domingo, 16 de abril de 2017

Eran menos de las ocho de la mañana (Primera parte)......Albert García Soler

Foto: Egon Schiele, Mujer desnuda 174
Lunes

Eran poco menos de las ocho de la mañana. Me disponía a entrar en el metro camino del trabajo. A esas horas las caras de los pasajeros del transporte público no suelen ser muy edificantes, menos aún un lunes. El panorama aquel día no era muy distinto, pero un rostro me llamó la atención. Se trataba de una chica de unos veintitantos, no era especialmente guapa ni fea, ni alta ni baja, ni gorda ni delgada… Pero su mirada era la viva imagen de la felicidad. La verdad es que me llamó vivamente la atención y no pude evitar quedarme mirándola, embobado. Ella se percató y me sonrió. Lejos de sentirse molesta y rehuir mi mirada, parecía hacerle gracia mi interés. Era agradable encontrarse con alguien de tan buen humor a aquellas horas de la mañana. Finalmente me acerqué a la chica y la saludé.
Hola —dije.
          Ella me respondió con otro amistoso hola. Su voz me pareció muy agradable. La verdad es que no supe qué más decir y me la quedé mirando. A ella le hizo mucha gracia. Al cabo de un momento, fui capaz de articular unas palabras:
¿En qué parada te bajas?
En la siguiente —me contestó.
Yo también mentí. 
          Me pareció que había notado que no era cierto, pero cuando las puertas se abrieron, bajé junto a ella y empecé a andar a su lado. Nunca en mi vida había hecho nada parecido.
¿Seguro que era ésta tu parada? preguntó divertida. Me sonrojé un poco antes de poder contestar.
La verdad es que trabajo en el centro. Pero en esta vida a veces pasan cosas que te hacen cambiar los planes. Ella sonrió.
Yo tengo que ir a trabajar… Acabo a las cinco, si quieres puedes llamarme entonces. Te daré mi tarjeta. Metió la mano en un bolsillo interior de su bolso y me la dio. Y se despidió con una gran sonrisa. 
          Yo no dije nada. Me limité a cogerle la tarjeta de la mano y sonreír. Me quedé mirando como se alejaba por el andén, la seguí con la vista… Me sentía en las nubes. En la vida me había sentido así, no podía evitar sonreír a todo el mundo. La verdad es que más de uno se sintió molesto, y más de dos parecían pensar que estaba como una regadera, pero la verdad, a mí me importaba muy poco. Al llegar al trabajo le di dos besos a la recepcionista, que sencillamente se quedó alucinada. Cuando me topé con mi secretaria la abracé, la levanté en volandas y le di un par de vueltas. Me encontraba pletórico y no estaba dispuesto a quedarme tanta felicidad para mí sólo, necesitaba compartirla. Entré en el despacho y me dispuse a trabajar con todo entusiasmo. Al momento, pasó mi secretaria con una cara entre divertida y extrañada.
¡Hola, jefe!
¡Hola, Laura!
¿Cómo se llama ella?
¿Tan evidente es?
Hombre, el recibimiento de hoy ha sido apoteósico, y si has venido a trabajar no puede ser la lotería… 
          En ese momento me di cuenta. No sabía cómo se llamaba. Me quedé tan embelesado cuando me dio la tarjeta que ni siquiera la miré. Metí la mano en el bolsillo y consulté el nombre de la dama en cuestión.
Marta dije al fin.
¿Has tenido que mirar la tarjeta para acordarte?
No, la verdad es que ni siquiera lo sabía. Acabo de conocerla en el metro. 
          Me miró con esa cara que se dedica a los que no tienen remedio. Hizo un ademán con la cabeza y, tras un suspiro, me dijo sonriendo que estaba como un cencerro oxidado. La verdad es que no entendí muy bien lo del óxido, pero tampoco le di muchas vueltas. Le empecé a explicar ideas que se me habían ocurrido para la campaña que teníamos entre manos. Se trataba de un anuncio de papel higiénico. Mi idea era hacer sucesivos planos de culos, masculinos, femeninos, de jóvenes, de no tan jóvenes, de niños, de negros, de blancos… Unos cuantos culos de buen ver y al final una leyenda sobreimpresionada y una voz en off que dijera: "En esta vida hay cosas que merece la pena cuidar. Shiler, el papel más suave". Laura se reía a gusto. Me dijo que se había imaginado a todos los trabajadores de la agencia como protagonistas del anuncio y que cuando pensó en el director general, la cosa se desbordó. La verdad es que nuestro jefe es un hombrecito de mediana edad, calvo, corpulento y muy peludo… Empezamos a reír los dos. No podíamos parar y la cosa iba in crescendo. Paula, la secretaria de un compañero, asomó la nariz y, negando con la cabeza, nos puso cara de pensar están locos estos romanos o algo por el estilo. Verla aún nos hizo más gracia y acabamos teniendo que salir disparados hacia el lavabo. La verdad es que llegué por los pelos. 
          En mitad de la faena me sonó el móvil. Contesté sin dejar de mear. Era el jefe. A pesar de todo, fui capaz de hablar con normalidad. Quería verme inmediatamente, le habían llamado los de Shiler, que querían saber alguna cosa. En unos minutos estaba en su despacho. Le expliqué la campaña y le gustó, aunque me puso reparos en el slogan. La verdad es que yo tampoco lo tenía muy claro todavía, pero la idea no le desagradaba. Me citó para una reunión con todos los creativos a las once. Tenía que hablarnos de algo muy trascendente para el futuro de la empresa. Cualquier otro día me hubiera inquietado bastante por sus palabras, pero aquel día yo era un hombre feliz y nada podía perturbarme. Cuando volví a mi despacho, saqué la tarjeta del bolsillo y llamé a Marta. Sonó un par de veces y su voz se oyó al otro lado:
¿Sí?
Hola, soy el del metro.
¡Hola! ¿Cómo estás?
Bien, bien… Oye, he pensado… No sé si tienes mucho tiempo para comer, pero si quieres podríamos…
¿A las dos te va bien? ¿Conoces el Edificio Manchester?
Sí, sí, a las dos… Ya puestos podríamos quedar para desayunar, la verdad es que todavía falta mucho para las dos. Empiezo a tener taquicardia. ¿Sabías que la impaciencia es la primera causa de infarto en este país?
Me arriesgaré. En todo caso, tómate un par de aspirinas.
Lo haré. ¡Hasta las dos!
¡Hasta luego! ¡Cuídate!
¡Adiós!
Lo primero que hice después de colgar fue tomarme las susodichas aspirinas. Nunca está de más prevenir y, además, siempre me ha gustado mucho su sabor. Pasé el resto de la mañana escribiendo ideas para campañas que tenía pendientes. Poco antes de las once sonó el teléfono. Era la secretaria del jefe, que me recordaba que teníamos la reunión en unos minutos. Me conocía lo suficiente como para saber que era perfectamente capaz de olvidar cualquier cosa. La verdad es que estaba absorto en mis escritos y había olvidado por completo que tenía una reunión trascendente para el futuro de la empresa.
El único que parecía tranquilo de todos los que estábamos en la sala era yo. Nadie sabía nada, pero aquello no les hacía ninguna gracia. El director entró con cara seria. Sin decir ni hola, empezó a hablar. Divagó sobre la crisis que afectaba al sector, sobre lo duro que era llevar el peso de una empresa él sólo sobre sus hombros… Cuando empezó a hablar de sus nietos, más de uno se puso blanco temiendo lo peor. Finalmente lo soltó, quería dejar la agencia, retirarse. Dijo haber recibido una oferta para vender, pero antes quería ofrecernos la posibilidad a nosotros. Estaba dispuesto a vendernos la empresa con un importante descuento. Al fin y al cabo, nosotros formábamos parte de la agencia, éramos la agencia y a él le gustaría poder mantener la continuidad. Acabó su discurso y se hizo el silencio. Nos miramos los unos a los otros sin saber qué decir, hasta que finalmente fui yo quien rompió el hielo.
¿De cuanto dinero estamos hablando? La pregunta era obvia.
Unos quince millones —respondió sin inmutarse.
¡Vaya! Me quedé un momento callado antes de proseguir—: ¿Estás seguro de querer jubilarte? ¿No hay marcha atrás?
La verdad es que me estoy muriendo... Todos nos quedamos de piedra. No parecía en absoluto enfermo. Me empecé a sentir culpable de haberme reído tanto imaginándomelo enseñando el culo para un anuncio de papel higiénico, pero a la vez, cuando lo volví a pensar tuve que hacer un esfuerzo para no reírme. Por suerte, nadie notó nada. La situación hubiese sido de lo más embarazosa—. Tengo un tumor cerebral. Es inoperable. Me quedan como mucho unos meses. No tengo mucho tiempo, así que os agradecería una respuesta lo antes posible. 
          Se levantó y se fue, dejándonos en un estado deplorable. Nos quedamos todos sentados alrededor de la mesa, sin articular palabra durante unos interminables minutos. Leyton, un inglés que trabajaba con nosotros desde hacía años, habló finalmente:
No sé vosotros, pero yo quiero hacerlo. No sólo creo que es una buena oportunidad, creo que estamos de alguna forma obligados a ello. Se lo debemos. Es mucha pasta, pero éste es un buen negocio y él tiene razón, el alma de la agencia somos nosotros. Formamos parte de esto. Si alguien compra la empresa, todos sabemos que no sería lo mismo.
Yo estoy de acuerdo —intervino Carlos—. Votemos. Cuanto antes lo sepamos, mejor. ¡Que levanten la mano los que estén a favor de comprar! 
          En pocos segundos, todas las manos estaban levantadas. Estaba decidido. Compraríamos.
Todos volvimos al trabajo. En realidad, yo no fui capaz de hacer nada más en lo que quedaba de mañana. No podía parar de pensar en que debería rehipotecar la casa, vender el coche y atracar a una viejecita acaudalada cada día al salir del trabajo para reunir dinero suficiente. Ya me veía el resto de mi vida devolviendo créditos bancarios. Pero lo que más me impactaba era la idea de la muerte. No la certeza de la muerte del jefe, sino la incertidumbre de la mía. Mi estado de ánimo había cambiado por completo. Ya era la una y media. En media hora había quedado con Marta, así que salí a su encuentro. Pensé que si iba paseando, el aire borraría la pesadumbre de mi cara. Cuando salí a la calle llovía levemente. La verdad es que se agradecía. La mañana había sido demasiado intensa. Estaba bastante saturado y necesitaba refrescarme las ideas. 
         Llegué al Edificio Manchester con unos minutos de antelación, pero a los pocos segundos de haber llegado la vi salir. Cuando ella me vio, me dedicó una amplia sonrisa que rápidamente me contagió. Abrí los brazos para darle un gran abrazo que no rehusó en absoluto. Nos quedamos unos segundos abrazados, sin decir nada. De pronto, empezó a llover con fuerza y tuvimos que correr a refugiarnos. La verdad es que nos mojamos bastante. Nos quedamos mirando fijamente bajo los porches de su edificio. El mundo había desaparecido, sólo existía su mirada angelical, su limpia mirada... La besé y abracé con fuerza. Ella se apretaba a mí con todavía más energía. Por un momento pensé que nos íbamos a quedar así para siempre. Poco a poco, fuimos aflojando nuestro abrazo hasta que nos separamos. Ella me dio un beso y me preguntó si de verdad tenía ganas de comer. Entendí perfectamente la indirecta, pero la verdad es que tenía un hambre que me moría.
Ya sé que voy a quedar un poco mal… pero tengo una gazuza atroz. 
       Ella se rió. Entendió perfectamente que se trataba de una emergencia. Me cogió de la mano y me arrastró.
Conozco un pequeño restaurante acogedor y no muy caro aquí cerca. 
          Asentí y me dejé llevar. Ya casi no llovía.
¡Espera un momento! le dije. Nos paramos un instante y le puse la mano sobre mi estómago. El ruido fue fenomenal—. ¿Lo has oído?
¡Dios mío! ¡Te has tragado al monstruo de las galletas! Señaló un restaurante al otro lado de la calleAllí es dijo.
Cruzamos la calle y entramos. Era un sitio bastante agradable, todo de madera, bastante nuevo… Una camarera se nos acercó. Parecía ecuatoriana, venezolana o colombiana, o algo acabado en "ana". Curiosamente, ése era su nombre.
Hola, Ana. Seremos dos.
Hola, adelante, seguidme. Nos acomodó en una mesa al fondo de la sala, nos dio la carta y nos preguntó que queríamos para beber.
Vino dije, adelantándome—. Uno bueno. Miré a Marta, que parecía no tener inconveniente.
Tenemos un Burdeos excelente.
Me fiaré de ti. Pareces buena persona. El comentario le hizo gracia, meneó la cabeza y nos dejó solos.
Teníamos algo que celebrar. ¿No? Además, siempre he dicho que las mujeres un poco borrachas son más receptivas.
Lo que sí es seguro es que un hombre con el estómago vacío...
De acuerdo, de acuerdo…
Abrió la carta con una mano y con la otra me cogió la mía. Me empezó a decir no sé qué, pero yo era incapaz de oír nada. Asentí a alguna de sus preguntas y, cuando vino la camarera, ella pidió por los dos. No tenía ni idea de lo que habíamos pedido, pero estaba dispuesto a volver a comerme a Triki si hacía falta, con pelos azules incluidos. Por suerte, nos trajeron una deliciosa ensalada de marisco con una salsa de cangrejo o algo por el estilo y un besugo a la bilbaína para chuparse los dedos. La comida era deliciosa y estaba muerto de hambre. No había desayunado nada por la mañana. De postre, pedimos una mousse de chocolate para compartir. Fue sin duda lo mejor de la comida. No hay nada mejor que los besos con textura de mousse y gusto de chocolate. Cuando mejor nos lo estábamos pasando, se levantó y dijo:
Será mejor que vuelva al trabajo. 
          El regreso a la realidad fue brutal. Intenté convencerla, pero insistió en volver al trabajo y me dejó sumergido en un chocolatus interruptus subido. Se despidió con un llámame luego y un beso lanzado al aire. Me quedé unos instantes inmóvil, hasta que pasó a mi lado la camarera y le pedí la cuenta. Me la trajo casi al momento. Dejé una buena propina y me marché despidiéndome de Ana.
Para volver a la oficina, cogí un taxi. En pocos minutos volvía a estar ante mi teclado, escribiendo guiones para anuncios. Me olvidé de todo, de Marta, de mi jefe desahuciado, de la compra de la empresa… Me concentré tanto en lo que estaba haciendo que me dieron las diez sin casi darme cuenta. Cuando vi lo tarde que era llamé a Marta, su teléfono estaba desconectado. Decidí volverme a casa. Haber parado me permitió descubrir que estaba cansado. Apagué el ordenador y me fui. Ya no quedaba nadie en la oficina. Tan sólo me encontré con el guardia de seguridad, José, que estaba haciendo la ronda, el edificio parecía vacío. 
          Tenía ganas de llegar a casa, cenar y tirarme en el sofá. El día ya había tenido bastantes emociones. Mañana será otro día, pensé. Al llegar a casa, la soledad de mi apartamento se me hizo insoportable. Llamé de nuevo a Marta, pero seguía desconectada. Cogí lo primero que encontré en la nevera, lo calenté y me puse en el sofá a mirar la tele. No daban nada interesante, así que me dormí.

Martes

No me desperté hasta la mañana siguiente. Había pasado la noche en el sofá. Mi cuerpo daba señales de alarma. Me dolía todo. Era evidente que no había dormido en la mejor postura, pero no se podía negar que había dormido mucho y profundamente. A medida que me iba duchando, aseando y afeitando, el cuerpo se desentumecía. Cuando salí de casa, ya me sentía medio humano. Me pasé todo el trayecto del tren deseando encontrarme con Marta. No todos los días te toca la lotería. A pesar de la decepción, estaba seguro de que pronto la volvería a ver. Al salir del metro la llamé. Seguía desconectado. La cosa empezaba a ser preocupante, pero decidí no darle más importancia e intentarlo más tarde. Al llegar a la oficina, saludé a la recepcionista efusivamente:
¡Hola, guapísima!
Buenos días Una sonrisa iluminó su rostro.
Te has hecho algo en el pelo.
No, nada.
Pues estás guapísima. ¡De verdad!
Gracias —contestó mientras se sonrojaba.
El rojo te queda precioso. ¡Hasta luego! Volvía a estar de buen humor.
Mi secretaria no estaba en su puesto. Supuse que habría ido al lavabo o que iba a llegar tarde. Empecé a adelantar trabajo atrasado. Al cabo de un par de horas, me di cuenta de que aún no había llegado. Empecé a preocuparme. Llamé a su casa pero nadie me contestó, probé en el móvil con el mismo resultado. Le pregunté a Paula, secretaria de Carlos, pero ella tampoco sabía nada. La cosa empezaba a ser mosqueante. Ideas raras comenzaron a acudir a mi cabeza. Me la imaginé tirada en el suelo después de haber sido brutalmente apuñalada en plena calle. La imagen mental me resultó demasiado desagradable. Me venían a la cabeza escenas truculentas… La cosa empezaba a ser desesperante. Llamé a Marta. Necesitaba hablar con alguien. Gracias a Dios la encontré:
¿Sí?
Soy yo.
¡Hola! Entonces me di cuenta de que ella no sabía mi nombre, ni mi número, ni nada.
Acabo de darme cuenta de que no te he dicho ni el nombre.
¡No me lo digas! ¡No quiero saberlo!
¿No? Bueno… Me extrañó un poco, pero seguí hablando—: Mi secretaria ha desaparecido. No ha venido a trabajar y no contesta ni al móvil ni al fijo. Llevamos años juntos y nunca había llegado ni un minuto tarde. No sé qué ha pasado, pero no me gusta nada.
Tranquilo, hombre. Seguro que no es nada. No te preocupes antes de tiempo. Seguro que aparece y está perfectamente.
Ya sé que pensarás que soy un poco neurótico, y quizás lo sea, pero es que estoy seguro de que algo pasa. ¿Puedes escaquearte un par de horas del trabajo?
¿Qué? Sí, claro… pero…
Mira, necesito ir a su casa. Algo me dice que tengo que hacerlo y te agradecería que me acompañaras. Por favor.
De acuerdo.
En cinco minutos estoy en tu edificio. Espérame abajo. ¿Vale?
Hasta ahora.
Salí disparado, cogí un taxi y en cinco minutos llegaba a su edificio. Estaba esperándome. Saqué el brazo por la ventanilla para llamar su atención. Se subió al coche y nos dirigimos al domicilio de mi secretaria.
Estoy seguro de que le ha pasado algo —le dije en forma de saludo.
Tranquilo, seguro que no es nada.
Sus palabras no me calmaron. Estaba convencido de que algo le había pasado, pero no me esperaba en absoluto lo que me iba a encontrar... Nos quedamos los dos callados. Ella me cogió la mano y preguntó:
¿Qué te pasó ayer? ¿Por qué no me llamaste?
Lo siento, me puse a trabajar y perdí la noción del tiempo, y después tenías el móvil desconectado.
Siempre lo desconecto a la hora de cenar.
Apreté su mano. Necesitaba sentirme cerca de alguien. Estaba seguro de que algo terrible le había sucedido a Laura, mi secretaria... La portería estaba abierta. El ascensor, en cambio, parecía estropeado. Subimos las escaleras de dos en dos. Era un cuarto piso, así que cuando llegamos estábamos un poco cansados. Llamamos a la puerta, hicimos sonar el timbre varias veces, pero no obtuvimos respuesta. En un arrebato de desesperación, cogí carrerilla, me lancé y... ¡tiré la puerta abajo!
         Marta se quedó atónita, sin decir nada, con la boca abierta. Entré en la casa sin darle tiempo a cerrarla. El piso estaba impoluto, todo parecía indicar que había cometido un error estúpido hasta que abrí la puerta del dormitorio principal. Ahí estaba Laura… Desnuda, completamente destapada sobre la cama. Noté cómo los colores se me subían a la cara y fui incapaz de contestar al tímido hola que mi secretaria me dirigió. Me moría de vergüenza, pero me había quedado paralizado sin poder apartar la mirada de su cuerpo desnudo. Por suerte, Marta me hizo reaccionar. Me dio una patada en la espinilla que me devolvió al mundo vía dolor agudo. 

          Continuará...

2 comentarios:

  1. Brutal, Albert. Creo que es un buen arranque... Estoy esperando impaciente la segunda parte, que, pienso, no tiene que ser la última :-)

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