Finalista del III Concurso Litteratura de Relato
“¿Por
qué no nos damos cuenta de que somos felices cuando lo somos y sólo
lo descubrimos cuando ya no?”, se preguntó. Eran las seis y media
de la mañana, 21 de junio, comenzaba el invierno, la mañana era
oscura y el día corto. Se miró al espejo del baño. Tenía arrugas
pronunciadas, comenzaba a entrar en la tercera edad. Una cicatriz
oculta detrás de la oreja izquierda se asomaba en el cuello por
debajo del mentón. Debía levantar un poco la cabeza para vérsela.
Y en el rito matutino, lo hacía. Se quedaba unos instantes
observándola. La recordaba todas las mañanas, la marca distintiva
de la buena suerte o de la mala, según el punto de vista, de haber
sobrevivido. También vio la otra mitad quemada. El lado derecho de
su cuerpo parecía haber pasado por agua hervida, seguía rojo. Apagó
la luz del baño luego de cepillarse los dientes y se quedó inmóvil
en la oscuridad. Sintió su alrededor en una breve pausa. Odiaba las
mañanas nocturnas, pero odiaba aún más su vida miserable.
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Tomó
el café parada, mirando por la ventana el entorno helado. El frío
apaciguaba el ruido; era silenciado por esa densa gasa de escarcha.
Vio los campos blancos, el camino de barro, y el auto viejo. El
Moncho ya se había despertado y la miraba expectante del otro lado.
¿Acaso él lo recordaba? “No te atrevas a morir, vos no”, le
dijo en voz alta, señalándolo con un dedo. El perro movió la cola,
contento de que su ama lo mirase. Apagó la luz de la cocina y de
nuevo se quedó allí unos instantes, en esa oscuridad abrazadora.
Era cálida, un momento de ser y no ser, un juego antes de salir y
enfrentar la vida, como ella decía. Allí podía no pensar, pero sí
sentir: el aroma del café recién hecho se mezclaba con la menta del
dentífrico y el jabón de frutas, el cuarto caliente por la
calefacción le entibiaba el cuerpo y le relajaba los músculos;
aguzó el oído, bocinas y frenos lejanos, el ruido casi
imperceptible de una fábrica en funcionamiento. Se imaginó a los
trabajadores con botas pesadas y abrigos sobre los overoles azules.
Caminó a
tientas, sin tropezarse ni una vez, hasta el dormitorio de los
chicos. Ya no dormían allí, habían crecido. El lugar de las camas
lo ocupaba un escritorio y un sofá. Había sido feliz con ellos, y
con su esposo. El accidente fue culpa de ella. Quedarse dormida al
volante después de una noche de fiesta; Alberto le había pedido que
se quedaran a dormir allí. Una noche de hotel, por qué no gastar un
poco de dinero, en cambio de estar ahorrando todo el tiempo. Pero se
había negado. Necesitaban la plata y ella siempre tenía que hacerse
cargo de todo, ella, la tan responsable. En ese tiempo, Enrique había
comenzado la universidad privada y había que pagarla. A César
todavía le estaban abonando la colegiatura. Era casi imposible
llegar a fin de mes, y su marido quería dormir en un hotel. Le
pareció una idea tan estúpida, hasta se lo dijo. Terminaron
peleados. Fue la última vez que le dirigió la palabra.
Cuántos
sueños malogrados por su culpa, pensó. Él había bebido de más,
como siempre, y se recostó en la parte trasera, ella estaba enojada,
siempre ella al frente de todo..., y luego cerró los ojos sólo un
instante. La cegó una luz, cuántas vueltas había dado el coche no
las supo contar ni en ese momento ni después. No recordaba más,
solo el calor hirviente en su cara, los gritos desesperados. Gritaba
como si fuera otra la persona, como si no estuviera en su cuerpo. Aún
podía escuchar los chillidos en su cabeza, como el llanto de un
animal inválido, no era ella, era otro ser que la había poseído en
esos momentos. En cambio, su marido murió en silencio, tal vez nunca
se dio cuenta de su agonía. Se fue en paz, dormido en un sueño
tranquilo, sin percatarse de nada. Y ahora ella cargaba con todo,
como siempre; pero esta vez era distinto: ella había sido la
responsable. La muy idiota que se creía hacerlo todo bien había
cometido un error imperdonable y pagaría su deuda. Pero no ese día.
Pronto.
Decidió
caminar hasta el pueblo, se puso las botas de lluvia y salió. El
Moncho la siguió, fiel. En la esquina se cruzaron con doña Mirta,
que salía para la fábrica. “Mire que hace frío hoy, ¿eh? ¿No
le funciona el auto?”, preguntó, curiosa. Le dijo que no había
querido arrancar, culpó a la helada. Y siguió de largo, pero luego
retrocedió.
—Me quiero
ir unos días a ver a los chicos a Buenos Aires, ¿usted me cuidaría
al Moncho?
—Pero sí,
cómo no, sabe que él es muy bueno. Y no se va de su casa. Está
viejito.
—Sí, ya
tiene quince años. Y si fuera más de unos días, ¿usted podría?
—Claro que
sí. Todo lo que necesite, si Roberto le da los días en el trabajo,
lo que sea. Usted ya sabe que puede contar conmigo.
Caminaron
juntas hasta la parada y ahí ella siguió. Necesitaba caminar los
tres kilómetros que faltaban, ver el pueblo, recorrerlo. Así podría
observarlo por última vez. Vio como las casas comenzaban a
iluminarse. Otras seguían dormidas, pero no por mucho tiempo.
Escuchó radios lejanas, noticieros, bebés en llanto por la
mamadera, jóvenes que se preparaban para ir a la escuela y cómo el
bullicio iba alentándose a su paso más cercano del centro. Hoy se
tomaría un rico chocolate, pensó, con dos medias lunas de manteca y
una de grasa.
Apenas
entró a la panadería, pudo sentir ese delicioso aroma a levadura,
único en esa hora de la mañana, el calor que la invadía, que le
envolvía las manos y los pies, la invitaba a adentrarse hacia donde
estaban los hornos.
—Buenos
días, Josefa, póngase el uniforme rápido que ya estamos listos.
Obedeció.
Don Roberto era el jefe. Un hombre malo y asqueroso que la había
perseguido en la escuela, de jóvenes. En una ocasión, la había
arrinconado en el pasillo y la salvó un profesor. Varias veces ella
le había hecho desplantes, y ahora él tenía el poder, disfrutaba
de la situación. Estaba segura de que cuando fue a buscar trabajo
después del accidente, con la cara como la tenía, él se lo dio por
lástima y, al mismo tiempo, por venganza. Al principio no supo qué
le afectaba más a ella, si la compasión de un hombre malo y
mezquino, que lo llevaba a otro plano del ser, o la satisfacción que
se le notaba cuando la miraba a la cara, nunca la parte sana. Pero
ella aceptó la humillación, entendía que se la merecía.
El primer
cliente que llegó fue Don Horacio, con su bastón y su insomnio. Le
regaló una media luna porque sí. No tenía que darse la vuelta para
saber que su jefe la estaba observando. Cuando se fue el cliente,
ella dijo:
—Yo la
pago.
—Usted
sabrá lo que hace, como si le sobrara la plata —le retrucó Roberto.
Al rato
llegó María Luisa con su perro salchicha, y también le regaló una
media luna. Luego llegaron los otros, todos conocidos por sus nombres
o sus caras. Y ella les regaló a cada uno una media luna, de grasa o
de manteca, según los gustos. Tuvo que hacer una nueva horneada, que no era habitual los martes. Y siempre sentía la presencia del
jefe, mirándola, descontento.
—Es mi
dinero —comentó ella.
—Usted
sabrá…
Todavía
tenía tiempo, escribiría una nota para despedirse de los chicos y
para que no se sintiesen culpables. También indicaría los trámites
que había hecho y los que faltaban por hacer. Era poca la herencia
que les tocaba, pero ella lo dejaría todo dividido como un favor a
sus hijos, no quería que se pelearan por migajas. Por lo menos, les
dejaría el regalo de la tranquilidad.
Así se hizo la tarde, suave pero fría, cuando entró el doctor del pueblo. El jefe le tenía miedo, siempre se tocaba el huevo izquierdo cuando lo veía, y se retiró al fondo. El médico, como era su costumbre, llevaba un sombrero ridículo para esa época, pero él lo hacía con elegancia, como si saliera de una película. Tampoco a ella le gustaba verlo, había estado atendiendo a su marido un tiempo, y jamás supo por qué. Pidió lo de siempre, pagó y cuando abrió la puerta, Josefa se acordó de ofrecerle una media luna. “¿De manteca, verdad?” Él aceptó contento y la miró, recorrió tímido la parte quemada de su cara y se detuvo en la parte sana.
Así se hizo la tarde, suave pero fría, cuando entró el doctor del pueblo. El jefe le tenía miedo, siempre se tocaba el huevo izquierdo cuando lo veía, y se retiró al fondo. El médico, como era su costumbre, llevaba un sombrero ridículo para esa época, pero él lo hacía con elegancia, como si saliera de una película. Tampoco a ella le gustaba verlo, había estado atendiendo a su marido un tiempo, y jamás supo por qué. Pidió lo de siempre, pagó y cuando abrió la puerta, Josefa se acordó de ofrecerle una media luna. “¿De manteca, verdad?” Él aceptó contento y la miró, recorrió tímido la parte quemada de su cara y se detuvo en la parte sana.
—Sabe,
Josefa, no sé si es un buen momento para decírselo. Al final, nunca
se lo comenté porque no sabía si tenía algún sentido.
—No me
asuste, doctor.
—No, no
quiero alarmarla. Es simplemente una reflexión. Y ya que estamos
solos, me doy el gusto de compartir este pensamiento con usted.
—Dígame.
—Su
marido…, en fin, me dijeron que murió dormido. Quiero decir: sé
que fue un accidente. Pero que no sufrió, ¿verdad?
—Así es. —Josefa se sostuvo de la bandeja. Se la llevó a la panza y la agarró
fuerte con ambas manos.
—Él no
quería que le contara y creo que ahora, después de tanto tiempo, el
secreto profesional no tiene importancia. Quiero decir: no creo estar
violando mi ética.
—¿Qué me
quiere decir?
—Tal vez el
accidente.., no sé cómo decirlo, tal vez el accidente le dio un
buen final. No quiero decir que haya sido bueno para usted, pero para
él, tal vez sí.
Josefa se
aferró aún más a la bandeja.
—No
entiendo de qué habla.
—Él no
quiso contarle. Y yo no podía por más que estaba en su contra, y se
lo dije, que no me parecía correcto esconderle la verdad... Verá,
tenía una metástasis muy avanzada, estaba en la última fase. No le
quedaba mucho tiempo, y lo que le restaba no era vida, sino
sufrimiento. Quiero decir que a veces las cosas se dan por un motivo.
No sé si me explico, no quiero que me malentienda.
—¿Y por
qué me lo dice ahora?
—No sé,
yo… no sé. Pensé que usted debía saberlo después de todo.
Josefa no
pudo hablar más, no pudo preguntar más, sentía la cara caliente y
sudada, húmeda, no sabía bien qué estaba sucediéndole. El médico
volvió a abrir la puerta, se arregló el sombrero y salió.
Ya
en su casa, Josefa miró el retrato de recién casados. Alberto tenía
esos ojos negros tan expresivos, llenos de asombro ante el mundo,
como si todavía fuera un niño, y ella lo miraba con devoción. Lo
tenían todo por delante, una vida llena de felicidad. Dejó el
retrato sobre el escritorio y rompió la nota.
Esa noche
se miró un largo rato en el espejo. Hizo el rito de levantar el
mentón para mirarse la cicatriz. Tocó el espejo donde había llagas
y rastros de quemadura. Se sonrió. “Todavía no”, dijo en voz
alta. Apagó la luz y se quedó allí un rato, sintiendo el frío de
las baldosas, el aroma del caldo caliente que provenía de la cocina
mezclado con la menta del baño. Escuchó el ladrido de un perro
lejano y cómo le contestaba el Moncho. Sintió que sonreía en la
oscuridad. “Todavía no”, repitió.
Virginia Bazerque |
* Nacida
en 1965 en Buenos Aires y asidua lectora, escribe desde una tierna
edad. Licenciada en Filosofía y Letras y en Traductorado (Teoría
literaria y traducción legal) por la Universidad de Buenos Aires, ha
sido asistente sommelier, asesora de vinos, y actualmente trabaja
como profesora de inglés. Participó en el taller literario "La
Tricota" durante
diez años, y ahora participa en el taller literario "Ave
Maula", con
el profesor y escritor Roberto Montaña. Finalista del III Concurso Litteratura de Relato.
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