Modesto
homenaje a Felisberto Hernández
Éramos muchos, en una sala enorme; estábamos sentados en mesas
redondas, de cuatro en cuatro. La luz de las lámparas se nos había echado
encima por sorpresa; creí ver llamas sobre el botón rojo y la cubitera con la
botella de champán en el centro de mi mesa. Pero mis ojos ya se habían
acostumbrado a ir a cada momento a una región pálida que quedaba entre el cabello
y el escote de la mujer sentada enfrente; para no incomodarla, intentaba
mantenerlos en perpetuo movimiento. Mi cuerpo, ya sin palabras, estaba lacio
como un manojo de espárragos hervidos.
Un hombre bien vestido, micrófono en mano, nos contaba un cuento.
Me daba pereza escucharlo pero no podía evitarlo, me envolvían la épica gastada
que fluía de los altavoces, los chascarrillos fáciles que provocaban la risa de
algunos oyentes y la impaciencia de algunos otros. A ratos, interrumpía su
narración como buscando la palabra justa, con un empecinamiento torpe y como si
quisiera decir: "Soy un político, sé improvisar un discurso y también
contar un cuento que tenga su interés".
Miré a mi alrededor. Había tensión en los dedos de mis
compañeros, que tamborileaban impacientes; tal vez querían escapar de las manos
sudadas de sus dueños, tal vez haya también una política del cuerpo que de vez
en cuando cuestiona el mando del cerebro y lo califica de férrea dictadura. Los
ojos de todos barrían la sala, las demás mesas, evitando encontrarse, y,
buscando refugio de la luz inmisericorde de las lámparas, se posaban sin poder
evitarlo en la ardiente cubitera, donde la botella prometía un frescor y una
paz que poco a poco se iban confundiendo irremisiblemente con las promesas del
hombre del micrófono. Solo teníamos que decir sí, decía la cubitera, y todo,
todo, sería nuestro. Un trago fresco, burbujeante. La paz más allá del ataque
despiadado de las lámparas, que nadie apagaba.
A cada rato, alguna mesa claudicaba y apretaba el botón rojo.
Sonaba un timbre como de hotel, y el hombre del micrófono interrumpía su
discurso para felicitarles y todas las lámparas se apagaban menos la que les
iluminaba, para dejarnos ver cómo dos azafatas vestidas de un blanco impoluto
les abrían la botella de champán y les servían cuatro copas. Sus sonrisas,
liberados de la tensión, eran sinceras. Cuando empezamos a envidiarles, las
lámparas se encendieron de nuevo...
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