jueves, 10 de julio de 2014

Leves declaraciones de amor......David Cantos Alcalde

Foto: www.istockphoto.com
Al salir a la calle se sacó el móvil del bolsillo y tecleó: “Cuando antes te he dicho que no me parecía guapa ninguna del curro, tenía que haber dicho excepto tú pero no me he atrevido”, buscó en su lista de contactos, seleccionó la función de sms, envió el mensaje y volvió a guardarse el móvil. Caminando ligero se colocó a cubierto en un portal frente a la parada del autobús, se quedó mirando el palo blanco con el banderín y se preguntó porqué existían esas paradas y no eran todas de las que tienen techo. Espacio para una grande había, y gente esperando no faltaba, o sea, vamos a ver, que no hacía ni puñetera gracia tener que estar esperando el autobús y mojarse, pudiendo poner una de las grandes. Pensó luego en que también él era tonto, porque ya le había dicho su madre que iba a llover, y por no querer cargar con el paraguas arriba y abajo, no lo había querido coger, o sea que le tocaba quedarse ahí, apoyado contra los interfonos, para no mojarse. Y el autobús sin venir. La mano al bolsillo. Miradita al móvil. Nada.
         Y es que ya se veía venir que el día iba a ser jodido, pensó, mirando el repiqueteo del agua en un charco. Primero, nada más llegar, el encargado le dijo que tenía que quedarse por la tarde porque el Jose no vendría, que había llamado diciendo que ayer se hizo un esguince jugando a básquet. Y él tenía planeado desde hacía muchos días una maratón del FIFA 2011 con los colegas ese viernes, pero se jodió el invento, y tuvo que llamar a todo el mundo para decir que nada, que cambio de planes, que el cabrón de su jefe le ha dicho que tiene que hacer el turno del tío del esguince y que llegará tarde. Le pareció que aflojaba un poco porque en el charco ya notaba menos movimiento. Levantó la vista y vio llegar el autobús. No ha tardado tanto, pensó. Preparó el billete pero se esperó a que la gente tomase posiciones. Mientras el autobús aminoraba para ponerse en su sitio, imaginó un frenazo brusco sobre un charco inadvertido y una ola gigante que caía sobre los ancianos que se habían situado a la cabeza de la fila. El autobús frenó límpiamente y todo el mundo subió indemne. Un par de saltitos y ascendió al vehículo. La mano al bolsillo. Miradita al móvil. Nada.
         Le parecía un poco molesto tener que esperar sin necesidad, como ahora, para poder validar la tarjeta de transporte. Todo el mundo se apelotonaba en el rellano del conductor mientras alguien intentaba validarla en la máquina de la derecha o en la de la izquierda, y después, tenía que acertar el lado bueno del billete. Sonaba el ruidito ronco, molesto, insistente, vergonzante, que acompañaba a la luz roja, señal de que el billete estaba acabado, título agotado, se había roto, o lo había metido mal. A probar en la otra maquinita, cuando acabase el que la estaba usando. Y después de conseguirlo, la gente levantaba la vista y allí mismo, de pie, en medio del pasillo, se ponía a guardar primorosamente el billetito en su monederito o carterita mientras trataba de decidir el asientito que iba a ocupar, de los que quedasen libres, claro. Como si no hubiese más gente detrás. Pero no sabía de qué se sorprendía. Esto lo veía cada día en el trabajo, en las colas que se formaban en cada caja del súper, cuando sus compañeras se volvían locas pasando a toda pastilla códigos de barras para que, según instrucciones precisas del capullo del encargado, no se amontonara la gente. Pero era inevitable que la gente se amontonase. Él mismo tenía que abrir una caja complementaria cuando la cosa se ponía fea y le llamaban por megafonía para que dejase de reponer los cartones de leche, las toallitas húmedas para bebés o las coliflores a ritmo de línea de producción, porque el mundo se acababa, y había visto mil veces a personas tomarse todo el tiempo del mundo en ordenar sus productos en el carro mientras estaban pagando, sacando montones de cupones y pidiéndole, por favor, que le dijese, guapo, si estaban caducados o no, es que se me van acumulando, sabes, y claro, si tengo descuento en algo, pues hay que aprovecharlo, en fin, dándole un montón de palique mientras la cola se convertía en tumulto, en turba que se empezaba a poner nerviosa. Pues estos mismos, y cuando lo pensaba se lo comían los demonios, son los que hacía diez minutos no hacían más que bufar como un gato porque la cola no avanzaba. Pero claro, razonó, cuando conseguimos lo que queremos, los demás nos importan bien poquito. La mano al bolsillo. Miradita al móvil. Nada.
         Él no se sentó. Se abrió paso poco a poco con pequeños empujones y muchos perdones, lo sientos, me permites y no pasa nadas, hasta que se puso al final del autobús. Allí se apoyó en la barra que servía a su vez de eje para abrir la puerta y se quedó mirando por la ventana. Le gustaba mirar por la ventana del autobús y, ahora que llovía, lo mismo podía entretenerse mirando la trayectoria caprichosa de las gotas de agua al deslizarse en diagonal por el vidrio, como podía hacerlo mirando las batallas de la gente contra el viento, sujetando paraguas o encogiéndose en sus chubasqueros, corriendo hacia donde fuera que fuesen, como si el agua mojase menos por correr más. El autobús pasó por delante de otro súper de la misma cadena y su mente volvió a esa mañana, al almuerzo. Le tocó ir con Rocío, según los turnos para almorzar que hoy había organizado el tontainas del encargado, y por una vez, no la había cagado del todo. Estaba buena la Rocío. Y era simpática. Y lista. Estudiaba derecho, le había dicho. Él no había estudiado más que lo que le habían obligado y en cuanto pudo se puso a currar. Pero estuvieron hablando un buen rato del trabajo, de los compañeros y compañeras del súper, del plasta del encargado, de que ella no tenía novio pero creía que el aprendiz de su padre estaba por ella, que era lampista, que era majo, pero que ella no lo tenía claro, y que si tú no te cuentas nada, pues yo tampoco tengo novia, pero no hay nadie que me mole. ¿Ni la Toñi? ¿Con el éxito que tiene? Que no, que ninguna del curro le parecía guapa, y el almuerzo se le pasó volando. Realmente se lo había pasado bien con ella. Lista, lista... murmuró en el autobús, en un susurro, casi un suspiro, y por un momento pensó que le habían oído. De repente, un poco de calor. La mano al bolsillo. Miradita al móvil. Nada.
         Un hombre al lado suyo llevaba una bolsa medio transparente con la compra, porque con los rollos de la ecología ahora los súpers cobraban por unas bolsas que, encima, parecía que se iban a romper en cualquier momento. El caso es que se veía todo lo que había dentro y se fijó en que el hombretón había puesto los huevos al fondo. No es que lo de arriba pesara mucho, pero vamos, lo de poner los huevos al final para que no se chafen era de cajón. Medio sonrió al pensar que se le pudiesen romper la bolsa y los huevos y en el estropicio monumental que se formaría en el autobús. Limpiar los huevos reventados era una de las cosas que más asco le daba, y cuando estaba reponiendo en el curro, lo que más temía es que se le desmoronasen las cajas de huevos, que alguna vez le había pasado, y era lo peor. Quedaba todo asqueroso, pringoso, pegajoso, y pasar la fregona o el papel absorbente y ver lo que se movía ahí debajo le daba hasta arcadas. Otra cosa es cuando se le caían botes de vidrio. Daba igual de qué estuviesen llenos. Con la manía del encargado de que había que poner los estantes hasta los topes, los tenía haciendo tetris toda la mañana, hasta que se caía uno, y no sabía por qué misterios de la ciencia, se caían siempre tres o cuatro más de los lados, como un dominó. Igual si hubiese estudiado lo sabría. Igual que sabría por qué las gotas de lluvia no caen rectas en diagonal por el vidrio, en lugar de ir haciendo figuritas raras. Se fijó entonces en que su parada estaba ya cerca. Apretó el botón rojo y se iluminó la pantalla de parada solicitada. El autobús se paró. Abrió las puertas. Vibró el bolsillo. Vibró el bolsillo. Vibró el bolsillo... La mano al bolsillo. Miradita al móvil. Sms: “Gracias! ;-)”

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