Finalista del III Concurso Litteratura de Relato
Lo conocí en Juanera, en el bar de Matilda, ¿dónde si no? Corría
el año noventa y uno… ¿Noventa y dos…? Noventa y dos, sí,
porque recuerdo que comentó las ganas que tenía de volver a
Barcelona, que llevaba ya casi diez años fuera, y que el follón de
las olimpiadas le podía dar un buen momento. Ya ves. En Juanera
llevaría poco, un par de meses. Muchos venían a aquel rincón del
Caribe escapando de algo, buscando qué sé yo, lo que fuera, y se
quedaban por Matilda. Él no, claro. Matilda era… Era de otra
pasta, algo fuera de lo normal. Nadie sabía de dónde había
llegado. La única pista, tampoco muy fiable, que teníamos era que
de Uruguay no. La pista nos la dio Darío, así que no es que fuera
como para poner la mano en el fuego.
—Pues
uruguaya seguro que no es.
*
Nació en Barcelona un frío invierno de 1966. Impresionado por el
visionado de "Los
Chiripitifláuticos", se inicia en la vocación teológica,
de la que acabará renegando pocos años después, tras ojear su
primer consultorio de Charo Medina en la prestigiosa revista "Clímax". También le gustan los tebeos. Abducido por las formas
humanas femeninas, estudia delineación, sin gran éxito laboral, por
lo que se dedica a otros menesteres: auxiliar de ambulancias,
administrativo, fotógrafo y cartero. Hoy en día, prejubilado
y hastiado del mundanal ruido, colabora con Litteratura cuando puede o necesita reencontrarse consigo mismo. Ganó el Premio Especial al mejor poeta colomense en la VIII
edición de los Juegos Florales de Santa Coloma (2002). Finalista del
III Concurso Litteratura de Relato.
Foto: www.tiendanimalia.es |
—¿Y
eso?, ¿cómo tan seguro?
—Tá…
Si hubiera hembras así en Uruguay, yo no habría salido de allí.
Desde
entonces se puso como de moda, y cada uno soltaba la suya:
—Dominicana,
no.
—Argentina,
ni hablar.
—Colombiana,
ni de lejos.
Y
así con todos. Ya digo que Matilda era mucha Matilda. Pero eso es
otra historia, y me salgo. La cuestión es que llevaría unos dos
meses, y esa noche iba un poco más cargado de lo normal. Sólo un
poco, pero en un mucho, claro, un poco hace demasiado. Y se puso a
rajar:
—Por
eso estoy aquí, ya te digo. Por él. Cabrón. Hijo de puta.
—¿Él?
—Mi
novio.
—¿Novio?
—Novio,
sí.
Atiende.
Eran otros tiempos, otro lugar… Otro mundo. Incluso hoy no
cualquiera es así de franco con un casi desconocido. Seguro que
fue el alcohol, claro. Pero… Ya ves. Tampoco es que esa fuera la
confesión más impactante que le iba a escuchar aquella noche.
—Y
mira que vivíamos bien, joder… Si es que lo teníamos todo. Todo.
De verdad. Nos queríamos, teníamos buenos trabajos, una casa de
puta madre… Incluso la familia nos había aceptado. Bueno… La
mía. A la suya le estaba costando un poco más. Pero eso era normal,
¿no? Quiero decir que en aquella época, joder, ya te digo yo que…
»Y
entonces salió el tema de Alfonsito. Muchas veces habíamos hablado
de tener un hijo, de lo increíble que sería poder formar una
familia normal, una familia de verdad. A mí, los niños no me acaban
de hacer el peso, pero como era en abstracto… Soñar es gratis.
Total, que un día me suelta que Alfonsito se podía venir a pasar
unos días con nosotros. Eran los primeros días de verano y la idea
no me entusiasmaba, ya te he dicho que los críos, a mí… No es que
los odie, nada, es que no me siento a gusto con ellos. Ya está. Me
incomodan. Creo que es porque no los entiendo.
»Es
igual.
»El
caso es que la casa que habíamos pillado para aquel verano tenía
piscina, y aquel… capullo pensó que el crío podría disfrutar si
pasaba un par de semanas con nosotros. No es que se me viniese el
mundo encima, al fin y al cabo es de la familia, ¿no?, carne de mi
carne… Bueno, tampoco eso, pero va, las chorradas que dice la
gente, ¿no? En fin… No era la idea del verano ideal que yo tenía.
Y eso que al principio la cosa no fue tan mal como me había
imaginado. El chaval no molestaba demasiado; se pasaba el día
jugando en el agua, y ni siquiera se comportaba como esos niños
insoportables que están todo el día con la peli de dibujos una y
otra vez, sin dejarte ver ni un puto noticiero. Se podía
sobrellevar.
»Pero
luego, un día Marcos vino con la idea de llevarlo al centro
comercial. Lo habían inaugurado hacía poco. El primero de España,
tú. Para que hiciese otras cosas. Que no estuviese todo el día nada
más que dale que te pego con la piscina, que si esto, que si lo
otro…
»En
fin, que acabamos en el centro comercial. Tú dirás.
»Y
allí fue donde el crío empezó a comportarse como tal. Se puso
caprichoso. Ahora quería esto, ahora aquello. Cosas de niños, ya
sé. No se lo reprocho; al fin y al cabo, el resto de los días se
había portado más o menos bien. Pero una cosa no quita la otra;
porque un crío se comporte bien, no hay por qué darle un premio,
¿no? Quiero decir que no estoy de acuerdo con esa forma de educar a
los niños de: ¿Has
dado los buenos días? Muy bien. Toma, un helado.
»La
vida no funciona así. La vida real, no. ¿Para qué engañarlos?
»Total,
que se encaprichó con unos peces de colores que vio en la tienda de
mascotas del centro comercial. Yo no tenía la más mínima intención
de comprar unos peces ni nada que se les pareciese. Al menos, vivos.
Otra cosa es que se le hubiera antojado una lubina de tres kilos de
la pescadería...
»En
fin, se encapricha de aquellos peces de colores. Yo no le hubiese
hecho más caso al asunto, pero mi Marcos le dice: ¿Sí?, ¿te
gustan los pececitos?
»Increíble.
»Luego
resulta que los “pececitos” eran tropicales, de agua caliente:
necesitaban un regulador de temperatura, cuidados especiales...
»Se
lo explico a Marco, se lo explico a Alfonsito, me faltó explicárselo
al puto Cousteau si hubiese estado allí. Pero el vendedor nos enseña
otros, de esos naranjas, como los que hay en los estanques de los
parques. Carpas, creo que son.
»Fíjese,
estos son de agua fría, muy duros, muy resistentes. Podrían vivir
incluso en agua medianamente contaminada.
»Y
mi chico le dice a Alfonsito: ¿Qué, te gustan estos?
»Por
favor... ¡Un crío de siete años!; ¿qué respuesta esperaba?
»Intento
hacerle ver que cualquier bicho, esos también, necesitarán unas
atenciones, un mantenimiento, ¿no?, cambiarles el agua de tanto en
tanto, echarles de comer, limpiar la pecera… ¡qué sé yo!
ȃl
insiste: Alfonsito, ¿verdad que tú te encargarás de cuidar a
los pececitos?
»Joder...
De pequeño quise tener un perro, como casi todos los chavales de mi
edad. Y les juré a mis padres que me encargaría de él, que lo
cuidaría y lo sacaría a pasear cada día... Pero mis padres no eran
tan gilipollas: sabían que trataban con un niño. Y jamás tuve el
perro.
»Pero
mi novio no se enteraba de nada. Dos
horas más tarde estábamos en casa Marcos, Alfonsito, Flopy, Dune y
yo.
»Tres
horas más tarde, Marcos estaba leyendo una novela, Alfonsito en la
piscina y yo sentado en el sofá, mirando a aquellos estúpidos peces
de los que nadie parecía acordarse ya.
»Al
día siguiente, el niño les puso de comer. Esa fue la primera y la
última vez que lo hizo.
»Intenté
razonar con mi novio, hacerle ver que había sido un error comprar
aquellos peces, pero no me hizo ni caso. “Podríamos
devolverlos, aunque fuese a cambio de un vale... O de nada”, le
dije. Pero él comentó que si las carpas eran muy decorativos,
que si le daban un toque mediterráneo a la casa, que si bla, bla,
bla…
»Seguí
insistiendo: había que darles de comer dos o tres veces al día,
vigilar que el agua no estuviese demasiado sucia... ¿Dónde los
dejaríamos cuando nos fuésemos de fin de semana?, ¿o en las
vacaciones de verano?, ¿en Navidad? Pero él no parecía ver ninguno
de estos problemas: los dejaríamos en casa de sus padres, o en casa
de mi hermana; los peces no son como los perros o los gatos, no van
por ahí subiéndose a los sofás o cagándose por toda la casa, no
hay que sacarlos a pasear...
»De
verdad, no entiendo como no tiene todo el mundo un pez en casa, ¿no
son la hostia?
»El
verano se acabó y volvimos a casa. Y con el verano, mis esperanzas
de que los peces se fueran a tomar por culo con Alfonsito. Esa
posibilidad ni siquiera se barajó y a él, desde luego, no pareció
importarle lo más mínimo.
»Al
principio, mi novio se encargó de darles de comer. Un par de veces,
creo recordar. Luego eso pasó a ser tarea mía.
»Dicen
que los peces no tienen memoria, que si les echas de comer mucha
cantidad acaban reventando, que no conocen a sus dueños. Dicen
muchas tonterías.
»La
gente cree que los peces son tarados mentales o algo así. Supongo
que es porque son unos animales muy diferentes a nosotros. Hay quien
los pesca por diversión. Es curioso... Es gente amable, paciente,
gente que está en contra del maltrato a los animales, que no hacen daño a nadie conscientemente. Sin embargo, torturan a un gusano para
usarlo de cebo. Lo atraviesan con el anzuelo, que para ellos debe ser
como para nosotros una barra de un palmo de diámetro. Pero los
gusanos se parecen menos aún a las personas que los peces, ¿verdad?
Luego los tiran al mar y esperan a que algún pez muerda el anzuelo,
que aquel hierro se les clave en la boca cuando ellos piensan que van
a llenar la panza. Ostia, cómo debe doler eso. Y después, muchos se
limitan a arrancarles el anzuelo y devolverlos al mar. Si les
preguntas, te dirán que lo hacen porque les gusta pescar. No hay más.
Algunos, según qué peces, los aprovechan y se los comen. Podrían
comprarlos iguales en la pescadería, pero se ve que hay que
satisfacer al cromañón que aún llevan dentro. Qué más da, me
estoy yendo otra vez... Marcos se encargó de darles de comer un par de
veces, al principio. Luego era yo el que los alimentaba, les cambiaba
el agua una vez por semana, limpiaba la pecera...
»Un
día se me olvidó ponerles la comida.
»No
fue nada premeditado, de verdad; sencillamente, salí con prisas por
la mañana y ese día no volví para comer. Por la noche estaba tan
cansado que me di una ducha y me fui a la cama sin pensar en nada
más.
»Hasta
la mañana siguiente, mientras me preparaba el desayuno, no caí en
la cuenta de que no les había dado de comer. Me acerqué a echarles
su ración diaria, seguro de que subirían como cohetes en busca de
lo que se les había negado el día anterior. Pero no parecieron
estar más hambrientos ni más desesperados que en cualquier otra
ocasión.
»Y
eso me hizo sentir… extraño. ¿Enfadado? No sé, ¿era rabia? No,
no estoy tan loco. No les puedes tener rabia a unos peces. Estaba
enfadado, sí, pero no con ellos, sino con Marcos, con mi novio. Era
él el que se había empeñado en tenerlos, no yo. Y era yo el que se
tenía que encargar de todo. Y si un día me olvidaba de ponerles de
comer, ¿lo solucionaba él? No, en absoluto. Tanta lata con los
peces, tanta decoración y tanta historia, y ahora los ignoraba por
completo, tal y como había hecho Alfonsito. Pero Alfonsito tenía
siete años: ahí está su excusa. Marcos, sin embargo, era una
persona adulta, responsable. En fin... Está claro que eso era mucho
suponer.
»Se
lo dije esa misma noche, que me había olvidado de echarles de comer.
¿Y qué me contestó?: ¡Bah, no pasa nada, los peces pueden
aguantar sin comer un par de días perfectamente!
»Ahí
lo tienes.
»No
se había dignado a mirarlos una sola vez en los últimos cuatro o
cinco meses; de hecho, en todo el tiempo que hacía que los teníamos.
Y de repente, era un experto del carajo en vida acuática. Como si
hubiese hecho un máster en “pezología”, o lo que sea. Si al
menos hubiese mostrado el más mínimo interés… Si por lo menos
hubiese tratado de excusarse, replicándome que de haberlo sabido, él
mismo les habría puesto de comer... Pero no. Se limitó a
desentenderse por completo.
»Y
¿qué podía hacer yo? ¿Recriminarle que me había olvidado de echarles la comida?
»Ante
todo, puede que él no, pero yo sí soy una persona adulta. Y
responsable. No podía cargarle con las culpas de mi descuido, pero
me indignaba tanto su falta de interés... ¡Se trataba de unos seres
vivos, al fin y al cabo! Y de unos seres que estaban allí por su
voluntad, no por la mía. Esto es muy importante, hay que entenderlo:
era él quien había decidido traer a casa a aquellos malditos peces.
»No
podía quitarme esa idea de la cabeza. ¿Y
si hubiésemos tenido un hijo? ¿Habría sido igual de despreocupado?
»A
la mañana siguiente no fui a trabajar. Telefoneé diciendo que no me
encontraba bien, y me pasé el día sentado en el sillón, observando
a las carpas en su ir y venir, como idiotas, de un lado a otro de la
pecera. A veces se detenían y parecían mirarme fijamente, como
preguntándose qué hacía yo allí. Los peces tienen un movimiento
casi hipnótico; te los quedas mirando y es... como cuando miras el
fuego. Se te va la cabeza, divagas... Cuando quieres darte cuenta,
estás ahí boqueando, como hacen ellos.
»No
les puse de comer en todo el día, esperando, intentando darle otra
oportunidad a Marcos.
»Cuando
llegó de trabajar, me preguntó extrañado que qué hacía yo allí
a esas horas, y todavía en pijama. Le expliqué que no me había
encontrado bien por la mañana, y que había estado todo el día en
casa. Se interesó por saber qué era lo que me sucedía, y si había
tomado algo para remediarlo. Pero de las carpas, ni una palabra.
»Al
día siguiente sí fui a trabajar. Pero tampoco di de comer a los
peces.
»Y
tampoco lo hice al otro día.
»Ni
al otro.
»Al
principio, me pareció que estaban algo nerviosos. Nadaban con más
rapidez de lo habitual de un lado a otro o, al menos, eso me parecía
a mí; pero luego se fueron calmando. Cada día parecían más
reposados.
»Y
al cabo de una semana, apenas sí se movían.
»Llegué
a pensar incluso que uno de ellos estaba muerto. Metí la mano en el
agua y lo atrapé con facilidad, pero entonces empezó a colear con
desesperación. Lo dejé encima de la mesa, junto a la pecera, en un
charquito de agua en el que se retorcía, abriendo y cerrando la
boca.
»Tardó
bastante en morir, no recuerdo cuánto, pero sí que me pareció
demasiado. Más de lo que yo había supuesto.
»Luego
tiré su cuerpo al cubo de la basura. Me dio lástima. Se veía tan
indefenso, sin tener otra forma de protestar o de hacer saber su
opinión al resto del mundo... Pero así eran las cosas. Los caminos
del señor de los peces son inescrutables. Seguro que, en el fondo,
el bicho me lo agradecía; ¿quién preferiría pasarse un montón de
años (o lo que sea, que ni puta idea de cuánto vive un pez),
nadando en un recinto de un palmo y medio de largo por uno de ancho?
»Marcos
ni siquiera reparó en que faltaba una de las carpas; no dijo nada.
¿Cómo iba a hacerlo, si de todos modos nunca dirigía su mirada
hacia la pecera?
»Tres
días después, encontré al otro pez flotando de costado, en la
superficie del agua. Me dio lástima también; más que el otro, sin
duda. Si mi novio se hubiese tomado la molestia de mirar una sola vez
hacia allí, tal vez el pobre animal se habría salvado.
»Pero
no.
»Al
día siguiente, vacié la pecera en el inodoro, la limpié a fondo,
saqué todas las piedrecitas, el pecio de escayola y el filtro
purificador, lo metí todo junto en una bolsa de plástico y lo tiré
a la basura. Pensé en volver a llenarla de agua y meter un par de
zanahorias, a ver si el gilipollas de Marcos notaba la diferencia,
pero me pareció de mal gusto.
»Y
es gracioso. Aún tardó casi cuatro días más en percatarse de
que la pecera estaba vacía. No de que no hubiese peces, si no de que
estaba vacía por completo: ni piedras, ni agua... Nada.
»Cuatro
días...
»Y
si al menos entonces hubiese permanecido callado, si hubiese hecho la
vista gorda, como había venido haciendo hasta ese momento, quizás
entonces no habría pasado nada.
»Pero
no. Habló. Y fue para decir: ¿Y
los peces?
»Sólo
eso. Hay que entenderlo.
»“¿Y
los peces?”
»Me
levanté del sillón donde había pasado la mayor parte del tiempo
desde que habían muerto los bichos; me levanté con la idea de salir
a dar una vuelta, de abandonar aquella atmósfera opresiva que
estaba acabando conmigo, aquella atmósfera tan parecida a una pecera
de un palmo y medio de largo. Y él no quiso saber a dónde iba, no
se molestó en intentar averiguar por qué no me había movido
prácticamente del sillón en los últimos cuatro días.
»Al
pasar por su lado, simplemente repitió aquella absurda, aquella
estúpida pregunta: ¿Y los peces?
»Lo
miré fijamente. Boqueaba como aquellos pobres animales mientras
habían estado vivos. Tal vez era yo el que boqueaba y él se
limitaba a imitarme, como había hecho yo cuando me pasaba horas
observándolos. Pero no. No. Él boqueaba de verdad, por iniciativa
propia, como si también le faltase el aire, como si necesitase
urgentemente meter la cabeza bajo el agua para poder respirar.
»“¿Y
los peces?”
»Al
fin y al cabo, él ya era casi como otro pez.
»Quizás los dos éramos ya como peces.
»Quizás los dos éramos ya como peces.
»Y
por eso lo maté.»
Jordi Vallés Lois |
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