de ser justificada, pues no pocas de las mejores viviendas del barrio
habían sido incautadas por el Comité de Alojamiento después de ser abandonadas
por sus acomodados habitantes, huidos de la ciudad o detenidos o asesinados por
simpatizar con los facciosos. Aunque la invasión en el barrio no había llegado
a los extremos de la vivida en otros más exclusivos, como el Limonar o el Paseo
de Miramar, donde las rojinegras banderas de la FAI ondeaban ahora en los
palacetes que no habían resultado destruidos en los primeros días de la
sublevación, convertidos sus jardines en atestados campamentos para decenas o
centenares de personas –campesinos anarquistas o familias de milicianos, en su
mayoría– huidas de las sierras de Ronda y de Grazalema durante las ofensivas
del verano.
De todos modos meditó las informaciones en
silencio durante unos segundos, y luego insistió:
–Pero, ¿a usted le parece que iba en serio, o
que Queipo lo decía nada más que para
meternos el susto en el cuerpo?
No sería la primera vez que Queipo
fanfarroneaba, ni que difundía noticias falsas. Ya había dado varias veces por
buena la toma de ciudades como Gijón, Albacete o Valencia, sobre todo en los
confusos primeros días del alzamiento, y todas ellas permanecían todavía en
manos de la República. Pero también sabía Joaquín que no había que tomarse a
broma a Queipo, porque cumplía sus amenazas. Como cuando decía
"¡Malagueños, maricones! ¡Si no sabéis llevar pantalones, ponédselos a la
luna, porque esta noche voy a ir a bombardearos!" Y entonces, ya no era el
Tío de los Molletes el que les visitaba,
sino el Tío de las Biznagas el que dejaba caer su carga de muerte desde
el cielo y les sorprendía en sus camas cuando más indefensos estaban. Las
biznagas: esos delicados ramilletes de jazmín, tan populares en Málaga, que tan
sólo esparcen su aroma al anochecer.
Y seguía hiriendo sus oídos, como si se la
hubiesen lanzado a él mismo, una de las más sonadas amenazas de Queipo contra
la ciudad: “¡Canalla roja de Málaga, espera a que llegue yo ahí! Me sentaré
en un bar de la calle Larios, a beberme una cerveza, y por cada sorbo mío caeréis
diez.”
–Mira, hijo, yo no sé si los nacionales van a
entrar hoy, o si lo van a hacer dentro de una semana o dentro de un mes. Pero
para mí que esto ya no puede durar mucho. Y mira… Si tienen que entrar en
Málaga, prefiero que lo hagan
con Queipo que con Franco. Porque a Queipo se le nota que es una persona de
categoría, y no un ordinario como Franco, que no tiene distinción ni cultura.
Figúrate tú, que por ahí le llaman Paca la Culona... –Algunos rumoreaban que
ese burlesco apodo lo había
difundido el propio Queipo de Llano, que se profesaba con el gallego una
manifiesta y recíproca antipatía–. Queipo es
elegante, buen mozo, monta divinamente a caballo, se le nota que ha leído...
¡Hasta escribe libros! Y digo, que además es muy gracioso… No dirás tú que no
tuvo gracia cuando dijo aquello de que, si les daba a ellos por fusilar a diez
rojos por cada uno de derechas que fusilaran en el otro lado, se iba a acabar
en una chispa el problema del paro en España…
Ni puñetera gracia le había hecho a Joaquín la
broma aquella.
–¡Y valiente! –Añadió el conservador del museo,
apretando los puños con expresión admirativa–.
Que tiene un par de cojones... En Sevilla se hizo el amo en cuatro o cinco días
con un puñado de soldaditos, como él dice, estando como estaba la ciudad
toda llena de milicianos. Se ve que no tenía nada más que un camión de
Regulares, pero que lo hacía pasar todos los días una pila de veces por el
mismo sitio para que pareciera que tenía muchos, como si se hubiera traído para
España a todos los moros de África, hasta que los rojos se cagaron del susto y
salieron corriendo. ¡Digo, lo que se dice un hidalgo castellano!
Joaquín meneaba la cabeza de un lado a otro
escépticamente, mientras guardaba silencio por respeto a su amigo y superior. Él desde luego no podía ni quería
compartir el peculiar sentido del humor de alguien que, desde la radio y con
uniforme de general, llamaba a cometer asesinatos y violaciones: “Ahora van
a saber las mujeres de los rojos lo que son hombres de verdad, y no esos
maricas milicianos. Se lo van a enseñar con gusto nuestros legionarios y
regulares. Y no se van a librar, por mucho que pataleen y forcejeen. ¿No decían
que les gustaba el amor libre?” Ni veía gallardía ni hidalguía alguna en un
militar que, siempre desde la comodidad de sus despachos cercanos al poder, se
había permitido conspirar primero contra la dictadura de Primo de Rivera, luego
contra el Rey, y ahora contra el Gobierno legítimo de la República, a todos los
cuales había jurado, uno tras otro, guardar lealtad.
–Eso sí –prosiguió don Hermógenes–, para cuando entren, yo que tú procuraría que no me
pillaran encima el carnet de la UGT, ese que tienes. Porque los nacionales no
son unos bárbaros ni unos salvajes –recalcó, negando enérgicamente con el
dedo–, y Queipo lo ha dicho muchas veces, que a quien no tenga responsabilidades,
lo van a dejar tranquilo… Pero digo que, con el barullo de la guerra, a veces
no se sabe muy bien quiénes son unos y quiénes son otros, ni lo que uno ha
hecho ni ha dejado de hacer, y lo mismo pueden acabar pagando justos por
pecadores.
El conservador era consciente del mucho valor
que para él mismo habían tenido tanto aquel carnet de la UGT como la amistad de
su subalterno aquel día en que una patrulla de la CNT entró en el museo.
–¡El compañero Hermógenes no es ningún
fascista! ¡Es un trabajador de la cultura! –les había espetado Joaquín,
enfrentándose a ellos–. ¡Y si os lo queréis
llevar, me vais a tener que llevar a mí también!
Y muy
probablemente lo habrían hecho si un batallón de las JSU no hubiese estado
haciendo instrucción en la plaza, alrededor de la farola y los quioscos, justo
en ese momento, y los anarquistas no hubieran querido arriesgarse a salir a
tiros de allí.
–Así que ya sabes –continuó hablando el
conservador, al cabo de un momento–, a la que
puedas, te presentas a las nuevas autoridades y te pones a lo que dispongan,
que te vean que eres persona de orden, y afecto. Y procura que te den un
carguillo en donde sea, aunque no sea en el Museo. Porque como esta guerra dure
mucho, no se me haría raro que acabaran movilizando a los de tu quinta, que
todavía no sois inútiles para el servicio, y entonces más vale que los que
tengan el mando estén contentos contigo y les hagas falta aquí, que no te manden
a pegar tiros en el frente.
La charla se prolongó hasta pasada la hora del
almuerzo, que Joaquín declinó compartir con el conservador y su asistenta a
pesar de la insistencia de ambos. Al final,
Joaquín agradeció a don Hermógenes los consejos y el desayuno; se despidió de
su superior con un estrecho apretón de manos, que se convirtió en abrazo sin
solución de continuidad, y de chacha Frasquita con dos besos en las
arrugadas mejillas, mientras la mujer le clavaba con
cariño los dedos en los brazos hasta hacerle daño y le miraba intensamente
con sus ojos sabios y acuosos, de profundidad oceánica, como queriendo retener
su imagen para siempre.
–Hijo, vete con Dios. Yo le voy a rezar mucho a
la Virgen para que no deje de mirar por ti.
La
calle recibió de nuevo a Joaquín con su atmósfera gris y ominosa de febrero y
los ecos de estampidos lejanos. La paz de la casa de don Hermógenes y chacha
Frasquita volvía a dejar paso a la pesadilla del cataclismo inminente.
Angustiado,
pensó una vez más acerca de lo de las responsabilidades y lo que le
había dicho don Hermógenes de su carnet de la UGT –que, por supuesto, llevaba
siempre encima por si le paraba alguna patrulla de milicianos–, y recordó que
en los cajones de su mesa en el Museo conservaba también buen número de hojas
del sindicato, que quizá haría bien en destruir por si los fascistas llegaban a
entrar en la ciudad. Del carnet decidió que no se desharía hasta el ultimísimo
momento, pues hasta entonces podía seguir siéndole útil. Y ante lo imprevisible
de la situación, se encaminó de inmediato hacia el centro, ansioso por llegar
al Museo antes de que fuera demasiado tarde.
Bajó casi al trote por la empinada calle
Ferrándiz –el antiguo Camino de la Caleta–, dejó a su derecha el Jardín de los
Monos y el Palacio de la Marquesita, y siguió luego a buen paso por la tiesa y
coqueta calle Victoria hasta las inmediaciones de la plaza de Riego, donde aún
negreaban frente al obelisco de Torrijos los calcinados restos tapiados de la
iglesia de la Merced: el templo, convertido desde los desórdenes del 31 en un cascarón vacío, parecía disfrutar ahora de
una póstuma venganza sobre el resto de la ciudad, contagiada de desgracia y
destrucción. Desde allí, se internó en el barrio de la Judería por la larga y
sinuosa calle Granada, en la que de nuevo le costó trabajo abrirse paso entre
el asustado gentío, y ya no la abandonó hasta desembocar por ella en el
cuadrado casi perfecto de la Plaza de la Constitución, ahora llamada del 14 de Abril.
La plaza también estaba atestada de gente
dominada por los nervios y el desconcierto, y muchos acarreaban fardos y
maletas, como si se afanaran en una mudanza precipitada y febril. Joaquín
también distinguió algunos milicianos armados, y procuró pegarse instintivamente
a la pared, porque había aprendido que en los
momentos de desorden nunca se sabe de dónde llegará el tiro que te tiene que
matar.
Continuará...
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