Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
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Foto: Shutterstock |
Llueve.
Hace
ya varios días que, al otro lado de la ventana desde la que ahora
miro, llueve con la rabia del fin del mundo. Las nubes, hinchadas y
oscuras como las promesas que no se cumplen, aún cubren todo el
barrio hasta perderse más allá de la arboleda de la colina, y el
agua acumulada ha terminado por convertir la piel de hormigón de la
calle en un monstruo resbaladizo de apetito inagotable. Hace unos
minutos, por ejemplo, un ciclomotor y una camioneta destartalada se
han precipitado el uno hacia la otra como dos amantes primerizos que
se reencuentran tras una separación. Al chocar, el ciclomotor se ha
partido en dos y la camioneta ha dado un pequeño vuelo, dibujando en
el aire una especie de tirabuzón en el que ha perdido una rueda. Las
otras tres, al aterrizar, se han quedado girando boca arriba, como si
fueran dueñas de su propio camino, como si, de algún modo,
quisieran continuar su viaje ajenas a las vidas que en este instante
se escapan sobre la carretera.
Enseguida
aparece la primera ambulancia y sé que con el ruido de su sirena,
mamá no tardará en despertar. Y entonces se me desliza una mueca de
horror entre los labios, y me odio de pronto porque me doy cuenta de
que ni siquiera he sido capaz de pensar en que, con su llegada, los
paramédicos puedan salvar alguna vida. No, la primera idea que ha
atrapado mi mente es que no quiero que mi madre despierte todavía.
–¿Qué
sonó? –dice. Como me temía, ya está junto a la puerta del salón
con voz de chiquilla somnolienta.
–Nada,
mamá, vuelve a la cama.
–No.
No tengo sueño.
Últimamente
no consigo que duerma bien, y eso que, a veces, le echo unos cuantos
somníferos en la cena. Me giro hacia ella, para reconducirla hacia
el dormitorio, una tarea que sé de antemano improductiva, y al verla
no puedo evitar reírme. Mi madre lleva puesta una falda apolillada
de colegiala y una camiseta blanca sin mangas.
–Pero,
¿qué haces, mamá?
–He
quedado en el parque, con un chico.
–¿Con
un chico?
–Sí.
Se llama Antonio Collado.
Así
lo dice, Antonio Collado. No lo llama papá, ni “tu padre”, no,
lo llama Antonio Collado, y me recorre otra vez, como siempre que
pronuncia su nombre, un escalofrío al pensar en él de ese modo,
como un ente previo a mi, como un muchacho joven, con un mundo lleno
de posibilidades al alcance de su mano de entre las que sólo yo, por
puro azar, acabé siendo algo real. La vida es un accidente, pienso,
y entonces me cruzo de brazos y miro a mi madre, que apenas puede ya
caminar sin amenazar con romperse a cada paso, y le digo que no, que
ya sabe que no, que no puede salir sola, y ella hace un amago de
pataleo, pero se cansa pronto y se marcha a la cocina, y regresa con
un zumo de naranja para ella y otro para mi.
Me
bebo el zumo de un trago y devuelvo la mirada hacia la calle. El
conductor de la camioneta se agita ahora levemente dentro del amasijo
de hierros en el que se ha convertido su vehículo y del que intentan
sacarlo varios bomberos. El del ciclomotor, sin embargo, yace entre
unos cuantos sanitarios, mudo e inmóvil, más o menos en el mismo
metro cuadrado en el que murió mi padre.
¿Cuándo
tiempo ha pasado ya? Cinco, seis años. Fue ahí, justo ahí murió
papá. Mi madre y él se habían comprado esta casa en las afueras,
en la que pensaban disfrutar juntos la jubilación, pero, sólo un
par de meses después de llegar aquí, mi padre salió a dar un paseo
y ya no regresó. El corazón lo abandonó al otro lado de la calle
cuando mi padre quiso cruzar corriendo la calzada. Mamá jamás llegó
a superar su pérdida. Lo había conocido en un parque cuando aún
eran un par de adolescentes y, desde entonces, nunca se habían
separado más allá de un par de días. Para ella, la ausencia de
quien ahora, de nuevo, pasa a llamarse Antonio Collado y no papá,
resultó tan devastadora que no tardó demasiado tiempo en enfermar.
Al
principio, cuando me mudé a esta casa para cuidar a mi madre, me
aterrorizaba la idea de salir a la calle y encontrarme frente a
frente con el fantasma del corazón de papá, pero con el tiempo me
he acostumbrado a vivir junto al escenario de su muerte, con el
tiempo he terminado por aceptarlo como un elemento más del paisaje.
De hecho, paso gran parte de mis días junto a la ventana. Mirando.
Cierro
los ojos. Intento dejarme invadir por el sonido de la lluvia, pero
sólo puedo percibir un zumbido seco, que me remueve por dentro, que
me llena de grietas, como a una barca en el mar.
Sacan
por fin al hombre de la camioneta. Al del ciclomotor ya se lo
llevaron hace unos minutos. La carretera se despeja, vuelve a ser una
trampa oculta por la lluvia y el barro en mitad de un bosque, y oteo
el horizonte tratando de adivinar quién será su próxima víctima,
y siento un nudo en el estómago, tengo ganas de vomitar y noto de
nuevo una sacudida, una especie de temblor suave e hipnótico, y
estoy a punto de caer de espaldas..., y entonces veo a mi madre. Mamá
me mira. Está de pie, cerca de mí, y no deja de mirarme.
–¿Qué
quieres, mamá?
–Nada,
nada, nada –repite una y otra vez–, nada, nada.
Intenta
balancearse con un asomo de coquetería, con una pose almacenada en
alguna zona oscura de su cerebro. Es curioso. A unos metros, unos
desconocidos se lanzan de lleno hacia el final de sus vidas y mi
madre, esta anciana con falda de cuadros, parece empeñada en viajar
en la dirección contraria, de regreso a su adolescencia, hacia algún
lugar, supongo, más seguro que esta calle, más seguro que su vejez.
Un lugar hacia el que se dirige ligera de equipaje, liberada en su
mente de todas aquellas fechas, aquellos nombres y lugares que no
guarden alguna relación con los días en los que acababa de
descubrir a Antonio Collado. Porque para mamá ya sólo existe
Antonio Collado. Mamá es una anciana de catorce años que quiere
reencontrar al amor de su vida. Y no deja de mirarme. Y siento que el
mundo se me escapa despacio, como por un sumidero sucio, y mi cuello
se vuelve de goma, y me mareo, y entonces miro a mamá y me parece
que sonríe con la picardía de quien paladea el éxito de una
travesura, y veo en su mano la silueta vacía del bote de los
somníferos, y miro mi vaso de zumo.
–¿Qué
has hecho? –le digo.
–Lo
siento, pero he quedado y tú no me dejas salir.
Me
desplomo. Mi cabeza rebota contra el suelo de madera, y me vuelvo
elástica, liquida, y escucho a mi madre, escucho cómo avanza
despacio hacia la mesa del salón, cómo coge las llaves, cómo abre
la puerta y sale a la calle.
Y
unos segundos después, poco antes de desvanecerme por completo, creo
sentir, a lo lejos, envuelto en una infinita cortina de gotas, el
repiqueteo breve de unos pasos quebradizos y, más tarde, el aullido
inconfundible de una frenada profunda e inútil, el ruido metálico
de un parachoques al astillarse y el eco sordo de un cuerpo que se
apaga y que, ya deshecho, cae como una hoja seca contra el asfalto.
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Raúl Clavero Blázquez |
* Nació
en 1978 en Salamanca, donde estudió Filología Hispánica y un
máster de guion
para televisión y cine, y
vive en Madrid desde el cambio de milenio. Hasta ahora, ha trabajado
fundamentalmente como guionista y redactor para varias productoras de
televisión y radio. Ha
ganado premios de guion en concursos como el Rovira-Beleta y, desde
finales de 2011, empezó a participar también en certámenes de
relato breve y microrrelato, obteniendo en este tiempo más de
trescientos premios, entre ellos: Europe Direct de Cáceres, Concurso
Internacional de Relatos de la Semana Negra de Gijón, Ciudad de
Marbella, Joaquín Lobato, Unicaja de Málaga, Camilo José Cela de
Padrón, Ciudad de Elda, José Calderón Escalada de Reinosa,
etc. También
ha publicado los libros de cuentos
Ausencias
(2017)
y
Aluminosis
(2020).
Finalista del
II
y el V
Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.
Bastante bueno... una agradable suma de nostalgia y otra saludable dosis de angustia... gracias por compartir...
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