Finalista del III Concurso Litteratura de Relato
Cuando
llevas mucho tiempo intentando ocultar un secreto, no hay nada tan
decepcionante como descubrir que lo has logrado. De pequeño, en el
coche, de vuelta de casa de los abuelos, le gustaba jugar a inventar
historias. Y era muy ocurrente. Pero se perdía tanto explicando las
vidas de los personajes secundarios que su hermano pequeño siempre
se quedaba frito antes de llegar al clímax de la narración. El relato se quedaba entonces inconcluso. Como lo iba inventando sobre
la marcha, realmente desconocía el final y, al encontrarse sin
público, se quedaba ensimismado pensando en los personajes y miraba
por la ventanilla la negrura de la noche.
Susana
llegó en un robusto Hyundai Juke azul. En el asiento de atrás había
una pareja de ancianos. La señora, sentada muy tiesa, agarraba con fuerza un macetón en el que había un camelio. Una etiqueta
pegada al tallo ponía Camellia japonica. El señor miraba distraído
por la ventana. “Estos son mis padres. Los dejamos en la finca y
luego bajamos a la playa.” Livio se sentó en el asiento del
copiloto. Llevaba el bañador puesto y una toalla del hotel doblada
al brazo. No ocultó su disgusto al ver a los viejos. Ella metió la
marcha atrás rozándole ligeramente el muslo. Lo miró, pícara, y le
dijo: “¡Hace un día espléndido!”.
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Foto: Alex Carrotta, Acantilado |
En la adolescencia se
volvió más introvertido, pero nadie lo notó, pues siempre estaba
rodeado de amigos, jugando a fútbol o viciado con la consola. En el
instituto, estudiaba lo suficiente para aprobar y llegar a la
siguiente fase. La universidad lo decepcionó, pero terminó la
carrera y ahora viajaba por todo el país haciendo auditorías de
gestión.
En
el aeropuerto recogió la llave del coche de alquiler. La empresa se
encontraba a menos de una hora. Desde el peaje de la autopista ya se
veía la ciudad, con sus grúas ociosas, levitando sobre la ría. Era
un poco tarde, pero tal vez aún encontrara a alguien en las
oficinas. Le interesaba saludar al director financiero, con el que
había hablado bastante por teléfono. Lo recibió en una mesita
redonda, en una blanca sala de reuniones iluminada por fatigados
neones. Era más joven de lo que se había imaginado. Camisa blanca y
corbata roja. El hombre se quitó las gafas para frotarse lentamente
los ojos, mientras le preguntaba por el viaje. Intentaba ser amable y
le causó muy buena impresión, sin embargo parecía un tanto
ausente. Se citaron al día siguiente a las nueve. El hotel estaba en
el mismo polígono industrial, al lado de la gasolinera. Casi se
podía ir andando.
Por
la mañana, el aparcamiento de la empresa era todo actividad. Pulcros
tráilers blancos se descoyuntaban, en pronunciados giros, para
enfilar la entrada principal, mientras varias hileras de remolques
esperaban pacientemente en el aparcamiento. Los camioneros saltaban
ágiles de las cabinas, con carpetas llenas de impresos. Estuvo
esperando casi una hora en los sofás de la recepción, hasta que
alguien salió a disculparse y pedirle que volviera al día
siguiente.
Su
jefe no le dio mucha importancia al plantón. Después de comer y sin
nada que hacer, se puso a ojear el periódico en el bar del hotel. La
ciudad era pequeña y la cartelera de cine le pareció penosa. En la
agenda cultural llamó su atención la jornada de puertas abiertas de
una escuela de arte: “Masterclass práctica de pintura al óleo”.
A
las cuatro de la tarde, bajo la lluvia, la larga calle adoquinada
estaba prácticamente desierta. En una sala del primer piso, esperaban
sentadas unas quince personas. En el estrado ya estaba preparado el
lienzo en su caballete. Se sintió un poco fuera de lugar entre
tantas señoras maduras. Pensó en levantarse e irse, pero ya estaba
entrando el profesor. Una modelo, vestida con una bata de raso de
motivos orientales, lo acompañaba. La clase empezó con una
exposición teórica de la que sólo retuvo que todas las técnicas de
pintura al óleo podrían resumirse básicamente en dos: ir del trazo
a la mancha o de la mancha al trazo. En esta ocasión el profesor
empezaría por la mancha, para luego sugerir volúmenes hasta llegar
a la figuración.
La
modelo se despojó de la bata y, siguiendo las indicaciones del
profesor, se recostó en el diván, en posición de Venus del espejo.
Livio, sorprendido, sintió un pinchazo en el estómago. La modelo era
en realidad una de las profesoras del centro. Parecía cómoda y
charlaba con naturalidad con el pintor, que había empezado a
emborronar sobre el lienzo una mancha rosa y blanca. Detrás de Livio, cuchicheaban excitadas las señoras: “¡Churra!, ¿te imaginas
que te pintaran a ti desnuda?” “¡Ay no!, ¡por favor!, ji,ji.” Vergüenza ajena. Pasada la confusión inicial, Livio había empezado
a apreciar la belleza de toda la escena. El pintor, cada vez más
concentrado, guardaba silencio y sus pinceles iban dando forma a una
mujer de volúmenes más rotundos y más sensuales que los de la
modelo real...
Al
día siguiente, en la empresa la escena se repitió y, desmoralizado, cogió el periódico. Había una charla sobre decrecimiento en el
Ateneo. Esquivando paraguas, encontró el centro cultural al final de
otra de las rectilíneas calles del decrépito casco histórico. En
la biblioteca, las sillas estaban dispuestas en filas en torno a una
mesa con micro. Otras tres personas esperaban, mirándose los pies.
Salieron a anunciar que el profesor Taibo se retrasaría un poco.
Pensó en irse, pero le daba pereza salir a la calle con aquella
lluvia. Un impermeable amarillo se giró y vio una cara pecosa
mirándolo: “Tú estabas ayer en la sesión de pintura, ¿no?”.
Se puso colorado hasta las orejas y, por un momento, pensó en negarlo
todo. La mujer miró el reloj y, sin más protocolo, le propuso tomar
un café.
En
un rincón del centro, había una especie de ambigú con una máquina
de cápsulas. La mujer, que no llegaría a los cuarenta, rejuveneció al
empezar a charlar con desparpajo: “Tú eres de fuera, ¿no?”.
Acertó a decir que estaba de paso, sin avanzar más detalles. Sabía
por experiencia que, en los sitios pequeños, las paredes oyen y
conviene ser discreto. Ella estaba pasando quince días en casa de
sus padres, ya mayores. Por las tardes se aburría y, con tanta
lluvia, se buscaba planes culturales. Lo del decrecimiento le
interesaba entre poco y nada. Años atrás había visto la película
La Belle Verte y lo de hacerse vegetariana, andar por ahí descalza y
aburrirse como una ostra en una sociedad de perroflautas rurales, no
la motivaba nada. “Reconozco que la vida urbana a veces me estresa,
pero me resultaría difícil renunciar a sus comodidades y a cierta,
digamos... sofisticación.”
Tomaba
el café sin azúcar y sus manos volaban sobre el pocillo,
compitiendo entre ellas por atraer la atención del interlocutor.
Para remarcar algunas ideas, daba golpecitos en la mesa con el puño
cerrado. Livio mencionó el Walden
de Thoreau. Sus opiniones resultaron ser totalmente
antagónicas. Él siempre se había sentido cautivado por la idea de
dejarlo todo y marcharse a vivir al bosque solo y de manera
autosuficiente. A veces, cuando se sentía hastiado de revisar
informes y documentos, se imaginaba pescando truchas en aquel mágico
lago de Nueva Inglaterra. Para ella, todo eran puras ensoñaciones de
un burgués aburrido que jugaba a Robinson Crusoe en su cabaña de
veraneo. Los cálculos de producción y consumo de maíz y alubias
que Thoreau daba en el libro eran totalmente incongruentes con el
tiempo que se suponía que pasaba en el bosque y con la vida que
seguía manteniendo en la ciudad, ridículo... Livio ya empezaba a
estar un poco irritado cuando la bibliotecaria vino a comunicarles
que se suspendía la charla. Ella se puso el chubasquero y se
despidió. Al llegar a la puerta se volvió hacia él y, con el
paraguas a medio abrir, le dijo que al día siguiente haría bueno y
que podían ir a la playa. Lo recogería en su hotel a las cuatro.
Por
la noche, tumbado en la cama, su mente daba vueltas al problema.
Trataba de encontrar una explicación a lo que estaba pasando en la
empresa de los camiones. En las cuentas y demás documentación a la
que había tenido acceso no había nada que apuntara a
irregularidades o a algún tema grave. Ciertamente, la empresa estaba
bastante apalancada, pero tenía un buen flujo de caja y las
inversiones realizadas en el último quinquenio parecían prudentes.
Recordó que tenía el móvil del director financiero. Entre los dos
existía una cierta complicidad, o al menos eran dos desconocidos que
se caían bien. La vida de un auditor, reflexionó, no da para
profundizar mucho en las relaciones personales y él siempre había
dependido de la bondad de una primera impresión. El móvil estaba
fuera de cobertura.
Intentó
recordar la entrevista del primer día. El director tenía una barba
corta y cuidada, de tonos variables que dudaban entre el pelirrojo y
el castaño claro. Sus ojos eran grises y su piel clara estaba algo
enrojecida por los primeros días de playa de junio. Su físico era
agradable, pero lo que más destacaba en él era su voz. Profunda y
grave, como de locutor de radio. Hablaba sin prisa, pronunciando
pausadamente palabras banales. Su discurso exento de artificios
infundía confianza a Livio, muy acostumbrado a ejecutivos que tratan
de ganarse a sus interlocutores atajando con emoticonos y apasionadas
conversaciones sobre fútbol y cerveza. En un momento de la
entrevista, giró la cabeza y miró hacia la pared de la derecha, como
contemplando el paisaje a través de una inexistente ventana.
En
contraste con el día anterior, el cielo estaba totalmente despejado
y una luz muy blanca lo inundaba todo. Por la carretera volaban, con
su fragancia mentolada, las hojas secas de los eucaliptos. Era uno de
esos días de tregua, en los que, después de semanas de gris y
lluvia, te acuerdas de que tienes cuerpo y te retuerces, ronroneando
como un gato bajo un rayo de sol. Livio notaba el tacto suave de su
camiseta de algodón sobre su propia piel. Los aventureros dedos de
sus pies exploraban la alfombrilla.
Susana
le dijo que lo iba a llevar a una cala preciosa. Había que andar un
poco, pero la bajada no era difícil. Desde el asiento de atrás, su
madre le preguntó si vendría a cenar. El agua aún estaría fría
para bañarse, pero para tomar el sol, pasear y mojar los pies, el día
estaba perfecto. Por la noche había soñado con un temporal en el
mar. En su sueño, olas rabiosas embestían contra un barco encallado
en una playa larguísima. La arena estaba toda blanca, cubierta de
espuma de mar que volaba al viento. La probó y, en lugar de estar
salada, sabía a nube de gominola. La madre volvió a preguntar si
iría a cenar. El sueño de Livio era más tétrico. Había soñado
con los pajarillos que caían de los nidos de su infancia. Se acercó
a uno y le pareció que estaba vivo. El corazón le dio un vuelco
imaginando que los criaría con galleta mojada en leche y huevo duro.
Pero al acercarse más, su alegría se transformó en repulsión,
pues el triste pichón estaba cadavérico y lo que se movían eran
los gusanos asustados, que escapaban en todas direcciones de aquel
esqueleto plumado. Los padres se bajaron del coche y sacaron un
montón de bolsas del maletero. De nuevo, la madre preguntó si
venía a cenar. “¡Que sí, mamá!, ¡ya te he dicho tres veces que
sí!” Dejaron a los ancianitos peleando para abrir el candado del
portalón de la finca.
La
bajada resultó ser más larga y penosa de lo previsto. Un estrecho
sendero pedregoso descendía muy empinado. Los tojos y las zarzas
arañaban sus piernas desnudas. Susana le iba contando que una vez,
en las fiestas del Porto, se había enrollado con un percebeiro de
Cedeira. Era un apasionado de su trabajo, para él no había en el
mundo nada comparable a saltar sobre las rocas cuando se retiraba el
mar para arrebatarles unos cuantos percebes y huir rápidamente, antes
de que la rugiente ola volviera a por él. En cuanto se enfundaba el
traje de neopreno, le decía a ella, ya se le ponía dura y tenía
que tragar saliva para contener la excitación. Años después, lo
reconoció en una foto del periódico. Se lo había llevado el mar en
Valdoviño. Nunca logró acordarse de su nombre.
Se
sentaron a recuperar el aliento en una gran roca de granito cubierta
de líquenes. Livio se recostó sobre la roca recalentada por el
sol y cerró los ojos. La oyó preguntarle: “En tu vida, ¿te
arrepientes de no haber hecho algo?”. Livio dijo que no, pero en su
cabeza aparecieron todos los personajes secundarios de las historias
que inventaba de niño. Había un perro malvado que luego se volvía
bueno porque el protagonista le regalaba un foskito, un padre
inventor que fabricaba detectores de mentiras, una vecina aterrada
por un fantasma que le robaba las pinzas de la ropa, un sastre que
hacía las mallas a medida a un superhéroe gordito o un compañero
de clase macarrilla al que expulsaban de colegio y tenía que sacarse
la educación infantil en el nocturno. Todos lo miraban con
desaprobación. Nadie sabía qué había pasado con ellos, ni como
habían terminado sus vidas. En cierto modo los había traicionado,
hasta podría decirse que había cometido una crueldad. En su
fantasía, había creado personajes que nunca llegarían a ser
protagonistas. Frustrados, incompletos y apenas esbozados, vivirían
siempre a la sombra, sin que nadie se preocupara nunca de imaginar un
final para ellos.
Cuando
abrió los ojos, ella ya estaba de pie, enérgica y lozana. El último
tramo era aún peor. Discurría por el fondo quemado de un cortafuegos
muy inclinado. El suelo de cenizas y zahorra era muy resbaladizo.
Livio iba delante. De pronto, se encontró de frente con el mar. El
Atlántico estaba de un azul intenso, como solo se viste unas pocas
veces cada verano, y el sol arrancaba multitud de destellos al agua. La
cala era apenas una lengüita dorada entre las rocas. En el extremo
derecho, sobre la arena, las olas lamían el cuerpo sin vida de un
hombre. Camisa blanca y corbata roja. Se
quedó de pie mirándolo, respirando aliviado, bajo el ardiente sol
de la tarde.
* Nacido
en Ferrol en 1980, estudió derecho y criminología en La Coruña y
Santiago de Compostela. Actualmente vive en Rabat y se dedica al comercio exterior. Lector apasionado, el pasado verano se propuso dar el
paso a la escritura, y desde aquí queremos animarle a que continúe así. Finalista del III Concurso Litteratura de Relato.
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