martes, 5 de noviembre de 2019

Nadie apagaba las lámparas (Un sueño)......Germán Vieco

Modesto homenaje a Felisberto Hernández
Foto: www.freepik.es
Es todo lo que recuerdo. Nadie apagaba las lámparas.
Éramos muchos, en una sala enorme; estábamos sentados en mesas redondas, de cuatro en cuatro. La luz de las lámparas se nos había echado encima por sorpresa; creí ver llamas sobre el botón rojo y la cubitera con la botella de champán en el centro de mi mesa. Pero mis ojos ya se habían acostumbrado a ir a cada momento a una región pálida que quedaba entre el cabello y el escote de la mujer sentada enfrente; para no incomodarla, intentaba mantenerlos en perpetuo movimiento. Mi cuerpo, ya sin palabras, estaba lacio como un manojo de espárragos hervidos.
Un hombre bien vestido, micrófono en mano, nos contaba un cuento. Me daba pereza escucharlo pero no podía evitarlo, me envolvían la épica gastada que fluía de los altavoces, los chascarrillos fáciles que provocaban la risa de algunos oyentes y la impaciencia de algunos otros. A ratos, interrumpía su narración como buscando la palabra justa, con un empecinamiento torpe y como si quisiera decir: "Soy un político, sé improvisar un discurso y también contar un cuento que tenga su interés".
Miré a mi alrededor. Había tensión en los dedos de mis compañeros, que tamborileaban impacientes; tal vez querían escapar de las manos sudadas de sus dueños, tal vez haya también una política del cuerpo que de vez en cuando cuestiona el mando del cerebro y lo califica de férrea dictadura. Los ojos de todos barrían la sala, las demás mesas, evitando encontrarse, y, buscando refugio de la luz inmisericorde de las lámparas, se posaban sin poder evitarlo en la ardiente cubitera, donde la botella prometía un frescor y una paz que poco a poco se iban confundiendo irremisiblemente con las promesas del hombre del micrófono. Solo teníamos que decir sí, decía la cubitera, y todo, todo, sería nuestro. Un trago fresco, burbujeante. La paz más allá del ataque despiadado de las lámparas, que nadie apagaba.
A cada rato, alguna mesa claudicaba y apretaba el botón rojo. Sonaba un timbre como de hotel, y el hombre del micrófono interrumpía su discurso para felicitarles y todas las lámparas se apagaban menos la que les iluminaba, para dejarnos ver cómo dos azafatas vestidas de un blanco impoluto les abrían la botella de champán y les servían cuatro copas. Sus sonrisas, liberados de la tensión, eran sinceras. Cuando empezamos a envidiarles, las lámparas se encendieron de nuevo...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...